El presidente electo acaba de regresar desde los EEUU. Se trata de un dato que hay que tener en cuenta muy seriamente. No es un detalle que deba pasarse por alto rápido y ya en otro lugar (“Así Somos y Así Nos Va, Ediciones B, Buenos Aires 2007) nos explayamos sobre la íntima relación que hay entre el estándar de vida de los países y la relación que esos países tienen con el mundo anglo, especialmente con EEUU.
En síntesis podríamos decir que hay una relación directamente proporcional entre el nivel de vida de los países y la sintonía que esos países tengan con el mundo anglo y con los EEUU en particular: a más sintonía mejor nivel de vida; a menor sintonía, peor nivel de vida. Un teorema.
Me pareció adecuado aquí tomar la variable “nivel de vida” como elemento de comparación, porque creo que la manera en que vivimos y cuan afluente es nuestra vida es lo que en el fondo realmente nos interesa.
La Argentina tiene una larga tradición en el desafío de ese teorema. Por décadas no solo se empeñó en negar la evidente relación que hay entre cómo viven los países “amigos” de los EEUU y cómo viven los “enemigos”, sino que trató de probar el teorema contrario, esto es, que se puede desafiar a los EEUU aliando al país con sus contrincantes y, de ese modo, darle un mejor pasar a los ciudadanos. El nuevo enunciado sería “cuanto peor te lleves con los EEUU, vivirás mejor”.
En esa inteligencia, desde allanar la soberanía nacional para entregar más de 50 km2 de territorio argentino a la soberanía china, hasta ofrecer al país a Rusia para que la Argentina fuera la entrada de Putin a América Latina, ha hecho de todo.
Es más, cuanto más se profundizaba la miseria provocada por la rebelión contra el teorema más se insistía en desafiarlo.
Resulta obvio que la concepción peronista de la vida, gestada durante la Segunda Guerra Mundial, fue crucial para que el desconocimiento del funcionamiento del teorema comenzara a cundir y a esparcirse en las profundidades de las convicciones nacionales.
Una apelación nacionalista barata, un deseo competitivo contra el “norte” (que habría sido bueno si hubiera estado encauzado con las armas de la emulación y de la mejora del modelo original) y una indudable mimetización del peronismo con las concepciones nazifascistas (recordemos las decenas de nazis a los que Perón les dio refugio en la Argentina) hicieron que, en ese momento crucial del mundo en el que la humanidad enfrentaba la libertad a la barbarie, la Argentina llevara su rebelión contra el teorema a un verdadero paroxismo y no solo se declarara neutral frente al aquelarre nazi sino que intentará “adaptar” muchas de sus modalidades socioeconómicas al país.
No hace falta explicar mucho (porque la realidad lo muestra cruelmente todos los días) hasta donde nos trajo semejante delirio. Ese orgullo mal habido (que, en tanto es mal habido, no es orgullo sino petulancia y soberbia al pedo) nos hizo enfrentar estúpidamente con los vencedores.
El mundo tomó nota. Los EEUU, también.
La Argentina no sólo no tomó experiencia de la trágica mala lectura que había hecho de los acontecimientos internacionales sino que alzó la apuesta: ahora se proponía como líder iluminado de la vanguardia comunista. Encima lo intentó hacer con la cara cubierta, usando la jabonosa careta peronista para decir que no era lo que era y que no hacía lo que hacía.
Esa postura le cayó como anillo al dedo a una generación frustrada; una generación que había recibido los efectos residuales de los años de oro (aquellos en los que el país desentrañaba como nadie las conveniencias internacionales y el peso de los anglos) pero que, como consecuencia de haberse puesto en funcionamiento el modelo que se rebelaba contra el teorema, ya no generaba las condiciones para que la gloria heredada se multiplicara hacia el futuro.
Fue la generación del Che. Un conjunto de señoritos bien, de familias que habían entendido cómo debía leerse el mundo (y que, en consecuencia, les habían podido dar una buena educación) pero que ellos habían decidido desafiar obnubilados por la pasión de desconocer las verdades de sus padres y enceguecidos por un romanticismo de cartón que estaba enamorado de la humanidad pero en guerra con el hombre.
Los fracasos (usando siempre el nivel de vida como unidad de medida para saber si hay “fracaso” o “éxito) de los totalitarismos que perseguían imponer (en todos aquellos lugares en donde habían logrado imponerse) no solo no los convencía de que estaban equivocados sino que los enceguecía aún más en la persecución de una utopía violenta.
Por supuesto la profundización del desafío al teorema presidió todo este periodo de 80 años de decadencia y degradación.
Cuando imperaba el teorema (o al menos cuando no se lo desafiaba) la Argentina se codeaba con los grandes. Su PIB era mayor que el de toda América Latina combinada (incluidos Brasil y México). Al país llegaban inversores, brazos de trabajadores honrados, inventores, genios que se destacaban en la industria, en la agricultura, en las artes, en la cultura. La red ferroviaria argentina era una de las más extensas del mundo con 45 mil kilómetros de vías férreas. El país desarrollaba puertos que le permitían participar -él solo- del 3% del comercio mundial (esto significa que de cada 100 dólares que se comerciaban en el mundo entero 3 eran argentinos [hoy no alcanzan a 3 centavos de dólar, solo para tener una comparativa]). Buenos Aires era una capital cosmopolita, una de las primeras del mundo en tener trenes subterráneos que abarataban y facilitaban el trabajo de los ciudadanos…
En medio de esa abundancia alguien explicó que todo lo que había hecho el país hasta ese momento estaba mal, incluida la lectura de la realidad internacional. Entonces, entre otros disparates consistentes con él, disparó el desafío al teorema: ahora la Argentina probaría que un país podía rebelarse contra el peso del mundo anglo (especialmente contra los EEUU) y darle (precisamente por eso) un mejor nivel de vida a su gente.
Los abogados en un juicio oral cuando consideran que su caso ha sido probado y que ya no necesitan abundar con más pruebas dicen “la defensa (o la fiscalía) descansa”.
Mi relato en este momento podría terminar igual: “la realidad descansa”. Y descansa porque es tan evidente el desastre al que nos condujo ese ensueño soberbio y altanero que ya no se necesitaría ahondar más en las probanzas para que todo esto se archive en un deshonroso desván y se encare el regreso al imperio del teorema: “a mayor sintonía con el mundo anglo (especialmente con EEUU), mayor nivel de vida”.
¿Qué habría que hacer para restaurar rápidamente el regreso al imperio del teorema? Bueno, mucho de lo que está haciendo el presidente electo. Declarar que la Argentina está del lado de las democracias liberales y de Occidente. Qué honrará sus deudas. Qué se opone al autoritarismo y al comunismo y detener, ipso facto, el sonsonete comunista de que el comunismo no existe más, como repitió hace unos días (como no podía ser de otra manera) el ignorante “presidente” que el país se dio el lujo de tener hasta ahora.
Es curioso, porque Belliboni -el comunista garrapata, ladrón de los dineros de todos que asuela las calles de Buenos Aires- dijo que él, como es viejo, puede seguir diciendo que el “imperialismo” sigue existiendo (lo dijo en el contexto de defender los ataques de Hamas contra Israel). Ahora, los que decimos que el comunismo sigue existiendo, somos unos “anticuados que no entendemos nada”. Que el comunismo no existe más es, repito, uno de los éxitos mejor logrados del comunismo moderno.
A partir de estas definiciones iniciales, la profundización del regreso al teorema puede tener las dimensiones que cada uno imagine. Yo, por el solo hecho de joder y ver qué pasa, le ofrecería a Washington la instalación de una base propia con acceso soberano exclusivo en el lugar del territorio argentino que ellos elijan… Jajajajaj… ¿Qué creen ustedes que dirían los que hicieron eso mismo con los chinos? ¿O con los que ondeaban banderas cubanas en las escuelas chaqueñas? ¿Tendrían el tupé de esgrimir el “nacionalismo” y la “argentinidad” para oponerse a mi idea? Supongo que sí. “¡Vendido al oro yanqui!”, me dirán. Y ustedes -que no se vendieron sino que se “arrastraron” dando lástima- frente al supuesto oro comunista, ¿qué vendrían siendo?
No es muy difícil discernir lo que te conviene. Si realmente tu objetivo es el mejoramiento del nivel de vida de la gente, las cosas están claras. No hay más que mirar el mundo para darse cuenta.
Ahora si tu bandera en la superficie es mejorar el nivel de vida de la gente, pero en la profundidad lo que en realidad te mueve es el odio, la envidia, el resentimiento y -sobre todo y antes que nada- tus propios millones, es posible que tu mirada sea diferente. Si es así, tené los huevos que se precisan y decilo. Decilo de frente: “a mí el nivel de vida de ustedes me chupa un huevo, solo me mueven mis propias frustraciones, mis odios personales y, antes que nada, mi deseo de volverme millonario a como dé lugar”.