El hallarse situado en el medio de dos
supuestas fuerzas conscientes, creadora y dominadora una que quiere el bien pero
permite el mal, y maligna la otra, ya sea por naturaleza sádica o por apetecer
el poder (aunque el sádico es tal precisamente porque apetece el poder y somete
a los indefensos), destruyendo para lograrlo, hace que, en virtud del también
supuesto libre albedrío, se exija justicia. Es decir, que aquel que elige el
bien obtenga un premio o que aquel que hizo a medias el bien, pueda explicar las
maldades leves, y que aquel que ha elegido con potestad absoluta el mal, sea
castigado.
Aquí también se trata de una fijación mental de las
experiencias de la etapa infantil, extraídas del subconsciente en la adultez y
enfocada hacia el problema existencial radicado en la finalidad de la vida, en
este caso.
El niño que posee tendencias incontroladas, que no
distingue lo que es lícito o saludable de aquello que es ilícito o dañino, debe
ser constantemente corregido, encausado en el bien obrar mediante un premio o
castigo.
Luego los adultos que se portan mal, merecen también un
castigo y los buenos son bien mirados porque la marcha exitosa del proceso
hominal exige esto para no caer en la extinción de la especie, pues si
proliferaran los malos sin castigo alguno, dando ese ejemplo a los demás, pronto
la humanidad se autodestruiría. No ha sido necesaria la aparición de esta
tendencia filogenéticamente enraizada, como tampoco lo fue la aparición del
hombre sobre el planeta Tierra. No podemos saber (ni podemos rechazar la
posibilidad) si existieron o no miles de procesos vivientes semejantes al
hominal (aunque no necesariamente humanoides) en distintos puntos del Cosmos,
que fracasaron por no haber surgido en sus senos, mutantes con tendencia a
castigar a los desviados que atentan contra la perpetuación de la vida. Aquí, en
el planeta Tierra se dio esta suerte de comportamiento a la par de un conjunto
de elementos útiles a la supervivencia, como las creencias, y por eso estamos
aquí nada más.
Así como el primer paso, es decir con la organización social
que por naturaleza innata de sus individuos se tiende a castigar al malvado por
razones de supervivencia, quizás más efectivo en un mundo de oscuro
primitivismo, se avanza luego hacia otro paso en el sentido de proyectar las
ideas del premio y del castigo a la esfera de lo creencial.
Allí se añade otro motivo de interés vital, la razón del existir, la finalidad,
el premio, el bienestar total, el paraíso de los cristianos o el anonadamiento
total de los orientales.
El practicar el bien exige casi siempre un cierto sacrificio;
es más cómodo a veces obrar ilícitamente para obtener beneficios, a veces,
desconociendo las leyes y si se presenta la oportunidad, atacando, sometiendo,
matando, hurtando, engañando como ocurre en la ley de la selva; por ello el
continuar por el camino del bien posee el significado de una virtud que merece
una recompensa.
El interés prima siempre; todo acto humano obedece a un
interés en sí mismo, aun los actos altruistas, que a la postre apuntan hacia una
satisfacción propia, personal, de sentirse bien con la conciencia del deber
cumplido.
Todo aquel que sufre tribulaciones en la vida, piensa o
exclama ¡Qué mal habré hecho! Todo aquel que fenece antes de cumplirse sus
anhelos es motivo para que se comente: ¡Qué ingrata es la vida! Es porque
siempre se piensa en el castigo y el premio, fijación mental infantil infundida
por los mayores por causas filogenéticas.
El mecanismo es subconsciente; en todos los actos humanos se
piensa en una recompensa por el sacrificio. Si ocurre lo contrario, hay reacción
de enojo contra alguien o contra algo, aunque no se posea una fe firme en un ser
superior ni una idea clara al respecto y aunque no se crea en nada, siempre se
espera justicia en la vida; lo injusto desconcierta, confunde; aquel que en
lugar del beneficio anhelado, veladamente esperado, después de grandes
esfuerzos, recibe por el contrario un golpe adverso en la vida, queda perplejo
primero, luego le sobreviene la ira, el deseo de golpear contra algo, de
despotricar contra alguien, mientras el razonamiento se halla ausente en ese
momento. Aquel que sufre repentinamente un ataque de parálisis, aquel que se
entera de que padece de un mal incurable, el que pierde repentinamente a un ser
querido súbitamente en algún accidente, pasa por varios periodos psíquicos antes
de arribar a la etapa de la resignación como mecanismo compensador y una de
estas etapas es la de la irritación contra algo, el sentirse impotente ante lo
injusto de la vida, sobre todo cuando se había elegido la buena senda, esperando
inconscientemente una recompensa, un bienestar.
Esta creencia consiste también en un motor existencial, un
aliciente para emprender grandes o pequeñas empresas, aunque la recompensa
veladamente esperada no llegue nunca.
Para el guerrero que lucha por un establecimiento del
orden, de una paz duradera, para resarcir el honor mancillado de una nación,
para implantar un nuevo régimen, etc., al mismo tiempo, su meta se halla
embriagada por la fe en una recompensa justa. A su vez, el enemigo también puede
luchar por loables propósitos que él juzgará como justos a la espera de un
premio.
También aquel que educa lo mejor que puede a sus hijos, a la
espera de la recompensa de obtener descendientes ideales, por amor a ellos y por
amor a sí mismo, para sentirse reconfortado con la conciencia del deber cumplido
en la vida, se abraza a una misión para satisfacer sus anhelos.
De esta manera, lo fatal, el accidente, la sinrazón universal
es soslayada con la fe, la esperanza de justicia en una existencia que consiste
en navegar entre dos polos: el bien y el mal que de ningún modo son entes
(dioses buenos, dioses malos o demonios) sino simplemente creaciones mentales
que explican a su manera las buenas y malas conductas de los hombres y… de
algunos animales que, en sí, no tienen la culpa de ser dañinos.
Ladislao Vadas