Es lógico y entendible que los cambios empiecen reemplazando a uno. Es más sencillo y hasta más simbólico cambiar a uno que cambiar a cientos. Mucho más cuando ese cambio se produce en lo que todo el mundo entiende es la cima del poder: la presidencia.
Pero ese cataclismo no es suficiente. Más allá de lo fuerte que sea la señal de un viraje indudable en la forma de conducir y entender el Estado, el trabajo no estará completo hasta que los efluvios de esa explosión en la cúspide no bajen a los cimientos de la pirámide, allí donde aún hierve el caldo del Antiguo Régimen.
La Argentina está entrando ahora en un periodo caracterizado por una profunda discordancia: por un lado la innegable voluntad de cambio votada por la sociedad en una proporción contundente que llevó a Javier Milei a la presidencia y, por el otro, la permanencia en el Congreso de representantes de las ideas que el pueblo rechazó.
Ese dato de la realidad no es ni raro ni inexplicable. Encuentra su justificación por un lado en lo que la Constitución busca (que los representantes del pueblo no sean la consecuencia de un arrebato temporal que tiña de un solo color a todos los poderes del Estado) y, por el otro, en el abuso que la clase política ha hecho del sistema político y de la maquinaria electoral.
Si bien es cierto que la Constitución estimula la representación variopinta de las ideas que existen en la sociedad (para lo cual divide los turnos electorales y las porciones de las cámaras del Congreso que se renuevan en cada elección) lo cierto es que la malicia de la política en general y del peronismo en particular han forzado el sistema para que, mientras a la gente le parece que está eligiendo, lo que en realidad sucede es que está convalidando lo que previamente eligió una cúpula.
Esa cúpula toma esas decisiones de acuerdo a SUS intereses, no de acuerdo a los intereses del pueblo.
De modo que, con los años, lo que se ha ido perfeccionando aquí es una gran mascarada que detrás de las formas democráticas esconde un sistema que -valiéndose de las formas democráticas- en realidad conforma un molde que solo le conviene a una minoría privilegiada.
Eso debe cambiar rotundamente para evitar que incrustaciones de intereses particulares obturen la marcha de las transformaciones.
¿Cómo cambiarlo? Pues encarando una profundísima reforma política que descentralice completamente el poder y haga bajar lo más cerca del ciudadano común el poder de las decisiones.
El poder debería construirse nuevamente, de abajo hacia arriba, desde las intendencias hasta la presidencia.
En ese sentido sería muy interesante que el nuevo gobierno estudie los modelos que se aplican en Suiza o en varios Estados de Australia y en muchos condados de los Estados Unidos en donde es la gente la que de hecho gobierna.
Allí pueden aportar mucho los trabajos de Andrés Braun y Alejandro Cabrera, por ejemplo. (“Nosotros, la gente” Editorial El Emporio, Cordoba, 2020. Aquí cito un párrafo paradigmatico: “Una caja de herramientas para administrar el conflicto: las técnicas que resuelven la incapacidad argentina para tomar decisiones en grupo. “Nos: los representantes” eran los enviados de los incipientes gobiemos de provincia que siguieron al virreinato Esos caudillos y sus milicias irregulares ya no existen. Sus herederos: la actual dirigencia política; los intermediarios: son los responsables de este estado de situación. Esta verdadera partidocracia gobierna de espaldas a la voluntad popular Hoy el pais ya cuenta con una ciudadania capaz de dase un gobiero a sí misma Ya es hora!)
Resulta obvio que el sistema de listas sábana (tanto horizontal como vertical) debe ser abolido y los aspirantes a diputados y senadores deben surgir de un proceso de selección social y no política que involucre a los ciudadanos como si se tratara de los copropietarios de un consorcio. De ese modo el representante será realmente un “representante”.
Esto no contradice la idea original de la Constitución de intercalar elecciones para evitar la tentación aluvional del “voto moda”, pero quizás en una segunda etapa, deba apuntarse a un periodo presidencial más largo con una elección de medio término cada tres años y no cada dos.
Resulta increíble cómo, con el paso del tiempo, se reivindica aún más la sabiduría de la Constitución de 1853 y la insigne burrez de la reforma del ‘94, que prácticamente le entregó la elección del presidente a la provincia de Buenos Aires y refrendó muchas de las peores mañas de la política.
Si esta reforma profunda que penetre en los cimientos de la podredumbre no se encara, los cambios que en el área económica y de la burocracia del Estado pueda hacer Javier Milei corren el riesgo de terminar como terminó el proceso de transformaciones de los ‘90: derrotado por el caldo vivo de los intereses de la nomenklatura inservible que solo es útil para encontrar maneras de prorrogar la parasitosis.
No sé si el Presidente electo tiene un equipo de “segunda generación” trabajando en esto, pero si no lo tiene es urgente que lo conforme.
El avance y concreción de una reforma que progrese en ese sentido, será el reaseguro que el país precisa para que nunca más regrese la cleptocracia de unos pocos que, trabajando siempre para ellos, han llevado al país al ruinoso estado en que lo dejan.