Javier Milei solía decir en sus giras de campaña que él no venía a guiar corderos sino a despertar leones…
Nunca engañó a nadie. Desde que se presentó en la escena pública siempre repitió lo mismo: en los países libres son las personas las que arreglan sus problemas; la diferencia con los países oprimidos es que en estos los gobiernos no dejan que lo hagan.
Ayer en su discurso inaugural el presidente trazó una descripción bestial de lo que recibe de 20 años de populismo exacerbado.
Y digo “exacerbado” simplemente para dejar en claro que la noche kirchnerista no fue otra cosa más que la profundización irracional de otros 80 años de sinsentidos anteriores que habían bajado a la Argentina del top cinco mundial a la bajeza de codearse con los más menesterosos de la Tierra.
Ese barro insidioso no fue gratis. Esa insistencia en el error terminó por quebrar al país, terminó por arruinar a los argentinos… “Nos arruinaron la vida”, dijo el Presidente.
Los desequilibrios económicos son, con todo lo dramáticas que sonaron las palabras de Milei en ese terreno, apenas una pizca del problema mayor.
Los valores de la honradez, de la rectitud y de la corrección fueron bullyados durante décadas a tal punto que muchos honrados, rectos y correctos se preguntaban si no estarían realmente equivocados.
El embate fue tan enorme, tan monstruoso, que llevaron a mucha gente a creer, efectivamente, que lo siempre había estado mal en realidad estaba bien y que lo que siempre había estado bien en realidad estaba mal.
Fue una guerra cruel y despiadada contra lo bueno, lo ponderable y lo meritorio.
Es precisamente ese costado inasible, jabonoso, insusceptible de ser bajado a números concretos, lo que más trabajo va a costar recomponer.
La reversibilidad de lo económico dependerá de las buenas medidas y de la paciencia del pueblo para soportar el último coletazo de la maldad peronista que se verá con toda su intensidad ahora.
Pero el arreglo de la mente, el hacer que los argentinos vuelvan a razonar bien, en base a patrones consistentes con el mundo moderno, demandará años.
El capitalismo es tan maravilloso que va a resolver las carencias materiales más rápido. Serán años duros, si duda, los que medien de aquí al próximo Mundial (por traer a colación un evento que los argentinos valoran tan apasionadamente). Pero luego el funcionamiento de un orden económico sano comenzará a producir efectos algorítmicamente geométricos que empezarán a recuperar años perdidos y decenas de escalones descendidos en la tabla de posiciones mundial.
Es posible que la hipocresía oculta en muchos haga que esos resultados materiales ayuden al arreglo de los valores profundos y al cambio definitivo de la mentalidad.
Pero no hay dudas que la perdurabilidad de los cambios y el asentamiento final de un sistema como el que opera en los países avanzados dependerá de que, efectivamente, esos valores de base cambien para siempre.
El costado positivo de este capítulo que se abrió ayer es que parece ser que esta vez hay millones de argentinos dispuestos a bancar la que venga para sostener este cambio de rumbo.
Argentinos que comprendieron finalmente que el espacio de la magia terminó y que no se puede vivir en un país imaginario relatado por una legión de ladrones.
Sin dudas habrá intereses fortísimos decididos a hacer lo que fuera necesario para evitar que se desmonte el sistema que les permitió vivir como privilegiados durante prácticamente toda su vida.
Será en ese momento donde deberá salir a flote el temple de los que sostuvieron este cambio para derribar a esos dinosaurios supervivientes.
Ese será el apoyo que necesitará el Presidente. Es cierto que muchas de las reformas precisan contar con los votos en diputados y senadores. Pero parte de la justificación que tuvo el discurso inaugural en las escalinatas del Congreso es justamente haberle contado a la gente, de frente y mirándola a los ojos, la titánica tarea que hay por delante.
Ese compromiso es el que deberá renovarse cuando la nomenklatura privilegiada intente bloquear los cambios.
El nuevo Presidente nunca estuvo en el Estado. Ese es su principal activo. Este sí que es “uno de los nuestros” porque comparte con nosotros el simple hecho de haberse ganado la vida en el sector económico en donde si no servís, si no sos bueno en lo que haces, si no satisfaces alguna de las demandas del prójimo, te quedas en la calle.
Esa lógica es completamente nueva en la Casa Rosada. Allí habitaron seres que tenían una desconexión superlativa con la realidad, personas que vivían por el principio que, hicieran lo que hicieran, las consecuencias de sus errores las pagarían otros, no ellos.
El Presidente comparte con nosotros el principio de vida contrario: nos irá en la vida más o menos de acuerdo a lo que hagamos. Ese solo hecho ya nos debería colocar en la vereda de la empatía con él.
Los argentinos han canalizado muchas veces sus frustraciones y sus más oscuros pensamientos por la vía de la bravuconada barata y -en más ocasiones de las que hubiese sido saludable- de la violencia física.
Toda esa prepotencia debe ahora transformarse en bravura, en temple para salir del más profundo de los precipicios y alcanzar una vez más, la gloria de la prosperidad. De eso depende que lo que comenzó ayer sea una era y no un paréntesis. Una realidad nueva y no una pausa en el infierno acostumbrado.
Aquel espíritu indomable, tantas veces elogiado en nuestros seleccionados de fútbol, debe ahora aflorar en la vida real con la firmeza y la convicción de que, sin libertad, nada vale la pena y de que la postración pobrista no la queremos nunca más.
¡Salud, Presidente Milei! ¡Y que las Fuerzas del Cielo bendigan a los argentinos!