¿Que es una Constitución, después de todo? Una Constitución no es otra cosa más que un manual de instrucciones; un instructivo sobre cómo manejar un país.
Siguiendo esta definición parecería que cualquier pueblo podría funcionar igual que otro si ambos siguen el mismo manual de instrucciones: después de todo, en esa interpretación, no habría más que acudir a la Constitución cada vez que asalte la duda o el “olvido” para ver cómo se debe proceder.
Es lo que ocurre con cualquier artefacto en donde -más allá de que hoy se ha impuesto bastante la onda “intuitiva” inaugurada por Apple en sus dispositivos (célebres porque, justamente, nunca vinieron con un manual de instrucciones)- es común que desde un auto hasta una heladera, el dueño disponga de esa ayuda en caso de alguna duda o inconveniente.
Si las sociedades funcionaran como los artefactos el experimento podría replicarse sin problemas.
La cuestión es que las sociedades no son artefactos y, en ese caso, miles de factores “extra mecánicos” entran a jugar en la ecuación.
Cuando entre principios y mediados del siglo XIX los países de América Latina fueron ganando su independencia, el faro resplandeciente del modelo norteamericano iluminaba con progreso y bienestar a un mundo que, aún en los países que habían sido tradicionalmente los líderes del mundo (los de la vieja Europa, claramente), se caracterizaba más por la pobreza y el estancamiento que por la modernidad, la inventiva y el dinamismo.
Esa luz llevó a muchos a creer que, tomando el “manual de instrucciones” norteamericano, el modelo iba a clonarse casi naturalmente en las ex colonias hispanas en América.
Por eso la mayoría de los países de la región copiaron la ingeniería básica del poder de la Constitución de las EEUU: la división de poderes, el presidencialismo, el Congreso dividido en cámaras y la justicia independiente.
Es cierto que muchos de ellos, quizás porque advirtieron aquella diferencia entre los artefactos y los hombres, introdujeron elementos locales que desfiguraron en algo el manual de instrucciones.
Solo un país, después de padecer años de tironeo entre la anarquía y el despotismo, se animó a decir, con todas las letras, que la Constitución que se disponía a poner en vigencia “estaba vaciada en el molde norteamericano” (Diputado Constituyente José Benjamín Gorostiaga, Santa Fé, 1853). Ese país fue la Argentina.
Ayudado por una élite política que no solo comprendía el texto de la Constitución de los EEUU sino que tenía una visión global del contexto, el país ordenó rápidamente su funcionamiento institucional y el marco de seguridad jurídica atrajo un flujo humano, comercial y de inversiones que dio vuelta lo que era un desierto y lo convirtió en una de las naciones más desarrolladas del mundo.
Después de todo, parecía que los pueblos podían llegar a comportarse como un artefacto si tenían buenos intérpretes del manual de instrucciones.
El tema es que los intérpretes se fueron muriendo. Parte de su descendencia había muerto también en la Guerra del Paraguay y otra parte había decidido desentenderse de las cuestiones políticas y públicas porque habían encontrado en sus viajes a Europa placeres mucho más saludables que los que brindaba el sacrificio del servicio público.
Como consecuencia de todo ese proceso típicamente humano y ajeno a la mecánica de los artefactos, fue emergiendo hacia la superficie el sustrato aún vivo de las tradiciones, las creencias, los temores y las ideas atávicas que el proyecto de 1853 había logrado enterrar bajo el incontrastable hecho de los resultados.
Las sociedades podrán ser muy humanas y completamente distintas de los artefactos pero no son idiotas: mientras el modelo rindiera las tradiciones podían esperar.
El problema surgió cuando los resultados materiales tambalearon. En ese momento crucial, la Argentina se encontró frente a un choque de planetas que se confabularon para que todo el experimento se fuera al mismísimo diablo.
Por un lado, las condiciones internacionales de holgura y de alianza comercial privilegiada con Gran Bretaña se resquebrajaron porque dado el crack bursátil de 1929, el Reino Unido priorizó el comercio con los países que integraban su propio Commonwealth en detrimento de la Argentina.
Por el otro, internamente, el país había perdido a los intérpretes de la Constitución, a los que no solo entendían lo que estaba escrito allí sino que entendían su contexto y su espíritu, porque, por su educación, no eran autóctonamente “argentinos” sino que eran lo que hoy en día llamaríamos “ciudadanos globales” porque tenían una perspectiva que no derivaba únicamente de la cultura y de las tradiciones nacionales sino que se habían empapado de otros patrones culturales.
En ausencia de esa élite, la dirigencia que debería haber ido al manual de instrucciones para ver qué debía hacerse en esos casos, prefirió refugiarse en el sustrato cultural enterrado por la generación del ‘53 pero que seguía allí adormecido, latente y al acecho, esperando para regresar.
Si en lugar de explicarlas como un manual de instrucciones, entendemos a las constituciones de los países como respuestas jurídicas a los que los países creen son sus principales problemas, quizás podamos empezar a entender porqué el documento “vaciado en el molde norteamericano” terminó fracasando en la Argentina, a pesar de que el original, más allá de enfrentar desafíos incluso mucho mayores a los argentinos, nunca falló.
El gran temor de la sociedad norteamericana previo a la Constitución de 1787 era el despotismo, no la anarquía. De hecho la independencia de las colonias se produjo por una rebelión contra lo que los colonos entendían era el ejercicio de un poder impositivo despótico de la Corona Inglesa. La articulación pacífica de gobiernos más o menos autónomos nunca fue un problema para ellos que, desde el inicio, se constituyeron como 13 comarcas “independientes” aunque con un común sentido de pertenencia y coordinación.
El gran temor de la sociedad argentina previo a la sanción de la Constitución de 1853 no era -pese a la sangrienta dictadura rosista- el despotismo sino la anarquía.
La Argentina nunca pudo hacer funcionar de manera armónica una federación de comunidades autónomas, siempre aspiró a constituir una unión fuerte con un Estado Central que de orden y organización.
El propio Alberdi confesaba que la Argentina necesitaba “reyes con el nombre de ‘presidente’”.
El temor a la desintegración superaba la aspiración de construir un modelo maleable que pudiera funcionar acompasadamente sin la necesidad de que existiera un capitoste que trajera disciplina.
Cuando los acontecimientos negativos acecharon, los viejos temores renacieron. De hecho a un grupo de iluminados lo primero que se le ocurrió en 1930 fue romper la Constitución en lugar de ver lo que ella tenía para decirles.
Ese divorcio entre lo que la doctrina llama “Constitución formal” y “Constitución material” fue ganado (cuando la coexistencia entre ambas se hizo imposible) por la Constitución material, por aquella que respondía a aquellas tradiciones atávicas que estaban adormecidas pero que se despertaron con todas sus fuerzas cuando los vientos vinieron de frente.
Otros países de la región no necesitaron de la adversidad económica para dirimir el partido entre Constitución formal y Constitución material: desde el arranque nomás, pese a la “cosmética norteamericana” habían decidido hacer prevalecer sus costumbres y tradiciones por sobre la modernidad de los nuevos institutos. No fue extraño, entonces, que ninguno de ellos, hubiera podido disfrutar, ni siquiera durante algún lapso corto, de las bondadosas consecuencias del “manual de instrucciones”.
El presidente Milei tiene toda la intención de restaurar la vigencia completa del manual de instrucciones. No solo eso. Se propone construir un modelo jurídico inferior completamente compatible con el manual de instrucciones y derogar todo lo que lo contradiga. Es una aspiración ciclópea. Pero, con frialdad, la única que puede darle al país un futuro holgado y venturoso.
El problema es que los países no sólo no son “fríos” sino que “al calor” de determinadas formas de organizarse le pueden dar a vastos grupos sociales privilegios y riquezas que están completamente vedados para el resto.
Cuando esos sectores se acostumbran a esas “facilidades” generan intereses fortísimos que reniegan de toda reforma que les saque los yeites que, con muy poco esfuerzo, les permite vivir como reyes.
Cuando apoyados en eslóganes nacionalistas, demagógicos y populistas han logrado conquistar la mente de muchos sectores sociales que están dispuestos a vivir peor con tal de no dar el brazo a torcer frente a lo que consideran un modelo “extranjerizante” se conforma una alianza entre privilegiados e idiotas útiles que es muy difícil de romper.
La única manera de romperla es que el modelo empiece a producir resultados (como los produjo el “manual de instrucciones norteamericano” a partir de 1860) para que la evidencia sea tan demoledora que pulverice toda resistencia “cultural”.
Creo que el presidente está en ese camino. Voy a dar un solo ejemplo bien conectado con lo que está pasando ahora entre el Poder Ejecutivo y las provincias para tratar de ser más claro.
Frente a las estrecheces ecoinómicas que aparecen, Milei les dice a los gobernadores “este es un país federal: vean como hacen ustedes para arreglar sus problemas”. Y los gobernadores le contestan: “este es un pais federal: el gobierno central nos tienen que socorrer solidariamente”. Perfecto ejemplo del choque entre la Constitución formal y la Constitución material. Dos mundos, dos cabezas diferentes.
Es paradójico, pero la historia dice que los argentinos de aquella época llamaban al dictador Rosas “El Restaurador de las Leyes” porque veían en él al hombre fuerte que trearía el orden aunque fuera al precio de la sangre de muchos.
Hoy en el otro extremo del péndulo, Javier Milei es una apuesta a restaurar la plena vigencia de la Constitución formal. Y no solo eso, sino a volver a hacer que convivan la Constitución formal con la material.
Es una tarea titánica. Solo el tiempo y la paciencia de los que lo apoyan tienen la respuesta respecto de si el presidente podrá o no alcanzar el éxito en su tarea de restauración.