Cuando la acción política se circunscribe a un debate interminable sobre las teorías “ilustradas” de quienes construyen su poder a través de la desinformación, la sociedad queda atada a una perniciosa vocación “regeneracionista”.
Algo de eso volvió a poner en escena en estos días la flor y nata de los resentidos que no terminan de aceptar que la irrupción en la vida pública de quienes empuñaron las armas contra el gobierno de los 70, llevaba como objetivo final la destrucción de la democracia republicana a todo evento.
Esto no justifica aceptar, por supuesto, los excesos cometidos por las fuerzas armadas para “suprimir” a los cabecillas de la progresía fanática y desviada de entonces, que sigue alimentada por una suerte de “alivio del luto”, como diría Savater, buscando reafirmar sus chamuscados principios revolucionarios rindiendo homenajes tendenciosos a supuestos “héroes”, detestables desde el punto de vista del sentido común.
Porque la cuestión que deberíamos aceptar es que la democracia debe ser cambiada o mejorada siempre “desde adentro”, ya que ha quedado probado que no existe otra política disponible mejor para el desarrollo armonioso de una sociedad.
No obstante ello, son miles las fechorías que se han cometido y se siguen cometiendo en nombre de unos supuestos derechos humanos tendenciosos y arbitrarios, cuyos militantes -que en una gran mayoría no conocen más que de oídas lo que ocurrió en el pasado-, siguen comportándose de modo enfervorizado y violento, manteniendo un punto de referencia basado en los relatos que mejor satisfacen sus ansias de rebelión contra un orden establecido al que desean poner de rodillas.
Nuestra sociedad, como muchas otras, ha levantado monumentos ideológicos a muchas abstracciones en cada oportunidad en que ha querido rebelarse contra dicho orden, estropeando la legitimidad de reclamos que no justifican que debamos vivir a perpetuidad en una suerte de ley de la selva.
Porque la verdadera justicia es aquella que busca paliar cualquier exceso, y ello es válido también para quienes no terminan de aceptar que ello significa reivindicar la vigencia de una igualdad axiomática para todos los ciudadanos por igual.
El bochinche, las pancartas, los grafitis no mejoran en absoluto la jerarquía de quienes pretenden dictaminar en cada caso qué es lo más justo según su punto de vista, despreciando la voluntad de los que pretenden, con toda razón, que la exigencia de cualquier memoria debería basarse en una adecuada “educación democrática” respecto del pasado, desterrando los detestables toques a rebato y las falacias de ciertas minorías trasnochadas.
Hay un aspecto muy importante de la libertad, que supone librarse de cualquier coacción injusta y resistir las restricciones paternalistas o populistas que solo buscan convertir al individuo en una simple “pieza para armar”, sin derecho a ejercer sus discrepancias.
Que los “desaparecidos” de los 70 hayan sido 30.000 o 7.000 – cifra más acorde con las estadísticas habidas-, no cambia el hecho de que nuestra sociedad se vio enfrentada por el fanatismo de quienes se disciplinaron detrás de códigos guerreros que solo lograron sembrar de muertos el escenario del territorio nacional.
Los grandes desafíos del presente son otros, y ninguna apelación maníaca y parcial de la historia pasada puede reemplazar la necesidad de reconstruir el sufrimiento provocado por un militantismo adocenado, que pretende mantener la vigencia de ideas incompatibles con la libertad de pensamiento.
A buen entendedor, pocas palabras.