¿Ante que está la Argentina? ¿Ante la descomposición final de un sistema o ante el colapso al que un conjunto de delincuentes sometió a una idea que, de no haber sido por eso, sería brillante?
Las respuestas que demos a estas dos preguntas nos aclararán el escenario sobre dónde está parado cada uno de nosotros frente a la coyuntura que el país enfrenta.
Naturalmente la obscenidad kirchnerista presenta las razones y las evidencias suficientes como para dar argumentos a quienes creen que lo que el país sufrió (o sufre) es la consecuencia de un desmadre corrupto sin límites que convirtió al Estado en un relajo al servicio de los bolsillos de una familia y sus secuaces.
Ese escenario no es falso, digámoslo de entrada. En efecto, la banda de delincuentes llegada desde el Sur (a la que algunos ya tenían identificada desde antes del 25 de mayo de 2003 y a la que otros le creyeron al principio, llegando en muchos casos a embelesarse con ella) perforó las fronteras -que, a esa altura, ya estaban muy podridas- de la corrupción estatal en la Argentina y la expandió hasta llevarla a profundidades nunca antes conocidas, abarcando todos los rincones de la vida argentina y descomponiendo patrones morales que hasta ese momento nadie se había atrevido a desafiar.
El kirchnerismo fue una gangrena que estropeó todo lo que tocó, que arruinó la mente argentina y que cambió los patrones del bien y del mal.
De modo que quienes se sienten tentados a responder las preguntas iniciales asegurando rotundamente que el país fue víctima de un apellido malsano que descompuso las bases de la mismísima moralidad nacional, tienen allí un punto a su favor.
El tema es que la presencia de ese conjunto de forajidos que se hizo cargo del Estado hace 20 años, contó con la invalorable colaboración de un sistema que no solo permitió su llegada sino que tenía, desde antes, todas las herramientas que los delincuentes necesitaban para producir el estropicio que produjeron.
Si bien es cierto que la calamidad kirchnerista se debió a la decisión de personas que se adueñaron del Estado para fines personales sin que les importara ningún límite, también es cierto que si el Estado hubiese tenido otra configuración es muy posible que los argentinos nunca hubieran visto, ni de cerca, un fenómeno como el kirchnerista apropiarse del poder.
Entonces, es más factible que el país tenga un problema con el tipo de sistema que lo gobierna antes que con las personas que se sientan en los sillones del Estado. Más allá de que el kirchnerismo haya sido efectivamente una organización criminal privada que se instaló en el sector público para robarlo, lo cierto es que de haber tenido la Argentina otra configuración jurídica, esa banda nunca habría llegado al poder.
Esa postura frente a los interrogantes iniciales nos permite entender, incluso, ciertas reacciones del presidente que, de tener otras posturas, no entenderíamos o incluso ni siquiera aceptaríamos.
Obviamente Milei es el capitán del equipo que cree que el país es víctima de un sistema y no de unas personas determinadas. No niega que ademas de un sistema que no funciona tuvo la desgracia de caer en manos de gente sin ningún tipo de escrúpulo. Pero sostiene que la llegada de esa gente al poder y que la posibilidad de hacer lo que hicieron se las dio un sistema que era previo a ellos y que, por lo tanto, es el verdadero huevo de serpiente que hay que desarmar.
Contrariamente, los que aquí podríamos llamar “intelectualidad”, cree que el núcleo fundamental del orden jurídico argentino es correcto y que lo que ocurrió fue que el país tuvo la mala fortuna de ser administrado por ladrones que arruinaron las buenas intenciones con las que aquel orden fue legislado.
Frente a esto habría que anotar una primera obviedad. Si bien, como dijimos, el kirchnerismo rompió todos los moldes de la delincuencia publica y de la inmoralidad, la Argentina viene teniendo esa “mala suerte” hace muchísimos años. Ese dato es llamativo de por sí: ¿cómo puede ser que estemos enfrente de un sistema perfecto pero que tengamos, hace casi un siglo, la mala fortuna de que los destinos públicos caigan en manos de malandras? O bien la Argetina tiene una particular tendencia al malandraje (lo cual no sería del todo descartable), o bien el hecho es por demás llamativo.
¿No será que el sistema creado por el orden legislado no es tan perfecto? O incluso más: ¿No será que, no solo no es perfecto, sino que es el más sofisticado llamador de delincuentes?
El presidente Milei sostiene esto último: hay una anomalía sistémica en la Argentina; no se trata solo de cambiar las personas que administran la cosa publica: hay que cambiar el orden jurídico que la regula para que nunca más pueda ser copada por una banda de fascinerosos o, ni siquiera, por un conjunto de vivillos que se aprovechen de los ciudadanos.
Este es el choque de civilizaciones al que la sociedad está asistiendo como espectadora. Eso explica también que el presidente haya concitado, en su momento, el favor de muchos de los que hoy lo miran con pavura.
En aquellos momentos las coincidencias se daban porque, tanto los que consideraban que el problema del país era básicamente la banda de delincuentes que lo gobernaba, como Milei -que entendía que lo que había que cambiar era el sistema de raíz-, convergían en el punto de acuerdo que había que retirar al kirchnerismo del gobierno.
Pero una vez conseguido ese objetivo aparecieron las diferencias que ahora están saliendo a la superficie entre los que querían deshacerse del kirchnerismo aun al precio de Milei y Milei que no solo quería deshacerse del kirchnerismo sino del sistema que lo hizo posible.
Milei encarna un contrasistema: el paso del orden jurídico estatista e intervencionista al orden jurídico civil y permisivo.
La Argentina tiene 10 generaciones educadas bajo el orden jurídico estatista e intervencionista. La vigencia de ese orden generó una especie de segunda naturaleza en la menta argentina consistente en razonar a partir de ciertas premisas que se dan por descontadas porque ese es el mundo en el que nos criaron. Nuestras respuestas y reacciones están condicionadas por ese orden.
El famoso “no la ven” hace alusión en parte a eso: hay gente que no puede ver porque sus ojos fueron entrenados para mirar el mundo a partir de premisas que consideran derivadas poco menos que de la mismísima naturaleza.
Cuando alguien se planta y dice “lo que ustedes creían que era una heladera en realidad es un elefante”, la gente lo mira azorada sin poder creer lo que escucha.
La caparazón estatista de la mentalidad argentina está formada por duras capas de hormigón fraguado consistentemente con el correr de las décadas. Abrir ese bunker constituye una tarea ciclópea. Incluso personas que estarían dispuestas a jurar que no tienen un gramo de estatismo encima, están contaminadas por él.
El presidente podrá tener buenos o malos modales y los que los que lo critican buenas o malas intenciones. Pero lo que aquí hay es un choque entre dos cabezas muy distintas.
Se trata de algo parecido a lo que sucede con las “cabezas norteamericanas” y las “cabezas europeas”: ambas pueden compartir un set de valores comunes que hace que se junten cuando una amenaza disparatada los ataca (el nazismo, el fundamentalismo islámico, el terrorismo, etcétera). Pero, por lo demás, la concepción del mundo de unos y otros es muy diferentes y tanto a unos como a otros les parece que, cuando el otro se expresa o revela sus preferencias, están escuchando a un loco o a un extravagante.
Esa es la entidad de la divergencia que aparece hoy en la Argentina: los que, por un lado, creen que el orden jurídico del Estado de Bienestar es correcto y solo hay que vigilar que no caiga en manos de pistoleros; y, por el otro, los que creen que el problema con el Estado de Bienestar ES el Estado de Bienestar y que mientras el orden jurídico que lo impuso no sea removido no solo no se solucionarán los problemas de la Argentina, sino que el país no hará