“Who’s the Boss” fue una miniseria americana de las décadas de los ’80 y ’90 en la que los protagonistas principales eran un hombre retirado de la práctica activa del beisbol y una mujer de nogocios que trabajaba en una agencia de publicidad en Manhattan. Obviamente, la inversión de los clásicos roles familiares es lo que le da trasfondo a la serie, siendo ellos la fuente de innumerables situaciones de vida que los personajes recrearon para la TV entre 1984 y 1992. El mismo título, quizás, sea aplicable a la política argentina, más de 30 años después.
El último análisis político que hicimos en estas columnas fue el jueves 1 de agosto por la mañana, unas diez horas antes de que hablara Macri en La Boca en ocasión de su presentación como nuevo presidente del PRO.
En esa columna no éramos muy optimistas respecto de lo que el ex presidente fuera a manifestar sobre sus conversaciones con el presidente Milei. Bueno, error. Macri fue bastante explícito en sus comentarios. Dijo que el respeto, el reconocimiento y el afecto mutuo es lo que caracteriza su relación personal con el presidente pero que lo que el PRO había podido colaborar hasta ahora no había sido gracias sino a pesar de su entorno, marcando una diferencia trascendental entre lo que son las conversaciones uno a uno con Milei y lo que luego podrían ser los intentos de bajar a los hechos lo que ellos conversan.
Macri avanzó más allá en varias apariciones públicas que tuvo luego de su presentación en La Boca. En ellas identificó por nombre y apellido a Santiago Caputo como el responsable de que las ideas que él le aporta al presidente, no avancen.
Son ideas, según Macri, que se ofrecen para acelerar los tiempos de implementación de las cosas que hablan con Milei.
Hasta allí la imagen que uno tiene, entonces, es que Milei y Macri acuerdan llevar adelante una estrategia para que las medidas en las que están de acuerdo pasen al campo de las materializaciones rápidamente y que, cuando llega la hora de hacer las cosas que hay que hacer para que se concreten, el entorno presidencial las entorpece. Esta es la visión que trasmitió Macri. El presidente no habló en públco del tema ni posteó nada al respecto.
El ex presidente avanzó públicamente enumerando algunas de aquellas áreas. Habló de las dependencias que siguen en “manos de Massa y del gobierno anterior”; de las empresas públicas cuya privatización o cierre se hace esperar demasiado (en este rubro señaló con nombre y apellido a Aerolíneas Argentinas); de los procesos de licitación que no se ponen en marcha (como el de la hidrovía) y de áreas completas de la administración cuya fluidez parece estancada, como la AFIP, transportes y vialidad.
Si bien la referencia a Caputo fue concreta no hay que pensar demasiado para detectar en ese círculo áulico que rodea al presidente a su propia hermana, Karina Milei. El tema es que el propio jefe de Estado dice públicamente que la verdadera “jefe” de todo es Karina, no él.
Si eso es así, está claro que nada de lo que el presidente hable o acuerde con Macri -o con quien sea- tendrá andamiento alguno si no cuenta, también, con el aval de Karina.
Hay, en efecto, una serie de acontecimientos que parecerían probar esa preponderancia. Sobre todo en las cuestiones políticas que hacen al manejo del gobierno (el área económica es otra cosa y allí sí el presidente parece tener el manejo completo de las variables). Así, la intromisión de la hermana presidencial en temas relacionados con la política exterior, con el manejo legislativo de algunas iniciativas y con la conformación de la administración es bien evidente.
Macri dice que nunca tuvo la oportunidad de hablar en privado y a solas con Karina. Cuenta que las veces que la cruzó ella siempre estaba acompañada por alguien o siendo parte de un grupo en donde había más personas. El ex presidente dice no tener ningún problema con ella y también desconoce cualquier razón que Karina pudiera tener para tener algún problema con él.
El solo hecho de que estemos hablando en estos términos (dignos de “Intrusos” o de Ángel De Brito) para comentar cuestiones que hacen o podrían hacer al éxito de la gestión de un gobierno, explica por sí mismo los lujos que, bajo todo gobierno, se da la Argentina.
En efecto, supeditar la posible aceleración de los cambios en la Argentina a una cuestión que parece tener más que ver con desavenencias de peluquería que con grandes discusiones de estadistas, es un lujo que el país no está en condiciones de darse. Máxime cuando del otro lado solo se espera una debacle para, rápidamente, producir una nueva unión del colectivismo para avanzar sobre el poder.
Si LLA tuviera el volumen humano y de cuadros profesionales suficiente como para llenar todos los puestos de la administración y hacer pesar el peso de su triunfo no solo en el Poder Ejecutivo sino en el lugar que tiene la facultad de hacer las leyes que implementen el cambio, entonces no cabría ninguna duda de que el presidente, su hermana o quien ellos designen, tendrían la facultad de mandar a callar la boca a quien pretenda aleccionarlos (o incluso ayudarlos).
Pero cuando una fuerza política está rodeada por la orfandad y a ocho meses de iniciar su gestión tiene, en los sillones de los cuales depende que sus ideas avancen o no, a los que responden al enemigo (sí, sí, dije “enemigo”), entonces la capacidad de cerrarse sobre un círculo pequeño y rechazar las contribuciones que podrían ayudar a liberarse del lastre kirchenrista no tiene explicación.
Cualquiera podría argumentar -con razón- que el rey del gradualismo no está en posición de exigir rapidez. Es cierto: en un sentido estricto constituye toda una paradoja que Macri -el presidente que frenó el ritmo que probablemente él mismo quería imprimirle a las reformas por una cuestión de “prudencia”- venga ahora a reclamar que las cosas se hagan rápido, parece un chiste.
Pero hay una explicación: el estado social de los argentinos no es hoy el mismo que en 2017 o 2018; mucho menos que el del 2015.
La idea de que tener razón a destiempo es lo mismo que estar equivocado aplica como un guante a lo que le ocurrió a Macri: en su tiempo eran pocos los que veían lo que ahora, paradójicamente, le exigen a Milei. La sociedad cambió: el desastre kirchnerista gatilló un búmeran que reclama un impacto urgente sobre las consecuencias del delirio.
El presidente Milei debería decodificar ese cambio en el ecosistema social y activar todas las herramientas que tenga disponibles para que la efectividad de sus medidas provoque un rápido reacomodamiento de las expectativas. Hay muchas señales que indican que el presidente tiene muy internalizada esa metamorfosis social. Pero si no comienza a mostrar rápidamente que el rumbo que quiere imprimirle, no solo a la economía sino al país, es capaz de cambiarles la vida a los argentinos, estos se darán vuelta y el populismo regresará.
Lamentablemente las raíces nacionales están más cerca de eso que de la libertad individual. El presidente se equivocaría si pensara que, de golpe, los argentinos se hicieron partidarios de la soberanía individual y del libre cambio. No. Lo que aquí ocurrió fue un simple hartazgo con el colectivismo pero no una renuncia a su pertenencia: a poco que los beneficios de la libertad no empiecen a entregar resultados palpables y medibles en los bolsillos de las familias, estas se sentirán tentadas a volver al regazo que les promete protección.
Ignoro si un mega-acuerdo con Macri es el camino más corto para que las leyes se destraben, el massismo salga de la administración y el libre albedrío reemplace a las regulaciones. Pero lo que me temo es que el partido del presidente, por sí mismo, no pueda proveerlo con lo que él necesita urgentemente, independientemente de los escenarios ideales que Karina pueda tener en la cabeza.