El diputado Alejandro Finocchiaro del PRO, que fue Secretario de Educación del presidente Macri, logró que la cámara a la que pertenece diera media sanción a un proyecto que ya formaba parte de la Ley Bases original (aquella que por su extensión la simplificación periodística llamó “ómnibus”) y que establece que los maestros deberán asegurar una prestación educativa de como mínimo el 30% de la dotación por escuela los días de paro (y del 50% en caso de que la huelga tome más de un día).
Por si algún desprevenido no se dio cuenta aún, estamos en el año 2024. Lo digo porque parecería que “desprevenidos” hay varios ya que fue necesario llegar hasta aquí para que una cuestión tan básica -como que los chicos no pierdan días de clase que nunca podrán recuperar- sea finalmente planteada.
Y sigo poniendo el tema en el terreno del “planteo” porque el proyecto aún no es ley: falta su aprobación en el Senado en donde el jurasismo peronista puede entregar alguna sorpresa.
Ignoro cuál es la parte que no se entiende del razonamiento que indica que si no educamos a los chicos bien en el momento justo, de nada vale que -en el mejor de los casos- lo intentemos después: el momento pasó, ya está, esa maduración cerebral no volverá a la instancia que tenía cuando debió ser alimentada con los nutrientes apropiados.
Con la educación ocurre algo bastante similar a lo que pasa con la ingesta de proteínas para el desarrollo neuronal: si ese input alimentario no se recibe en el momento justo, el daño no puede repararse luego aun cuando una mezcladora de cemento, de las que se utilizan en la industria de la construcción, fuera llenada con suplementos proteicos y el tobogán de desembocadura estuviera conectado directamente a la boca de los chicos.
Pero el tema fue ideológicamente retorcido durante años y, así como la Argentina coqueteó con innumerables pelotudeces durante décadas planteando distintos terraplanismos a diestra y siniestra, también jugueteó con esto, condenando de por vida a generaciones de argentinos a tener una vida border-zombie.
Es lo que el lunfardo vernáculo llama “cabezas de termo” o “termismo”, describiendo un tipo humano dispuesto a defender con la vida la teoría que indica que el Universo gira alrededor de la Tierra y no alrededor del Sol.
El fenómeno de que a los argentinos les lleve años admitir obviedades monumentales seguramente está relacionado con este mal que el país arrastra desde hace décadas.
En algún momento de la historia la Argentina era, por lejos, el país de la región que con mayor seriedad había encarado la educación infantil. No en vano rápidamente se destacó por encima del resto produciendo una notoria diferencia en prácticamente todos los órdenes de la vida, desde la productividad laboral, la tasa de registro de invenciones e innovaciones, la ratio de inmigración europea y la acumulación de riquezas y crecimiento del PIB.
A partir de cierto momento -difuso en el tiempo, pero que con toda intensidad se profundizó a partir de la década de los ‘60- el país comenzó a darle relevancia a corrientes que produjeron una corrosión fatal de la idea del rigor. Esas corrientes fueron muy eficientes en lograr instalar en el subconsciente colectivo la idea de que el “rigor educativo” no se diferenciaba del “rigor dictatorial” que, ya por aquellos años, se comenzó a relacionar con los militares y el militarismo.
Ese intelectualismo educativo presumía de inspirarse en corrientes europeas -básicamente francesas- que, como ocurrió con decenas de otros desvaríos políticos y sociales, los europeos (en especial los franceses y los alemanes) efectivamente se solazan en debatir en laboratorios pero que (no en vano tienen 5000 años de historia) se cuidan mucho de llevar a la práctica.
La típica pelotudez argentina, que presume de ser de avanzada porque pone en práctica lo que otros evitan, sí ensayó estos delirios en el terreno usando a los chicos de conejillos de indias.
Para hacerlo mezcló la ideología del nacional socialismo peronista -que le entregó la dirección escolar a los sindicatos- con el diseño de la política educativa que puso en manos de teóricos que romantizaron la idea de la laxitud, porque toda pretensión de rigurosidad se suponía que escondía actos de naturaleza represiva.
A su vez, el matonismo prepotente del peronismo encontró en el sindicalismo de los gremios docentes un ariete de extorsión que comenzó a utilizar la huelga como instrumento de agitación social. Todo esto, claro está, con los chicos como rehenes.
No incluyo a los padres en la categoría de rehenes, porque muchos de ellos (frutos ya, a su vez, de las primeras generaciones salidas del termismo) apoyaron, primero con votando como votaron y luego con sus discursos, las corrientes que estaban arruinando a sus hijos.
El desenlace de esta mezcla de locura, extorsión política, desvarío intelectual al pedo y romanticismo de la pelotudez desencadenó no menos de tres generaciones de argentinos sub-educados que arrastraron al país a los escalones más bajos de la escala regional de desarrollo. La Argentina, de ser el faro de avanzada de América Latina, se convirtió en uno de sus furgones de cola.
Cualquiera que haya, consciente o inconscientemente, pretendido instalar la idea de que el rigor que es imprescindible en los procesos educativos es el mismo que algún alucinado creía que tenían los militares que arrojaban gente al mar, o es un pelotudo -si lo hizo inconscientemente- o un hijo de puta, si lo hizo a propósito.
El resultado, a los efectos prácticos, es el mismo: un formidable deterioro en la formación mental de los chicos, un descenso astronómico en el concepto social del “maestro” (cuya denominación fue incluso “orgullosamente” cambiada a “trabajadores de la educación”), una caída vertical en la remuneración del sector docente (porque lo que no se valora se paga mal) y un quebranto monumental en la productividad nacional, en la tasa de emprendimientos y en el proceso de innovación y desarrollo.
Viendo estas consecuencias es muy difícil no sospechar (como mínimo) de la existencia de un plan diseñado premeditadamente para conseguir los objetivos que se consiguieron, esto es, un formidable descenso en el nivel de auto estima nacional y un aflojamiento en el músculo de resiliencia que “fabricó” un pueblo blando (que no debe confundirse con una sociedad agresiva y violenta) siempre lista para obedecer los gritos y los bandos de un par de bravucones.
El nivel de reversión que la Argentina debe emprender en las políticas y, sobre todo, en las filosofías educativas, es de tal magnitud que, tranquilamente, rivalizan con aquel que debe emprender en los terrenos económico, social y político.
Desandar el camino del romanticismo pelotudo y zambullirse de lleno en el rigor científico que debe tener la tarea de educar a un chico va a costar jirones de vestiduras antiguas que, paradójicamente, quieren venderse como muy “cool” y “modernas”.
Está visto dónde nos trajo el “modernismo” y el “coolismo”. Es hora de volver a las fuentes y entender que sí, el ingreso de los chicos en el sistema escolar, implica entrar a un mundo de obligaciones, de cumplimientos, de recompensas y castigos, de diferencias según sean las actitudes que cada uno tenga, y de logros basados en el esfuerzo y la dedicación, en donde el diferente grado de esfuerzo y dedicación se reflejará en la altura de los logros… casi igual a lo que luego ocurrirá en la vida.
Padres e hijos deben entender que para esas “crueldades” que esperan en la vida adulta es mejor estar preparado con un espíritu entrenado en el rigor escolar. Y los maestros deberán entender que la misión que libremente eligieron en la vida (porque se supone que nadie los obligó a ser maestros) supera en mucho el de un simple trabajo.
Ninguna de las normas del derecho laboral que regulan otras actividades (como la huelga) podrá aplicarse nunca en igualdad de condiciones a la tarea de enseñar que tiene un maestro: sería como decirle a un médico que su derecho a reclamar está por encima de la vida que debe salvar.
Con un agregado más: lo más seguro es que un país fundado en la creencia de que la escuela y el colegio deben ser rigurosos (así como el laboratorista lo debe ser cuando mide el nivel de azúcar en sangre de un paciente) seguramente generará una sociedad de tal nivel de afluencia y prosperidad que los ingresos de los maestros y profesores tendrán la dignidad que merecen aquellos que construyen los cimientos de la obra que luego disfrutan todos, incluidos, claro está, ellos mismos.