La frase “¿Qué necesidad?” resume, en situaciones cotidianas, esa duda melancólica que trasunta incomprensión y pena porque, quien la expresa, no entiende cómo algo que ocurrió o está ocurriendo justamente ocurre y, al mismo tiempo, se lamenta de que ocurra porque considera que lo que sucede o sucedió es una verdadera lástima.
Esa frase cuadra a la perfección para describir la reacción que muchos argentinos bien intencionados tienen respecto de lo que está pasando entre el presidente Milei y la vicepresidente Villarruel.
La Argentina no tiene muchas oportunidades remanentes para dejar atrás la decadencia a la que la sometió el peronismo. Cualquier despilfarro de energía que se produzca entre los que quieren emprender aun la tarea de la reconstrucción es un lujo que el país no puede darse y que los que confiaron en que, pese a tener todo en contra, valía la pena darle la chance a la alternativa encabezada por el presidente, no se merecen.
Los evidentes cortocircuitos entre Milei y Villarruel no se entienden cuando se los analiza a la luz de aquellas urgencias. Cualquier cuestión personal por importante que parezca queda empequeñecida frente a la magnitud de la tarea que se tiene por delante. Cualquier fuga de energía que se produzca en el grupo que se supone encabeza el esfuerzo ciclópeo que está haciendo la sociedad para superar los estragos peronistas, debería ser considerada un pecado mortal.
La mancomunión en las líneas principales que se proponen deshacer la mentalidad, el orden jurídico y las costumbres peronistas debe tener una cohesión a prueba de balas: cualquier leak en esa estructura tiene un efecto devastador en quienes observan el escenario que, para peor, son los mismos cuya paciencia y fe no debe caer para que el propósito de quienes dirigen se concrete.
El consenso entre el presidente y la vicepresidente debería darse por descontado. Y si existieran diferencias (como es lógico que las haya entre personas inteligentes) las mismas deben ser habladas y resueltas en la intimidad, sin declaraciones públicas que corroyan la esperanza de los que miran la sucesión de noticias por televisión.
Menos concebible es aun que personajes de segundo orden (más allá del encumbramiento que tengan según el organigrama formal de la administración) asuman actitudes o emitan declaraciones que profundizan las diferencias entre el presidente y la vicepresidente.
Ellos dos, Milei y Villarruel, deberían ser los primeros en mandar a callar a todo el mundo, recordándoles que si hay algo que deba ser resuelto entre el presidente y la vicepresidente lo harán ellos en persona y que cualquiera que se arrogue la postura de opinar en nombre de ellos será despedido.
Naturalmente eso obliga a que el presidente y la vicepresidente tengan la altura personal que se precisa para hablar entre ellos sin intermediarios y sin tejer una red de chupamedias que, históricamente, aquí y en el mundo entero, han tenido más capacidad para arruinar las cosas que para arreglarlas.
El desprendimiento a la hora de tomar decisiones para desperonizar a la Argentina debe estar a la orden del día. La tarea es tan enorme, el norte tan sublime que supeditar uno y otro a chiquitajes de peluquería debería ser considerado un crimen imperdonable.
La vicepresidente, naturalmente, debe admitir la primacía que tiene el presidente en la elección de las herramientas y hasta en la instrumentación de las etapas del programa. Pero el presidente debe ser consistente con su ideario y con lo que la ciudadanía espera de él a la hora de elegir las herramientas y los instrumentos.
En ese sentido, uno de los puntos que parece estar causando rispidez entre el presidente y la vicepresidente es la candidatura del juez Lijo para ocupar un asiento en la Corte Suprema de Justicia.
No hay dudas que elegir una persona para ese lugar es una facultad del presidente que debe contar con el consentimiento del Senado. Muy bien. ¿Es Lijo un recurso humano compatible con el propósito de desperonizar la Argentina? La respuesta es corta: no.
¿Qué fue lo que llevó al presidente Milei a elegir a Lijo? No lo sabemos. Se han contado, en los corrillos políticos y periodísticos, miles de versiones. Pero, más allá de la tradicional costumbre argentina de “darse corte” diciendo que “todo el mundo lo sabía” cuando los hechos pasan al dominio público (postura francamente detestable, dicho sea de paso, porque define como nada ese gen “figuretti” que todo argentino lleva adentro y en el habría que buscar muchas de las explicaciones de por qué nos va cómo nos va), lo cierto es que nadie lo sabe.
Pero sí sabemos algo: todas las organizaciones serias del Derecho lo han rechazado. Adherentes fervientes al presidente Milei lo han rechazado. Argentinos intachables lo han rechazado. El propio presidente se ha limitado a elegirlo pero jamás salió a hacer “campaña” por él. Es el día de hoy que muchos senadores dicen que si el gobierno no hace nada por conseguir los votos para aprobar su pliego, ellos no moverán un dedo. Todo raro.
La Argentina es un país raro, oscuro. Ganar la luz no se consigue con más oscuridad. Cualquier personaje oscuro debería ser tenido, a priori, como un palo en la rueda del engranaje que pretende desperonizar a la Argentina.
Porque lo que se quiere es desperonizar… ¿no es así? ¿Estamos de acuerdo en eso? ¿O no tanto?