Cuando las cuestiones del pasado no se resuelven bien, regresan. Es posible que esa vuelta logre ser gambeteada de alguna manera para posponer su advenimiento. Pero todo será una cuestión de tiempo: los demonios escondidos de algo que quedó inconcluso en el patio trasero del cerebro se las arreglarán para decir “hola, aquí estamos… ¿creían que podían olvidarse de nosotros?”
La Argentina ha hecho gala de esa pretensión sobrehumana de hacer como que las cosas no pasaron, muchas veces. Pero si hay una que sobresale del resto es la aspiración a que quedara firme la versión de la historia de los ’70 que, en general, se trató de trasmitir desde el retorno de la democracia y que, en particular, se profundizó durante la estafa kirchnerista.
Esa idea de que la Argentina de aquellos años estaba esclavizada por una horda anómala, caída del espacio y que, en su objetivo de dominar a la población, mataba por doquier a quien se le oponía hasta que un grupo de valientes idealistas se alzó en armas para rebelarse contra la opresión pagando por ello un precio enorme medido en desapariciones y asesinatos, es un cuento estrambótico que fabricó un caldo de cultivo insoportable para una sociedad que, en el fondo, sabe que no puede vivir eternamente presa de una mentira atroz.
Y eso pese a la infinidad de herramientas de toda naturaleza que se pusieron en movimiento para intentar instalar como verdadera la historia que quería imponerse: cambio de contenidos en los programas de los colegios, adoctrinamiento, estigmatización pública de todo el que esbozara contar la verdad, persecución, negación de trabajo en los medios, millones de dólares entregados a los propagadores de la mentira, cientos de escritos falsos diseminados bajo la apariencia de una intelectualidad refinada cuya finalidad era la de fijar en el inconsciente colectivo una determinada versión, elevación de los integrantes de las bandas de delincuentes clandestinas de los ’70 al lugar de “grandes personajes”, financiación (con dineros públicos) de campañas cuyo objetivo era la penetración por la fuerza del relato oficial, el intento de establecer por ley -bajo apercibimiento de cometer un delito- una cifra redonda de desaparecidos (30000) para que eso pase a ser un mantra de repetición automática por las nuevas generaciones… En fin, un abanico de metralletas que reemplazaron las balas asesinas de las organizaciones guerrilleras por órdenes enviadas a los pliegues más íntimos del pensamiento social para que la verdad verdadera no se conociera y terminara imponiéndose la que los terroristas y sus descendientes estaban interesados en que se impusiera.
Pero toda esta gente no le prestó atención a dos datos: la contemporaneidad y la ampliación de la expectativa de vida.
En efecto, los ’70 fueron vividos por millones de argentinos que aún están vivos, que son contemporáneos. Que incluso eran mucho más jóvenes que ahora cuando toda esta monumental maniobra empezó a idearse y a llevarse a la práctica. Si bien la fuerza bruta de haber copado el Estado y los medios (con el accesorio acceso a millones de dólares de financiamiento) hacia que aquellos millones de argentinos solo atinaran a mirar con estupor lo que estaba pasando delante de sus ojos, no por ello su memoria se borró: al contario, cuantas más aberraciones veían, cuanto más retorcimiento se intentara respecto de la verdad que ellos habían vivido y visto, más profundo era el crecimiento de los demonios del pasado y más incontenible se volvía la fuerza que los impulsaba hacia la superficie.
Por más dinero y poder de captación que se tenga no hay forma de silenciar a millones de testigos que lo vieron todo. Testigos que saben que aquí no cayó del cielo ninguna horda extraterrestre que, de la nada, hubiera empezado a matar argentinos para imponer un régimen tiránico; que saben que, al contrario, lo que un día comenzó fue una guerra no querida por ningún argentino honesto pero planteada por un enemigo oculto, místico, soberbio y armado que, paradójicamente, sí estaba dispuesto a matar argentinos para imponer, por la fuerza revolucionaria, un régimen de servidumbre que encumbrara a una elite y pasara una hoz “igualitaria” por la cabeza de todo argentino cuya pretensión fuera sobresalir y desafiar a los jerarcas. Esos testigos saben que aquí no hubo ninguna generación de “jóvenes idealistas” sino bandas de asesinos que se creían iluminados e investidos del poder de quitarle la vida a todo aquel que se les opusiera. Bandas que procuraban hacerse del poder para cimentar una dictadura de clase que asesinara a un millón de argentinos (textual de Roberto Santucho) y así robar los medios de producción que los convirtiera en millonarios a ellos y en siervos a los ciudadanos.
Pues bien, el esfuerzo “iluminista” para la fabricación de una “historia del hombre nuevo” terminó. La realidad probó que aquellos asesinos no eran más que unos mercenarios por plata que secuestraban y mataban por dinero y por poder y que, cuando fueron vencidos en una guerra que ellos platearon (fueron ellos los que publicaban “partes de guerra”, usaban uniformes “de guerra”, tenían nombres “de guerra”, portaban banderas “de guerra”, planteaban la “guerra” revolucionaria, armaban circos a los que llamaban “tribunales de guerra”) se cobijaron bajo las normas del derecho liberal que perseguían destruir para usufructuar sus garantías y protecciones.
Desde allí, lo primero que hicieron fue negar lo que ellos habían propuesto, esto es, la existencia de una guerra. De una guerra civil que los argentinos no querían librar y a la que fueron arrastrados por los delirios de un grupo de enceguecidos.
Tampoco aceptaron su derrota, convirtiendo a sus vencedores en los villanos del nuevo relato mendaz con el que inundaron la corriente media del pensamiento social. Usando las ventajas de la democracia que querían destruir infiltraron la academia, la cultura, el poder, los partidos, los medios, el cine, el teatro… Ese romanticismo artificial les cayó bien a muchas de las nuevas generaciones de jóvenes, sometidas a un adoctrinamiento feroz que terminó por hacerles creer una historia tan falaz como que el sol brilla de noche. Esa idealización del “malo”, tan común en los colegios en donde el que estudia es un boludo y el que se lleva todas las materias el piola que se las sabe todas, brindó una ayuda invalorable al éxito temporal de la mentira.
Pero, de nuevo, mientras haya faros encendidos que saben cuál fue la verdadera historia, el país no tendrá paz hasta que no resuelva ser sincero consigo mismo. La idea de jóvenes románticos que peleaban justamente por una sociedad mejor puede resultar simpática y conmovedora. Pero sencillamente no fue cierta, fue mentira.
La vicepresidente Villarruel adelantó que promoverá la reapertura de todos los juicios contra los delincuentes de los ’70. El país tendrá la oportunidad de conocer la verdad. Toda la verdad. Y nada más que la verdad. Qué Dios lo ayude.