A continuación, vamos a
proseguir con este largo tema de la antimetafísica teológica ya tratada en un
artículo anterior, para refutar las diversas pruebas que se podrían esgrimir con
el fin de demostrar la existencia de un dios, como por ejemplo los argumentos
ontológicos o “a priori”; de la experiencia religiosa; del “objeto de fe”; de
“la confianza”; de “las cinco vías” del teólogo medieval Tomás de Aquino; de las
verdades eternas; del deseo de beatitud, y el de la conciencia de la ley moral.
Analicémoslos por partes.
Por de pronto dejamos por
sentado que Descartes, por ejemplo, no podía tener razón en su pretendida
demostración de un dios a partir de las ideas de perfección. Si hallamos
en nosotros la idea de un ser infinitamente perfecto, razonaba Descartes, tal
idea no podía provenir de la nada ni de nosotros mismos porque somos seres
imperfectos. Luego tenía que proceder del mismo ser infinito y perfecto, y por
consiguiente así quedaba demostrada su existencia. Sin embargo, Descartes, en
sus tiempos, no sabía nada de neuronas ni de genética, ni de evolución de la
vida y el choque de la incipiente conciencia con el entorno enigmático y hostil.
Por su parte, el otro
sentido del argumento ontológico de la existencia de un dios carece
igualmente de todo valor, ya que si por el solo hecho de poder concebir o intuir
un ser, éste tiene que existir, también existirían indudablemente las Gorgonas,
el Centauro, el Leviatán, todos los dioses del Olimpo, como asimismo lo
espiritual en general que involucra lo sobrenatural y por ende los milagros, los
poderes ocultos, la magia, la adivinación, etc., que ya sabemos, los hombres
ilustrados, que no existen.
La experiencia religiosa
(otro argumento), como igualmente ya sabemos, tampoco añade absolutamente
nada a favor de la teología, puesto que el mundo ha estado y aún se halla
plagado de diversos dioses según las culturas; y que el dios único es puro
objeto de fe tampoco sirve, ya que con este criterio se podría llegar a creer
por artículo de fe en cualquier disparate, en las cosas más extravagantes.
Tampoco puede ser, como lo
pretende el teólogo Hans Küng, quien después de escribir una extensa obra que
estoy releyendo cuyo título reza “¿Existe Dios?” (Madrid, ed. Cristiandad, 1979)
concluye en un “sí a dios”, como una cuestión de confianza: “Dios es algo
que sólo puede ser admitido mediante una confianza basada en la realidad misma.”
(pág. 775 de la obra citada).
Con este mismo criterio se
puede creer en cualquier falsedad, tanto en el terreno dogmático como en el
científico, y esta “certeza” no puede tener valor alguno precisamente frente a
la realidad que antepone Küng.
No por el hecho de que se
crea que la realidad sea infundada sin un dios que la soporte se debe concluir
en la necesidad de tal dios, porque según mi cosmología, esto que estamos
viviendo es un instante efímero, una chispita en la sordera, ceguedad e
inconsciencia de un Anticosmos infinitamente alejado de un aparente
cosmos-orden.
De modo que flaquea ante mi
visión del mundo, aun lo que dice Küng en su libro (pág. 774) en estas palabras:
También es posible el sí a Dios. El ateísmo no
puede ser fundamentado racionalmente. ¡Es indemostrable!
¿Por qué? Porque es la realidad con toda su problemática la que ofrece
motivo suficiente para arriesgar un sí confiado no sólo a esta realidad, a su
identidad, sentido y valor, sino también a aquel sin el que esa misma realidad
aparece, pese a su carácter fundante, en último término infundada, pese a su
condición sustentante, en último término sin soporte, pese a su autoevolución,
en último término sin meta; esto es un sí confiado al fundamento, soporte y meta
últimos de la problemática realidad.
En síntesis, no existe de hecho ninguna prueba concluyente de la necesidad
del ateísmo. Tampoco se puede rebatir positivamente al que dice: ¡Hay un Dios!
Semejante confianza, que la misma realidad invita a tener, no se ve conmovida
por el ateísmo. También la afirmación de Dios descansa últimamente en una
decisión que, lo mismo que la otra, depende de la opinión fundamental ante la
realidad general. También ella es racionalmente irrefutable.
Concretamente, ¿por qué flaquea este aumento de Küng ante mi
cosmología?
Es de advertir que mi
visión del mundo descrita en mis libros, es una auténtica antiteología
y mis obras están trabadas en sus partes componentes, es decir que éstas están
relacionadas entre sí, de modo que todo ya ha sido dicho, y para rebatir a Küng
remito al lector, en especial a mi obra titulada: La esencia del universo,
donde digo que todo es accidental, incluso los efímeros “resultados” como las
conciencias humanas.
También carecen de todo
valor, las aristotélicas pruebas de “las cinco vías tomistas” o argumentos a
posteriori, por ser totalmente anticuadas y mal fundadas, ya que a la luz de
la astrofísica actual comprobamos que lejos de hacer falta un “primer motor”
(dios), el mundo “se da cuerda a sí mismo” y puede prescindir perfectamente de
todo dios creador, conservador, gobernador y providente como incluso lo
corrobora Stephen Hawking en su Historia del tiempo, (Buenos Aires, Ed.
Crítica, 1988, cap. 8), y que la finalidad de las cosas que se da por supuesta
no existe. (Véase mi libro: Razonamientos ateos, Meditación, Buenos
Aires, 1987, Libro II 4ª parte, cap. IV).
También queda hoy fuera de
lugar el remontarse hacia la infinita serie de causas y efectos para hallar
finalmente la causa primera.
En cuanto a las pruebas de
“las verdades eternas” que Leibniz, por ejemplo, expresa así: “Las
verdades necesarias, siendo anteriores a la existencia de los seres
contingentes, deben estar fundadas en la existencia de una sustancia necesaria”,
no tienen ya validez a esta altura de mi exposición, pues han sido refutadas con
mi visión del universo como un eterno cataclismo en mi obra más arriba citada.
Por su parte, el argumento
teológico de la existencia de un dios, basado en el deseo de beatitud (o
prueba eudemonológica), que en esencia se formula así: “Todo anhelo natural
supone la existencia real de lo anhelado, entonces si el hombre anhela a un
dios, éste debe existir”, queda igualmente invalidado por razones lógicas.
Por último, el argumento de
la moralidad cuyo mayor exponente en tal sentido ha sido Kant con su obra
Crítica de la razón práctica según el cual la existencia de las reglas
morales nos da cuenta de un ser supremo que las ha establecido, cae por su base
ante la explicación biológica de la moral como factor de supervivencia.
Aquí vemos a las claras que
la idea de un dios es una construcción humana, una ilusión, y por eso debo
felicitar al ex teólogo Feuerbach, quien también así lo concibió y quien le
hizo decir al teólogo Hans Küng cien años después con respecto a él: “Los
teólogos parecen tener dificultades, casi miedo, para mirar de frente a un
ateísmo tan descarnado y entrar en diálogo con él. Prefieren eludirlo,
ignorarlo, escamotearlo dialécticamente”. (Véase: Hans Küng: ¿Existe Dios?,
Madrid, Ed. Cristiandad, 1979, pág. 296).
Hay que felicitar también
en este caso a Sigmund Freud, que consideraba a la creencia en un dios como una
ilusión infantil.
Tampoco hay que descartar
la actitud supersticiosa frente a la naturaleza universal que no se entiende,
incluso por parte de grandes científicos como Newton, quien al no poder explicar
el fenómeno de la gravedad universal, echó mano a la acción del “espíritu de
dios” como causa verdadera y última de dicha fuerza.
Ahora pasaremos a otras
confrontaciones que también llevan al absurdo.
Empezaremos con la
contradicción que encierra la aceptación de un dios inmutable ¡frente al acto de
la creación!
Lo inmutable es aquello que
no experimenta cambio alguno, que no se altera. La teología nos dice que a su
dios nada le afecta, pues todas las mutaciones se encuentran fuera de él.
“Todas las mutaciones se
halla de parte de las realizaciones extra divinas y en nada afectan a Dios,
realidad siempre idéntica e inmutable.” (Según Ángel González Álvarez en su
Tratado de metafísica-Teología natural, Madrid, Gredos, 1968, pág. 389).
Ahora bien, veamos a
continuación el absurdo de esta posición teológica frente al aceptado “magno”
acto de la creación del mundo.
Demos rienda suelta a
nuestra fantasía para imaginarnos –siguiéndole la corriente a la teología- a un
ente inmutable y eterno, existiendo solo, único, desde siempre, enclavado en un
presente eterno sin que nada, absolutamente nada transcurra fuera de él y que
nada, absolutamente ningún cambio le acaezca.
¿No se trataría de una
especie de Brahma dormido, según la mitología hindú? ¿Un Brahma en estado de
sueño meciéndose sobre el Océano, que cíclicamente despierta para dar de sí el
mundo?
Ahora bien, ¿el estar
dormido sin ensoñaciones no equivale a hallarse casi muerto?
El dios de los teólogos no
ha sido ideado por cierto como cíclicamente dormido igual que el dios de los
hindúes, pero no obstante, en el afán de idearlo lo más perfecto posible, se le
ha otorgado la inmutabilidad.
“Puesto que Dios es simple,
es inmutable... Nada puede violentar su naturaleza... se afirma que Dios se
posee (a si mismo) perfectamente como en un instante único... La eternidad
resulta de la inmutabilidad divina”. (Véase Michel Grison, Teología natural o
Teodicea, Barcelona, Herder, 1968, págs. 164 y 173).
Esta inmutabilidad en la
eternidad pretérita, es decir anterior al acto de la creación del mundo, ¿no
equivale igualmente a una muerte, o más bien a un no existir o más bien a una
nada?
No obstante imaginemos a
este dios creador “occidental” existiendo en si mismo, “poseyéndose” a sí mismo
como en un instante único, y siempre... desde siempre jamás, desde toda la
eternidad pretérita... pero... de pronto ¡un suceso! Algo ocurre en el interior
y fuera de este impasible ente (como si fuese un “cuerpo glorioso” incapaz de
padecer según nos aleccionó el teólogo medieval Tomás de Aquino en su Suma
contra los gentiles, libro IV, cap. XVI), ¡decide crear algo que antes no
existía: el mundo con sus criaturas que lo acompañan!
Por más que los teólogos
afirmen ingenuamente que este dios “jamás cambia sus decisiones”, son
precisamente estas decisiones las que consisten en el cambio. Antes no le
interesaba ser acompañado de un mundo aunque lo tuviera “en su mente” como
proyecto desde siempre, o no quería crearlo por propia “decisión” o lo que
fuere, pero luego... ese decidir, ese materializar la “idea eterna del mundo”,
¿no implica acaso un formidable cambio en su ser interior? Aunque ya conocía
desde siempre, palmo a palmo toda la historia del mundo y de sus criaturas hasta
el final de todo gracias a su “ciencia de visión del futuro”, ¿acaso el acto de
la creación y luego la novedad de verse en el papel de conservador, gobernador,
providente y asistente del mundo, no involucra una mutación en este ente que
antes no realizaba ninguna de estas cosas?
¿Y el juicio a las
criaturas libres como los hombres, ya en el terreno de la teología dogmática?
¡Bueno! ¡Estas ya son palabras mayores en materia de contradicción!
En efecto, ¿cómo podría
este ente “juzgar” a sus criaturas según sus pensamientos y actos si desde
siempre, desde toda la eternidad gracias a su ciencia de visión del futuro
(según la teología) ya conocía perfectamente bien quién se iba a portar mal y
quién lo iba a hacer bien, quien por ende se iba a condenar y quién se iba a
salvar?
En cuanto a los que para
arreglar las cosas nos dicen que la creación como causación del mundo es eterna
(intemporal) como San Agustín: “... el mundo siempre fue porque siempre fue el
que lo creara” (La ciudad de Dios, X, 31); y también Duns Escoto,
Descartes y otros pensadores, todos ellos quedan sin argumentos frente a la
visión astronómica de la actualidad que nos habla de un big bang, es
decir, de un comienzo.
Pasemos ahora a la aporía
del conocimiento y el concurso divino frente a la libertad humana aceptada por
los teólogos.
Por supuesto que si para
esta suerte de dios no hay misterios, si lo sabe todo, el pasado el presente y
el futuro, aún lo que vendrá dentro de sextillones de sextillones de años y todo
en el infinito, ¿qué sentido tiene entonces para este ente creador, el libre
albedrío de la criatura humana, si ya la conoce desde siempre?
Es que ni siquiera para
este mismo dios puede tener sentido su propio libre albedrío y, sin embargo, la
teología afirma que lo posee: “En Dios se da el libre albedrío”, dice Tomás de
Aquino en su Suma contra los gentiles, Libro l, cap. LXXXVIII, puesto que
si es inmutable, impasible, eterno y posee ciencia de visión (visión del
futuro), resulta absurdo que pueda tomar alguna determinación desde cuando ya lo
conoce todo desde siempre y paradójicamente incluso “sus propias
determinaciones”, esto es si va a elegir blanco o negro ya lo sabe desde la
eternidad pretérita.
Un ser paralizado como lo
pinta la teología, no puede tomar decisiones y sus criaturas ya decretadas desde
siempre hasta el más ínfimo pensamiento y acto no pueden poseer libre albedrío,
por hallarse ya salvadas o condenadas aún antes de nacer, desde toda la
eternidad. Es como pretender que los personajes de una historieta posean “libre
albedrío” ante su autor, o que los títeres o fantoches obren libremente ante el
titiritero.
“Todo cuanto existe, existe
por Dios” (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, Libro II,
cap. XV)... nada puede existir sino dependiente de Dios” (Libro II, cap. XV).
“Dios está en todas partes y en todas las cosas” (Libro III, cap. LXVIII.
Y para terminar con el tema
de la pretendida libertad absoluta humana, sólo resta decir que: el libre
albedrío es en realidad un mito, lo mismo que el pretendido creador.
Ladislao Vadas