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UN TESTIMONIO CRUDO

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LOS FUNDAMENTOS DE MI ATEÍSMO
LOS FUNDAMENTOS DE MI ATEÍSMO

La teología

     Son variadas las fuentes en las que he abrevado para poder discernir la existencia de un ente superior creador y gobernador del mundo. Las principales han sido las ciencias naturales (sin intención por ahora de dilucidar la existencia de ser divino alguno, sino que la deducción lógica de su inexistencia arribó sola después de reflexionar sobre el tema), las religiones en general, la ciencia antropológica, la psicología y la propia teología como supuesta “ciencia” acerca de un dios único creador y gobernador del universo entero.
     Comenzaré por lo último, es decir, por la metafísica que trata acerca de la existencia de un (para mí) presunto ser supremo al que describe en sus atributos y supuestas acciones.
     Será conveniente adelantar que son los mismos argumentos metafísicos de que se nutre la teología, los que una vez analizados en profundidad se vuelven contra sí mismos, como pronto comprobará el lector. Es la propia metafísica la que en sus razonamientos se transforma en una antimetafísica que anula todo lo sostenido en un principio.
     Voy a tomar, por razones lógicas, la descripción de un dios como lo ha imaginado la teología judeocristiana que se nutre de un texto tenido por “palabra de dios” según los creyentes en ella, pues es de esta clase de ente del que hablan los filósofos de Occidente, y porque precisamente, estoy enclavado en una cultura occidental. Por consiguiente, no creo acertado referirme a otras teologías “extrañas” al occidentalismo, aunque, como verá luego el lector, ninguna especie de dios en el mundo podrá sostenerse ante mis argumentos finales. No solamente será barrido de la existencia el dios judeocristiano, sino también toda concepción de cualquier clase de divinidad en el mundo. Veamos:
     ¿Qué nos dice la teología judeocristiana que es la que “tenemos más a mano” los occidentales?
     Dice, en principio, que su dios es un “ente espiritual”, es decir carente de huesos, carne, humores, neuronas... es decir nada material, absolutamente primero e incausado (Véase al respecto, por curiosidad, el Tratado de metafísica-Teología natural, de Ángel González Álvarez, Editorial Gredos, Madrid, 1968, pág. 143).
     Luego afirma que se trata de un ser simple, esto es que no está compuesto de partes cuantitativas, ni de materia y forma, ni de esencia, ni de sustancia y accidente, porque es esencia metafísica pura.
    
Después nos dice (como si lo hubiese visto) que es un ser perfecto, bueno, infinito, inmenso, omnipresente, inmutable, único y eterno. Todo esto en cuanto a sus denominados atributos entitativos, según así lo inventaron los “investigadores de dios”.
     En cuanto a los atributos operativos, la teología ha imaginado a este ente como poseedor de sabiduría infinita también denominada omnisciencia, de infalibilidad, de ciencia de simple inteligencia, esto es, conocimiento de los seres posibles  que son capaces de existir, pero ¡que jamás existieron ni existirán! (bueno... ¡locuras teológicas! amigos lectores, no se asusten por esto), y de ciencia de visión, esto es, presciencia como conocimiento de lo que aún no existe, y previsión o conocimiento de lo que sucederá.
     Dice también que está dotado de voluntad que posee omnipotencia (potencia creadora y potencia conservadora, gobernadora y providente), y finalmente nos habla de un “concurso divino”, esto es, de una intervención o influjo de este dios en todas las cosas, aun en las que no existieron antes y fueron producidas por las cosas creadas.
     Luego también dice que su dios “es amor” y “fuente de toda verdad, razón y justicia”, y que en él hay amor por sí mismo, delectación y gozo, y que también es poseedor de misericordia y liberalidad. ¡Qué “bocho” el que ha inventado todo esto para que la humanidad “entera” lo crea sin vacilar!
     Tan perfecto lo ha imaginado el hombre a este ente, que el neoplatónico filósofo alejandrino Plotino (204-270 d.C.) lo concibió como el “Uno”) –principio de todo número- del cual no se puede predicar ningún atributo positivo; y el filósofo judío de la Edad Media, Moisés Maimónides (1135-1204), creyó del mismo modo conveniente definir a su dios por lo que éste no es más bien que por sus atributos positivos, pues pensaba que al no poder decir absolutamente todo lo que ese dios era, se le restaba de este modo perfección. De manera que la mejor definición consistía para él en los atributos negativos diciendo que dios no es malo, injusto, ignorante, impotente, etc.; el resto  de las perfecciones quedaba así sobreentendido.
     Para Filón de Alejandría (25 a.C. – 40 d.C.) nada se podía decir de su dios, sino sólo que es, nuca decir sus propiedades porque supera toda cualidad, pues es bueno sobre lo bueno, perfecto sobre lo perfecto, etc. Hasta aquí la teología. Pasemos ahora a su antítesis.


La antiteología

    Empecemos por la afirmación de que esta clase de dios es un ente primero e incausado. ¿Alguien puede imaginarse a semejante naturaleza espiritual existiendo desde siempre, aun “antes” de haber creado el mundo y “para siempre” una vez acabado el mundo?
     ¿Es posible pensar en un ser increado y primero absolutamente solo, sin historia en la eternidad, antes de aparecer el mundo con su historia? ¿Y luego, una vez terminado el mundo nuevamente hasta la eternidad ya sin historia?
     Por supuesto que si el ser humano inventó tal ente a la ligera, jamás pensó en sus propios motivos existenciales, emociones, historia... en la nada absoluta a su alrededor.
     Ahora bien, si a esto sumamos lo que también afirman los teólogos, esto es su inmutabilidad, omnisciencia, presciencia y previsión, (sus atributos), se complican aún más las cosas porque nos hallamos ante un ser que ya lo sabe todo, absolutamente todo, que no puede esperar nada de nada, sin expectativas ante el porvenir y por ende carente de emociones, de interés por alternativas históricas futuras, de sorpresas, deseos, satisfacciones... por ser para él todo archiconocido. En pocas palabras, es carente de todo aquello que mueve  la existencia por cuanto entonces, ¿es algo, o más bien una nada?
     El mundo, una chispita en su eterna existencia debe carecer por completo de interés para tal ente que lo sabe todo: el pasado el presente y el futuro, pues lo ha estado rumiando desde siempre es decir como una idea antes de su creación, y para esta suerte de dios todo se halla en un eterno presente porque es intemporal y además posee ciencia de visión, sabe lo que va a ocurrir dentro de un quintillón de quintillones de años, por ejemplo, y tiene presente todo el pasado hasta lo infinito. Nada escapa a su conocimiento, pues además de ser omnipresente es omnisciente, y como también es inmutable, nada puede desfilar “ante sus ojos para ofrecerle motivos existenciales.
     ¿Sólo podría tener razón el teólogo medieval Tomás de Aquino cuando dice que su dios es “feliz” y se goza a si mismo?
     “Dios es su misma felicidad” nos explica este teólogo en su extenso libro sobre teología: Suma contra los gentiles, Libro I cap. CI y “Dios se deleita mucho más con su felicidad, que es Él mismo, que los demás seres felices en una felicidad que no se identifica con su ser”, libro I, cap. CII).
     Sin embargo, los que razonamos, vemos que frente al, a veces, siniestro e inicuo mundo salido “de sus propias manos”, esta autofelicidad  es absurda.
     Luego a la pregunta que se formulan muchos sobre qué diablos hacía este dios antes de haber creado el mundo, habría que añadirle, ¿y qué hace ahora con el mundo? ¿Acaso es novedad para él? ¿Acaso la teología no nos dice que nada, absolutamente nada escapa a su conocimiento, tanto sea el pasado como el futuro hasta la consumación de los siglos?
     La teología carece de sentido también  ante otros interrogantes: ¿para qué necesita este dios el mundo? ¿Acaso no lo sabe todo hasta el más mínimo detalle, cada acontecimiento sucedido, sucediendo y por suceder desde siempre y por ende conoce el final de todo?
     “Ninguna novedad hay en Dios”, nos explica Ángel González Álvarez en su extenso Tratado de metafísica-teología natural (Madrid, Gredos, 1968, pág. 424).
     Es como aquel autor que leyera su propia  intrigante novela conociendo por supuesto ya la trama y el final. Ciertamente, más valdría aceptar a múltiples dioses ignorantes del futuro disfrutando de diferentes emociones –deportivas, políticas, militares, científicas, artísticas, etc.- protagonizadas por el hombre, antes que un sólo dios que reúna en sí todas esas emociones sabiéndolas de antemano.
     En efecto, el desarrollo y desenlace de una justa deportiva, por ejemplo, son más emocionantes si existen dos o más espectadores con sus preferencias que pugnan por un equipo u otro, que si hay un solo espectador de una sola bandería.
     En consecuencia, más creíble sería la existencia de los múltiples dioses griegos del Olimpo, que la de un solo dios según la concepción monoteísta. Un solo dios que lo sabe todo divirtiéndose con los acontecimientos protagonizados por el ser humano e interviniendo en ellos, carece de sentido.
     En cuanto a lo que se dice de este enigmático ente, que es amor, la bondad suma y fuente de toda verdad, razón y justicia, ¡qué curioso!, es extraño que los profundos pensadores que ha ideado todo esto con sus especulaciones metafísicas, no se hayan dado cuenta de un detalle oculto que falsea todos estos seudoatributos.
     En efecto. Si este dios es puro amor, bondad, verdad, razón, justicia, etc., uno se pregunta: ¿frente a qué es todo esto?
     ¿Frente a su mundo creado por él? ¿Frente a un estado de cosas preexistente al mundo fuera del marco de esta divinidad? ¿Frente a algún otro ente igualmente superior al hombre, poderoso, pero maligno? ¿O frente a sus criaturas creadas como inferiores, falibles, proclives a la iniquidad?
     Desgraciadamente, para la teología ninguna de estas cuatro confrontaciones es posible.
     No puede ser un dechado de virtudes frente al mundo, porque este, según se cree, “salió de sus propias manos” y por lo tanto no pudo haber creado las posibilidades del odio, de la maldad, de la mentira, de la sinrazón, de la injusticia, etc., que en el mundo se encuentran, porque estas cosas no tienen cabida en él, no condicen con su naturaleza absolutamente perfecta concebida por los teólogos.
     Tampoco puede brillar por sus atributos de perfección frente a un estado de cosas paralelo, ajeno a su propia naturaleza, dada su unicidad. Fue, es y será siempre el uno, único, y nada, absolutamente nada, puede hallarse fuera de su órbita y por ende no puede resaltar frente al odio, la maldad, la falsedad, la injusticia, etc., como cosas fuera de él, “allí puestas desde la eternidad”, coexistiendo con él antes de haber sido creado el mundo, porque él es único y su esencia o condice con lo siniestro.
     La concepción teológica verdaderamente encierra una idea infantil. Se presupone la existencia del desamor, de la mentira, de la injusticia, etc., como más allá del creador, fuera de su naturaleza, y se lo confronta ingenuamente con eso, sin advertir que todo lo existente y las posibilidades emanan de él. “Todo cuanto existe, existe por Dios” escribió Tomás de Aquino en su Suma contra los gentiles, Libro II, capítulo XV. “Luego necesariamente todo lo que no es Dios ha de reducirse a él como a la causa de su existencia” (Obra citada capítulo XV, 5. “Dios es virtualmente todas las cosas” (ibidem, 6). “Las cosas imperfectas tienen su origen en las perfectas... Y Dios es el ser sumo y perfectísimo” (ibidem, 7).
     ¿Puede se esto último? ¿Un ser sumo perfectísimo puede originar cosas imperfectas? ¿Para qué? ¿En todo caso para resaltar él ante su creación en un acto de jactancia? ¿No están viciadas por su base todas estas aseveraciones metafísicas?
     La tercera confrontación queda en consecuencia también invalidada por estos mismos argumentos, ya que es imposible que otro ente de naturaleza maligna le haya hecho “la vida imposible” a este “dios todopoderoso”, pura bondad desde toda la eternidad, siendo precisamente: único, inmutable, absoluto y gozador de sí mismo.
     Finamente la cuarta confrontación de este dios excelso puesto frente a sus pobres, defectuosas, débiles e inicuas criaturas también carece de sentido alguno, ya que si aceptamos tal superioridad, gloria y excelsitud por parte del presunto creador, lo veremos transformado nuevamente en un ser imperfecto, a saber presumido soberbio y vanidoso al fin, que quiere ser preferido ante todos los demás y desea resaltar como el mejor frente a sus miserables e inferiores criaturas salidas de “sus propias manos”.
     Por otra parte, también según la teología, este ente creador parece despreciar el mundo después de haberlo hecho. En efecto, en el terreno mítico en cuyo ámbito se encuadra la teología llamada sobrenatural o dogmática que parte de los principios “revelados”, tenemos un ejemplo de lo que estoy tratando, en el mito sumerio y hebreo del “diluvio universal”.
     Veamos los pasajes bíblicos que dicen: “Y vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.
     “Y arrepintióse Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y pesóle en su corazón.
     “Y dijo Jehová: Raeré los hombres que he creado, de sobre la faz de la tierra, desde el hombre hasta la bestia y hasta el reptil y las aves del cielo; porque me arrepiento de haberlos hecho” (Génesis, 6:5-8).
     “Y yo, he aquí que traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en la tierra morirá”. (Génesis, 6:17).
     Como podemos ver, este ente creador absoluto, omnisciente, “infalible” según los teólogos, ahora parece haberse equivocado garrafalmente al crear hombres y animales, y desea destruirlo todo.
     ¿Es conciliable el atributo de su infalibilidad con el “arrepentimiento” ante el cuadro mundano de iniquidad?
     ¿Un dios chapucero? Por supuesto que estamos ahora muy, pero muy lejos de aquel ente suma perfección de Maimónides, Filón de Alejandría, Plotino, Tomás de Aquino y otros.
     Lo esgrimido anula toda suerte de dios como lo quiere la teología, y la razón naufraga en si misma al chocar frontalmente con sus argumentos y contra argumentos.
     Dice el teólogo católico Hans Küng en su libro Existe Dios? (Madrid, Ed. Cristiandad, 1979, pág. 271 y sigs.), refiriéndose al ateo  Feuerbach: “Teología y ateísmo están muy cerca una de otro”.
     Y a propósito del ateo Ludwig Feuerbach, tengo las mejores palabras de elogio para él por su acertado pensamiento acerca del creído dios único que se define así: “Dios es la proyección del hombre”.
    
Añado directamente: todo dios es un invento del hombre, es decir, una especie de mayéutica socrática, en este caso con certeza.
     ¿En qué sentido se puede entender esta mayéutica? Por supuesto que no en el “sacar a luz los conocimientos que se forman en la mente”, sino en el de extraer las ideas innatas de perfección que todos poseemos en nuestro interior, por razones puras de supervivencia, para atribuírselas a un inventado ente superior.
     Es precisamente esto lo que aflora desde lo profundo de nuestra psique, desde nuestra trama neuronal programada en nuestros genes por razones de supervivencia y es proyectado hacia un ilusorio ser preconcebido.
     En ese ser inventado es en quien se reflejan todas las ideas de perfección que nacen de la índole humana, y todo es a la inversa de lo que afirmaba el filósofo y teólogo Duns Escoto: “son las criaturas las que contienen “cierta” perfección, no toda, porque se trata sólo de una participación de lo perfecto sumo que es dios”. Por el contrario a mi modo de ver, son precisamente las “criaturas” las que paradójicamente sin ser perfectas fabricaron a su dios.
     Aquí, en resumidas cuentas, podemos concluir en que: no son las “criaturas” las creadas por un dios, sino un dios creado por las “criaturas”.

 

Ladislao Vadas

 

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