Existe un dicho que dice: “hay
gente para todo”, y como este refrán es aplicable a todos los terrenos del
quehacer humano como deportes, política, literatura, ciencias, negocios,
conquistas militares (y amorosas), arte y... un interminable, etcétera...,
también hubo y hay para pretender “racionalizar” las tendencias religiosas.
Así, ante la legión de
creencias religiosas desparramadas por el mundo antiguo y moderno, y, sobre todo
y en especial la Católica Apostólica Romana, aparece la teología, que, en
el diccionario, los autores del mismo sumidos en la niebla de la credulidad
definen como “Ciencia que trata de Dios y sus atributos y perfecciones”.
Según mi modo de
pensar, adelanto que no puede existir mayor disparate, que denominar como una
ciencia a la teología. Más bien, si tuviera que redactar un diccionario,
suprimiría el término ciencia por el de creencia o, en todo caso,
especulación en el mero sentido de “hacer cábalas, suposiciones sin base real”.
Bien, a pesar de todo,
hagamos de tripas corazón, es decir, cerremos los ojos ante lo antedicho, para
explicar al lector neófito en el tema, qué es lo que pretende decirnos la
pseudociencia teológica.
Previamente, me veo
compelido a aclarar que, a ese “ente” (Dios) que para mí no existe (valga la
contradicción, ya que el término ente, denota precisamente “aquello que
es o existe”), sólo podemos definirlo por lo que sí existe. ¿Qué es lo que
existe?: nosotros que pensamos. Luego sólo, el silogismo nos conduce a esa falsa
concepción a saber: “Todos los hombres son animales; todos los animales son
mortales; por lo tanto todos los hombres son mortales”. Aplicado a la
“demostración de Dios”, equivale a decir: “El mundo a sido creado; toda creación
exige un creador: por lo tanto Dios existe”.
Pero si analizamos y
comparamos este último razonamiento con el anterior, vemos enseguida que
encierra una petición de principio, consistente en demostrar primero que el
mundo ha sido creado. Pero ¡en fin! Dejemos esto para más adelante y vayamos a
la “ciencia” teológica:
Sabemos que existen dos
teologías a saber: una dogmática o sobrenatural que trata de Dios,
de sus atributos y perfecciones a la luz de los principios revelados,
y otra, la natural (también denominada teodicea), que trata de
Dios y de sus atributos y perfecciones a la luz de los principios de la razón.
Para hablar de la primera
es previamente necesario infantilizarse; para la segunda sólo razonar.
Para aquel que sienta
curiosidad por las dos teologías, recomiendo la kilométrica obra del
aristotélico “Doctor Angélico” Santo Tomás de Aquino, titulada “Suma contra
los gentiles” (que he leído toda con suma atención), quien afirmó que
la teología es una ciencia (“ciencia de Dios y de los bienaventurados”), (no así
su más kilométrica aún “Suma Teológica”, porque su lectura se hace
interminable sin añadir mucho a la primera obra).
Por su parte, mucho antes
de Tomás, Aristóteles decía que “hay tres ciencias teóricas, a saber: la Ciencia
Matemática, la Física y la Teología. Si Dios existe en alguna parte,
(decía), es en la naturaleza inmóvil e independiente donde es preciso
reconocerle”. (Aristóteles, Metafísica, libro sexto, capítulo lº en Obras
completas, Bibliográfica Omeba tomo II, págs. 171 y 172).
Si acudimos ahora a la
teología dogmática, nos encontramos con esas tres personas distintas que
componen la Trinidad, es decir al dios Padre, al dios Hijo y al dios Espíritu
Santo (este último inventado por el Hijo). Es decir que, el Padre es Dios, el
Hijo es Dios el Espíritu Santo es Dios, pero., si revertimos el pensamiento
debemos, aún yendo a contrapelo de la razón, aceptar que se trata de un Dios
Único descompuesto en tres personas divinas (según el dogma cristiano).
Este intríngulis, por
supuesto, ha sido fabricado febrilmente por los teólogos basados en las lecturas
bíblicas para salir triunfalmente del atolladero dogmático que, por otra parte,
debía aceptar ¡el monoteísmo!
(Le concedo al clero la
escritura de Dios con mayúscula, a pesar de los múltiples dioses que existen en
el planeta según los distintos credos, y dentro del mismo cristianismo).
Si pasamos ahora a la
teología natural (teodicea), esta nos dice (¡como si lo hubiese visto!) en base
a pura imaginación, que en Dios no hay accidente, que este Supremo Ser no puede
colocarse bajo ningún género; que es totalmente perfecto; bueno; que es el bien
sumo; uno; infinito; inteligente. En todas las cosas puede encontrarse una
semejanza con Dios. (Pregunto de paso: ¿en los gérmenes patógenos y los
parásitos también? ¡Bueno... dejémoslo así!). Dios es la verdad purísima
(estamos siguiendo al “Doctor Angélico” Tomás de Aquino).
Este Dios conoce lo
infinito. También a los seres viles y lo malo.
Dios quiere... (¿?). Al
quererse, también quiere a otros seres. La voluntad de dios es su esencia; Dios
conoce aquello que no existe; en Dios se da el libre albedrío; en Dios hay amor.
Es un Ser tan, pero tan
bueno, que no puede odiar a nadie.
Dios vive, su vida es
sempiterna, y es feliz en su misma felicidad.
También cabe añadir (“ya que
nos transformamos en tomistas, es decir seguidores de Tomás de Aquino”) que,
todo cuanto existe, existe por Dios quién produjo de la nada la existencia de
las cosas.
Hay mucho más en el cofre
teológico, pero como esto se tornaría interminable, sólo añadiré el siguiente
disparate teologal que reza así: “La creación no es movimiento ni cambio” (sic),
lo cual contradice a la evidencia de la evolución de las especies vivientes que
se verifica por constantes cambios, y en el terreno astronómico, los cambios
galácticos, estelares y planetarios son también evidentes.
Sólo podríamos añadir una
tremenda aporía: el Aquinate Tomás, nos explica que: “las elecciones y
voliciones humanas están sujetas a la divina providencia” (sic), borrando así de
un plumazo el libre albedrío.
Uno de los argumentos
“fuertes”que esgrimen los teólogos surge de la confrontación: Dios y el Mundo.
Si el mundo existe tuvo que
haber sido creado, se razona. ¿Qué mejor prueba que ésta sobre la existencia de
un Creador? ¡Es cuestión de lógica pura! Si hubo creación tuvo que haber alguien
que ha creado, y este alguien no pudo haber sido otro más que Dios, con
mayúscula. Vamos al caso de la existencia de una máquina o una obra de arte. Si
existen tales cosas alguien las tuvo que haber hecho. ¡Razonamiento simple!
Otra cosa: vemos que en el
mundo lejos de existir un caos, hay “un orden maravilloso”, luego alguien tuvo
que haber creado este estado de cosas ordenadas, y ¿quién otro sino un dios
creador pudo haber sido? Este es para los teólogos “otro razonamiento de peso
¡irrebatible!”.
Creo necesario aquí, sobre
la marcha, aclarar que estoy muy lejos de panteísmo alguno con su pretensión de
identificar a Dios con el mundo. Esto es, no pienso escribir sobre un supuesto
Dios hegeliano (de Georg Wilhelm Friedrich Hegel) realizado en el mundo; ni del
panteísmo spinoziano (de Baruch Spinoza) identificado con el mundo que posee
conciencia de sí mismo y se manifiesta en la naturaleza. No tocaré estos temas
por la simple razón de tratarse de unos disparates mayúsculos frente a los
hechos demostrados por la ciencia.
Sin embargo, otra prueba
que esgrimen los teólogos en dos capítulos con carácter contundente es: 1º
Dios confrontado con el mundo moral. ¿De dónde pudieron haber salido las
reglas morales sino de un Ser Supremo? ¿Es rebatible este argumento? ¡Vaya! ¡A
ver ateos si se atreven! 2º La existencia del mundo de los valores es
sagrada, y gracias a ellos, el hombre no extermina del todo al hombre.
Emmanuel Kant, el filósofo
de la redacción difícil y uno de los más dificultosos de ser entendidos,
esgrimió la prueba moral, para deducir de allí la existencia de Dios. La
cosa es simple, si existen las reglas morales pululando entre la humanidad,
alguien las tuvo que haber establecido, ¿y quién otro pudo haber sido sino el
Ser Supremo?
Otro detalle que quizás se
les ha escapado a muchos teólogos: pregunto (haciéndome el distraído) ¿de dónde
surgió la tendencia a creer en lo divino? Esto parece ser a todas luces por
causa de la ciencia infusa ¿y quién sino Dios sería capaz infundir tal cosa?
Debe ser sí o sí el mismísimo Dios, el que comunica al alma, a cada alma, un don
o gracia, al mismo tiempo que un impulso moral en el ánimo y también y por
supuesto ¡la noción de lo divino!
También tenemos como prueba
la revelación de Dios. ¿Puede existir un argumento más fuerte que éste
para señalar y corroborar su existencia? Con respecto a esto podemos decir
confiadamente que, ¡Dios se siente!, no hay que buscarlo. Blas Pascal lo ha
expresado así: “Es el corazón el que siente a Dios y no la razón”. ¿Y quién
puede infundir en cada criatura humana esta noción, sino el propio Dios?
He de aclarar que, no me
agrada ser academicista (quizás sea un poco desordenado para escribir), no
obstante me permito hacer ahora un resumen de corte didáctico, con el fin de
ordenar los conceptos acerca del tenido como el Ente por excelencia denominado
Ser Supremo, el Todopoderoso y otros motes que inventaron los teólogos. Pasemos
ahora a describir con mayor lujo de detalles sus atributos que se dividen en dos
series a saber: entitativos y operativos.
Dentro de los primeros
podemos mencionar: 1º la simplicidad, es decir que, en Dios no hay
composición de partes cuantitativas; la esencia de Dios no se compone de materia
y forma; el ente divino no se compone de esencia y existencia; en Dios no hay
composición de sustancia y accidentes, etc. etc. 2º La perfección y la
bondad. 3º La infinidad, inmensidad y omnipresencia. 4º La
inmutabilidad y eternidad. 5º La unicidad. 6º La trascendencia.
Si pasamos ahora a los
atributos operativos de Dios, tenemos: 1º El entender divino. 2º
La ciencia de simple inteligencia (el conocimiento divino de los seres
posibles). 3º La ciencia de visión, Dios conoce todas las cosas presentes
pasadas y las futuras. 4º El querer divino, a saber: amor por sí mismo;
amor por sus criaturas. En Dios hay delectación y gozo; hay justicia y
misericordia. 5º Dios es poderoso: posee potencia creadora y conservadora
del mundo; potencia gobernadora y providente. Y aquí terminamos con una pregunta
capciosa: ¿No será acaso, todo esto sólo una proyección mental del hombre, de
su propia índole y... ¡nada más!? ¡El que tenga la respuesta que salga a la
palestra!
Mi antiteología
Bien amigos, pacientes y
perseverantes lectores, es mi deber ahora, advertirles que esta segunda parte de
mi artículo no es para los creyentes de corazón. ¿Tan terrible es la cosa? —se
preguntarán muchos—. Depende —contesto—. Los religiosos profundos y sensibles
pueden prescindir de él, más aquellos que se hallan navegando en el barco de la
duda, entre dos aguas, pueden intentar sumirse en un mar de razonamientos que,
según mi óptica equivale a pasar una máquina topadora sobre todo el tema
religioso.
Puede ser muy fuerte el
cimbronazo para aquellos a quienes desde pequeños se les ha inculcado la
religión. Para estos creyentes que tomaron este tema con santo convencimiento,
no he escrito nada. Pueden ignorar esta parte del artículo, pues no es mi
intención zaherir, ni matar las ilusiones de nadie.
Pero si, a pesar de todo,
algún religioso “valiente” se atreve a leer los siguientes argumentos, lo invito
cordialmente y con humildad a que haga una aguda réplica demostrando que estoy
garrafalmente equivocado. Le estaré sumamente agradecido.
Lo que puedo añadir antes
de entrar en el tema, es que mis conclusiones son el fruto de un puro
razonamientos en base a mis conocimientos sobre diversas disciplinas científicas
y filosóficas.
Si incursionamos en el tema
teológico crítico, debemos tener presentes a ambas teologías, es decir, tanto la
dogmática que parte de la creída “revelación”; como la natural
(denominada también teodicea) que “se vale de los principios de la
razón”.
Si incursionamos en la
primera, pronto nos encontraremos con un mundo fantástico repleto de ángeles;
buenos unos, malignos los otros, denominados estos últimos: diablos o demonios,
entre ellos Satán, Satanás o Lucifer y también Ángel del mal, Ángel caído y
Luzbel (sin faltar alguien que denomine como Belcebú al Príncipe de los demonios
y también Príncipe de las Tinieblas, y otros motes).
La gente también habla de
diablos de aquí, de diablos de allá y de ángeles buenos por ahí, poblando así el
mundo entero tanto de seres malignos, como también de entes bondadosos; de
santos de aquí y santos de allá (sin faltar las santas), cual almas de los
muertos en la bienaventuranza que escuchan desde el alto cielo; amén de los
espíritus vagabundos que pueblan el aire que nos rodea y no sólo eso, también
introducido en las montañas, océanos, tierra animales..., o identificados con
estas cosas. Los árabes, por ejemplo, creían que la atmósfera estaba habitada
por infinidad de espíritus o djins que amenazaban el reposo de los
hombres.
Los santos del catolicismo,
se “sienten” tanto en el espacio aéreo que nos rodea, como en el santo cielo
“allá arriba” (sin especificar claramente dónde), como en nuestra mente, y...
¡Aquí está la clave! ¡Hemos dado en el clavo! Si señores, son las neuronas del
cerebro humano las que fabrican a los santos, a los diablos, y a los ángeles
buenos, tanto como al monstruo Leviatán de los hebreos, los dragones
chinos, las gorgonas, la hidra de las siete cabezas, los otros monstruos
marinos.. y (crease o no) también a un Jesucristo ya no de carne y hueso como en
realidad lo fue, sino divinizado. Ya no se trata ahora de una persona como todos
nosotros, sino ¡de un Dios!
Repito con convicción: no
se trata de un ser real (exterior a la mente) este Dios Hijo fabricado por las
neuronas del Homo sapiens mysticus con su misterio y razón oculta
(perdónenme que sea tan rudo para expresarme en forma escrita), sino de una
ilusión. (En este caso estoy con Freud, quien consideraba que la religión es
sólo una ilusión).
Este personaje real, Jesús,
según mi óptica, fue como todos nosotros, de carne y hueso y mortal (por
supuesto). La mente humana lo transformó en divino y lo añadió después al dios
hebreo Yahvé y a un inventado Espíritu de Verdad (Espíritu Santo) para formar
con estos tres elementos a la denominada Santísima Trinidad como un dios único,
desafiando así a la razón (otro producto neuronal muy distanciado de toda
fantasía) y pretender así con este desafío, encajar todo dentro de un absurdo
“monoteísmo”.
Se trata de un misterio de
fe, se apresuran a aclarar los teólogos dogmáticos. Pero yo no creo en los
misterios como cosas fuera del “mecanismo” neuronal que los imagina. Es un
invento de nuestro cerebro, como miríadas de fantasías.
Claro está que, si desde
pequeños se nos inculcan estas cosas (como a mí me ha sucedido como hijo de
padres católicos), podemos arribar a la adultez y la ancianidad creyendo a pie
juntillas todo el dogma, salvo que investiguemos y razonemos por nuestra propia
cuenta como yo lo hice, para dejar de lado todo eso como una mera fantasía.
Tenemos numerosos casos
similares al “fenómeno” Jesucristo (en quien me hicieron creer casi de prepo).
Falsos mesías por todas partes. Entre los judíos, británicos, españoles,
alemanes, turcos, polacos, etc. (Véase mi obra: El cristianismo al
descubierto, capítulo IV, Editorial Reflexión, Buenos Aires).
¡Sobre la marcha se me
ocurre una cosa! Como acotación al margen podemos hacer el siguiente planteo
“ante el Señor”: ¿Qué tal si en vez de encarnarse en un hombre, lo hubiese hecho
en una mujer para que ella difundiera la “Buena Nueva”?
¿Una mujer? ¡Horror! Dirían
los machistas primero están los dioses, después las diosas. Quizás el natural
machismo de los hombres no la hubiese aceptado como una mesías.
Sin embargo, tenemos
a Venus, diosa latina; a la egipcia Isis; la Pachamama, madre Tierra diosa de la
fecundidad de los pueblos andinos... y muchas otras diosas esparcidas por el
mudo.
¡Bueno! ¡Son cosas de los
cristianos de antaño el haber elegido a un hombre para divinizarlo! El machismo
se impone.
Este dios de quien
hablamos, tuvo mayor suerte junto con otros casos similares de deificación del
hombre por el hombre, como el Buda, Mitra, Krisna, el Guru Nanak, el americano
Viracocha y muchos más que no viene al caso mencionar aquí, ya que, después de
todo, esto no es un tratado sobre religiones del mundo.
Lo que cabe aquí es afirmar
que, según mi óptica, todo ese mundo de ángeles buenos, demonios, santos, dioses
y diositos, es el más genuino fruto de la fantasía humana, que al margen del
mundo real ha creado un descomunal mundo fabuloso a lo largo de la existencia
del Homo sapiens sobre este “acuoso” planeta Tierra.
Bien, ahora, “agárrese el
lector que está en la duda”, porque viene lo peor para el cristianismo y...
paradójicamente ¡lo mejor para la razón!
Vamos a hilar el siguiente
discurso: ¿En qué cabeza cabe que un acontecimiento tan importante, grave,
singular y grandioso para toda la historia de la humanidad como la venida de un
salvador del orbe entero, haya ocurrido en un puntito insignificante, “perdido
en el mapa del mundo”: el seno de un pueblo de Palestina, (hoy Israel)? Y
esto precedido de un episodio de creación, nada más ni nada menos que del género
humano que “pecó gravemente” en la primera pareja comiendo un fruto prohibido
por el Hacedor del Mundo. Esta fábula, tomada como verdad, fue desmentida por
las ciencias. En especial por la paleontología, la historia, la genética y otras
“non sanctas” disciplinas. Un “pecado” tonto, menos que pecado una
simple travesura, que de ninguna manera guarda proporción alguna con el castigo
del caliente infierno donde todo ser no creyente (y por ende ¡maligno y
réprobo!) debe padecer la sempiterna tortura del “fuego eterno” (incluidos todos
los pecadores no arrepentidos). (Véase: Biblia, Juan, capítulo 8, versículo 24).
Retornando al seno del
nacimiento de esta fábula, sabemos (según dicen) a través del texto bíblico, que
el creador del universo entero promete “al mundo” (mundo casi puntual de aquel
entonces, sobre el planeta Tierra, que era el pueblo hebreo), un redentor nada
más ni nada menos que de, “¡Toda la humanidad!”. (Vana pretensión ya que, la
mayor parte de la humanidad continúa hoy más irredenta que nunca).
Si buceamos en el
denominado Antiguo Testamento de los israelitas, no hallamos allí ni un sólo
pasaje claro, conciso que nos hable con precisión de un cierto Hijo de Dios
(Dios al mismo tiempo), que iba a venir a rescatar a todo, absolutamente todo el
género humano, es decir: papúas de Nueva Guinea que habitaron la isla hace más
de l30.000 años; el África Negra, el continente más antiguo, cuna de la
humanidad; Asia con su cultura milenaria representada principalmente por los
hindúes y los chinos; amén de pueblos nómades de las grandes extensiones; los
amerindios de las Tres Américas desde los hielos y praderas norteamericanas
hasta la argentino-chilena Tierra del Fuego, y la, para nosotros los
sudamericanos, lejana y casi antípoda Australia con todas sus islas y
archipiélagos que la rodean, amén de todas las islas dispersas por todo el
planeta.
Ahora bien, vemos a las
claras que a los teólogos dogmáticos nunca les interesó este detalle. Fabricaron
su teología recluidos en una torre de marfil, al estilo de las lucubraciones que
puede realizar una criatura de corta edad. Este infantilismo se trasluce a
través de toda esa teología. (Como acotación al margen, debo decir que nunca
pude llegar a comprender, cómo gente universitaria, con amplios conocimientos en
diversas disciplinas, podía adherirse a estas fábulas, pues una cosa es la
persona inculta cuyo número representa la gran mayoría de la población del
Globo, y otra muy distinta es un epistemólogo, un filósofo o un investigador
profundo).
Bueno, retornando al
corazón del tema, la religión cristiana —dejando de lado toda dificultad
racional— nos explica que allí, en un pueblito perdido en el mapa del mundo,
Belén de Judá, nace el cocreador nada más ni nada menos que del Universo
“entero”, desde el planetita Tierra hasta la última galaxia y quizás también más
allá.
¿Por qué cocreador? ¿Está
chiflado el autor demente de estas líneas? (apuesto a que no). Invito a leer a
Pablo de Tarso en su epístola a los Colosenses (1:15 16), que reza así: “El
cual (Cristo) es la imagen del Dios invisible, engendrado antes que toda
creación. Y además por El fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y
las de sobre la tierra; las visibles y las invisibles, ora Tronos, ora
Dominaciones, ora Principados, ora Potestades. Todo fue creado por él y para
él”.
¡Más claro imposible! El
dogma (léase invento paulino) lo dice así; está escrito.
Retornando al tema, este
“Dios del Universo” identificado con el Padre (¿): “Yo y el Padre una misma cosa
somos” (Juan el evangelista, capítulo 10, versículo 30) (aparte de la otra
Persona: el Espíritu de Verdad, alias Espíritu Santo inventado por Jesús de
Nazaret hace ya casi 2000 años), pretendía redimir a toda la humanidad del
Globo Terráqueo.
¿Cuál ha sido el magro
resultado de este “magno” plan de Dios? Hoy se calcula que los cristianos
representan apenas un 25 % de la población mundial. El resto pertenece a otros
credos o es agnóstico, ateo o indiferente en materia de religión.
Y como acotación al margen
me veo motivado a aclarar que ese 75% o más, remanente de los pobladores del
mundo no son, ni de lejos, todos unos “sordos que quieren serlo”, desoyendo a su
creador quien les tiene prometido el castigo infernal o tal vez sólo el
ablandador Purgatorio (¡por ser infieles!). Cae de maduro y casi no hace falta
decirlo que, dentro de ese porcentaje existen personas moralmente intachables
¡aún siendo ateos! ¡Qué horror! O creen con pleno convencimiento en otras
divinidades.
Otro detalle, un poco
tardíamente, sin ser yo ni de lejos un ente divino (ni hace falta decirlo), le
aconsejaría a Dios obrar de un modo muy distinto de como lo hizo. En un ejemplo
ficticio, si yo fuera el Todopoderoso, elegiría un plan muy diferente para
redimir el mundo entero y explicar de paso para qué demonios está el hombre
sobre la Tierra. En primer lugar bajaría del santo Cielo para adquirir figura
humana, y desperdigarme, en un acto de polilocación (valga el neologismo
que significa estar en varios lugares a la vez), en innumerables puntos del
planeta en forma de hombre (porque Dios es machista, pues no se encarnó en una
mujer, “ni en una pareja”) con el loable propósito de explicar en pocas palabras
al género humano para qué está en el mundo, qué debe hacer y que no debe hacer a
fin de lograr la sacrosanta Bienaventuranza y... punto.
¡Que tanto palabrerío
bíblico en un texto interminable!
Repartido en imágenes cual
reflejos en gotas de mercurio dispersadas por todos los pueblos de la Tierra
para dejar un mensaje a la humanidad entera, una vez cumplida mi misión,
regresaría al Mundo Celestial con la conciencia tranquila para “dormir” en paz,
y al despertar, ver como toda la humanidad se comporta como un solo santo.
En lugar de guerras,
crímenes, invasiones, masacres, llanto, destrucción y muerte, observaría
plácidamente el panorama mundial formado de una sociedad angelical.
En cuanto al demonio,
Luzbel y sus angelitos traviesos, si hubiesen aparecido por ahí, tiempo ha los
hubiese “hecho papilla” arrojándolos al abismo de “fuego y azufre” para que allí
se consumieran y dejaran en paz a toda criatura inocente del planeta Tierra.
Esta “herejía”, es lo que
le aconsejaría al Creador del Universo y la vida si pudiera conversar con Él
amigable y racionalmente, en un tete-a-tete, sin rencor alguno por ambas partes,
a pesar de nuestras divergencias metodológicas.
¿Un mundo aburrido entonces
es lo que le propondría al Hacedor? ¿Con qué se entretendría entonces este Ente
harto? ¿Aburrido? ¡De ninguna manera! ¡Por favor! ¿No existen acaso los
deportes, el arte, la música, la sana literatura, la carrera del conocimiento
(la ciencia), la buena tecnología y mil cosas más que puede hacer la “criatura”
humana ante la plácida vista de su amado Creador?
Ir a la guerra a matar como
loco o mutilar a sus semejantes que en otras circunstancias podrían ser sus
benefactores, es una aberración a todas luces. El Ser Supremo que tenga
necesidad de estas emociones para disfrutar de su creación viendo como las armas
de guerra aniquilan a poblaciones enteras, ¡que se pegue un tiro! para dejar en
paz a los hombres mansos de este planeta. ¡Y no hablemos de las enfermedades,
porque esto ya es conocido como una falla o aberración de “la creación divina”.
¿Que el pecado es el
culpable de todas estas cosas? (Me lo han bocinado muchas veces los religiosos).
Descartando totalmente la falta del señor Adán y la señora Eva, nuestros míticos
“padres” primigenios según el cuento, no encuentro razón teologal alguna para el
sufrimiento, ni siquiera el de los animales que nos acompañan en esta aventura
de la vida planetaria.
A propósito de la fauna.
¿Acaso el cervatillo que es atacado a dentelladas por el felino, liberado luego
por casualidad (o por voluntad o compasión divina) padeciendo de graves heridas
antes de morir infectado, tiene esta desgracia por ser pecador? Estos
sanguinarios episodios se han repetido en todo el planeta en trillones de
trillones de casos desde la ameba hasta el elefante o la ballena. ¿Dios ama a
sus criaturas? Más bien apostaría a que, de existir, es un monstruo indolente.
La crueldad en la naturaleza es un patente testimonio de la falta de amor por
sus criaturas por parte de un Dios “puro amor por sus criaturas” (valga el
contrasentido).
Ahora viene al caso repasar
y sopesar algunas cualidades otorgadas por los teólogos a su bendito Dios, y
aquí transponemos el umbral para incursionar de lleno en la denominada
teología natural, también denominada teodicea. Sabemos que esta
disciplina otorga las cualidades de la perfección y bondad a su Dios. Huelga
decir que de un ser absolutamente perfecto con poderes ilimitados como lo define
la teodicea, debe surgir necesariamente una obra perfecta. Mas si nos fijamos
como marcha el mundo, nos encontramos cara a cara con una infinidad de
imperfecciones. Más que esto, comprobamos que nada, pero absolutamente nada es
perfecto. Ni el conjunto de galaxias, ni cada galaxia, y por ende, nuestra
patria galáctica denominada Vía Láctea, ni las estrellas entre ellas nuestro Sol
que a veces se encabrita con sus erupciones que interfieren con las ondas de
radio, ni nuestro Globo Terráqueo con su orogenia, deriva continental,
glaciaciones atmósfera turbulenta, actividad sísmica y volcánica, alteraciones
climáticas repetidas con frecuencia, sequías, temporadas de lluvias
torrenciales y sus consecuentes inundaciones, vientos huracanados, olas de
calor o de frío, etc. etc. Ni siquiera las formas de sus continentes e islas en
sus costas son perfectas. Si fuesen de forma reticular, circular o romboidal,
podríamos sospechar de algún artífice perfecto que pudo haber establecido
simétricamente los territorios habitables. En cambio vemos que las costas de
continentes e islas son el colmo de la irregularidad. (Recordemos sobre la
marcha el mote de Perfecto Hacedor, otorgado al Creador del mundo).
En cuanto a la bondad
de Dios, otro atributo otorgado al inventado Ser Supremo tanto por la teología
dogmática como por la racional, ya vimos cómo permite el maltrato a sus pobres y
sufridas criaturas, tanto personas como animales al crear en ellas el instinto
de herir, hacer sufrir y matar.
Con respecto al atributo
entitativo de la omnipresencia, debemos admitir, sin temor a equivocarnos
que este ser es consciente tanto de un mortífero misil que diezma vidas humanas;
de la ponzoña de una víbora que mata; de las fauces de un carnívoro que devora a
una inocente presa aún con restos de vida; en un tumor maligno que destruye
paulatina y pertinazmente un organismo vivo causándole intensos dolores hasta su
muerte. También debe conocer a cada asqueroso parásito, fruto de su creación,
que vive a expensas de su huésped, tanto sea exterior: piojo, pulga,
garrapata..., como interior: ameba, tenia, larva de insecto, etc. amén de los
unicelulares: hongos, bacterias, protozoarios y virus patógenos. Sin ocupar
lugar, como quieren los sabihondos teólogos, por presencia, siempre debe estar
allí con toda su ubicuidad, en toda inmundicia.
¡Paremos la mano! ¡Basta de
denostar y “embarrar” a un Ser Supremo, Sabio y Puro Amor por sus criaturas que
sería el Dios creador verdadero según los teólogos!
Vayamos a otra cosa que
¡realmente está en el mundo!
Cada vez que he
incursionado en el tema teológico (y lo he hecho infinidad de veces), me tuvo
que “romper la cabeza” para asimilar lo que ahí se decía.
Uno de los mayores
engorros en que me vi envuelto, ha sido la noción de infinitud e
inmensidad que atribuyen los teólogos a su inventado Ser Supremo. ¿Qué han
querido decir los eruditos en materia de lo que no existe? (valga el
contrasentido, pues hablar de lo que no existe, equivale a echar palabras al
viento).
Vayamos al grano: por más
esfuerzos que haga, no me puedo imaginar a un “Supremo Ser” abarcándolo
absolutamente todo, sin caer en un panteísmo neto. En efecto, si me dicen que
Dios es inmenso e infinito debo aceptar que se halla desparramado entre todas
las galaxias del universo. Tanto entre las estrellas de la Vía Láctea, como en
la galaxia Andrómeda en los “agujeros negros” del espacio exterior, en los
terroríficos choques y canibalismos galácticos, hasta en el último quasar.
Pero esto no es todo. La
teología me sale con que este, para mi hipotético Ser, no ocupa lugar alguno
y esto me conduce hacia la necesidad de hacer un nudo en la razón, cerrar los
ojos y aceptar lo irracional y absurdo (si me pusiera en el papel de creyente).
Una de dos, o este “Ente”
está en todo; separado del todo, o... ¡en ninguna parte!
Más bien, para escapar de
la sinrazón, apuesto a esto último, aunque... pensándolo mejor... puedo aceptar
sin ambages que este “Señor” se halla únicamente en la imaginación del hombre
que en él cree.
Ladislao Vadas