Explicación natural de la idea de perfección
El mecanismo mental de la
formación del concepto de la perfección suma, se asemeja al de la concepción de
las ideas de lo espiritual, del alma inmortal, como así mismo al nacimiento de
las diversas religiones y mitos y la creación de dioses.
Desde los tiempos
primitivos el hombre ha creído en los espíritus, en la supervivencia del alma y
en infinitos dioses. La antropología nos ilustra sobradamente sobre ello.
En los espíritus, porque de
ese modo daba explicación a los fenómenos naturales cuya causa ignoraba. En el
alma sobreviviente al cuerpo, por el horror que causa la idea de la muerte y el
tránsito hacia a la nada. Por su parte la creación mental de los dioses obedeció
a la necesidad de protección en el mundo frente a los embates siniestros de la
naturaleza. (Véase del autor de este artículo: El origen de las creencias,
Editorial Claridad, Buenos Aires capítulos I, II, III, IV, V y VI.).
A todas estas reacciones
psíquicas ante la realidad, las denomino factores de supervivencia, que
surgieron como cosas útiles a lo largo de la evolución biológica de un ser
consciente de los peligros, acechanzas y calamidades naturales. El mundo real se
ha mostrado hostil al hombre: enfermedades, epidemias, catástrofes naturales,
ataques de fieras, luchas tribales, etc. Por ello, la fantasía humana creó un
mundo ficticio para encerrarse en él y sentirse protegido. Así también la idea
de perfección nació en la mente como un factor más de supervivencia.
Si toda persona fuese
desordenada, el caos se adueñaría de la sociedad humana. Jefes, gobernantes,
organizaciones con distintos fines, el cultivo de la tierra, cacerías por
supervivencia, recolección de frutos, relaciones familiares, vínculos sociales,
todo esto sin leyes, sin orden, nos trasformaría en seres bestiales que se
devoran los unos a los otros
Así nacen las leyes,
normas, organizaciones sociales, políticas, económicas y todo lo que concierne a
la marcha de la sociedad en orden. Y todo eso se trata de realizar lo más
perfecto posible. Pero nunca se siguen al pie de la letra las normas
establecidas de cualquier orden que sean porque el hombre es imperfecto,
proclive a la transgresión, más sus leyes sí lo son y tratan de serlo siempre
mejor adatadas a nuevas circunstancias. Las constituciones de las naciones, por
ejemplo, se sancionan lo más perfectas posible, para que algunos hombres que se
desvíen luego de sus postulados deban ser enderezados por otros hombres
encargados de hacer cumplir dichas leyes.
Lo mismo ocurre en el
terreno artístico. El artista trata de realizar sus obras lo más perfectas
posible para que tengan valor ya que de no hacerlo así serán rechazadas por los
demás. Lo mismo ocurre en materia de tecnología.
En el terreno religioso no
es distinto. El mismo concepto de perfección es trasladado a un hipotético ente,
fruto de la fantasía por razones de protección y por ende de supervivencia, que
se denomina Dios con mayúscula, y esto es todo.
Existimos, la humanidad
llegó hasta el día de hoy a lo largo de los avatares de la salida de las
tinieblas de la sinrazón hacia la luz de conciencia, gracias a múltiples
factores azarosos – ya que somos únicos en este colosal anticosmos que nos
rodea, como frutos de un crisol de azar- que se incorporaron sobre la marcha de
la evolución. Entre ellos está la tendencia a concebir y realizar las cosas lo
más perfectas posibles. En otras palabras, subsistimos gracias a los instintos:
sexual, de conservación, de maternidad, a la facultad de fantasear para
evadirnos de la muchas veces cruel realidad, a las reglas morales y leyes que
supimos concebir y aplicar y... entre muchas otras cosas más: a la tendencia de
lo perfecto.
¿Quién nos inspiró entonces
la idea de la perfección total que se atribuye a un dios absoluto? La misma
naturaleza desde el ADN o plan genético, el mismo proceso natural
biológico-psíquico que nos produjo como un caso único en el concierto universal.
(Véase del autor: La esencia del universo, Editorial Reflexión, Buenos
Aires; cap. XV.
Al fin y al cabo se trata
de una actitud supersticiosa frente a lo que no se entiende Es una proyección
mental más hacia un dios inventado.
Los atributos otorgados
a un ser supremo lo anulan como tal
Empecemos por la bondad.
“Dios es bueno”, se dice a la ligera. Bien pero... ¿frente a qué es bueno?
Frente a lo malo, por supuesto. Perfecto, pero... ¿y el mal de dónde salió?
¿La posibilidad de lo malo se
halla como fuera del marco de la divinidad? ¿No existe aquí una idea infantil?
La mente que inventó este
contrasentido ha sido corta de pensamiento, porque no tuvo en cuenta que si su
dios es el autor único de todo lo existente, no pudo haber encajado su bondad y
la de otros seres al crear el mundo, en un entorno donde ya preexistía la
posibilidad de lo malo, de la injusticia, de lo imperfecto, del odio, del
egoísmo, que vemos en el mundo. Si así fuere entonces no estaba “solo” antes de
crear el mundo, existían él y lo posible y esto contradice su unicidad y además
atenta contra su perfección. En efecto lo posible lo condiciona, este dios está
uncido a ello, no puede hacer lo imposible.
Más si por otra parte no
preexistía nada de eso, tuvo que haber hecho el mundo incluyendo en él todas las
posibilidades, tanto de lo bueno como de lo malo.
¿Por qué lo habría hecho
así? ¿Para resaltar él como el mejor, el bueno por excelencia el justo, puro
amor..., frente a la maldad sin límites, la iniquidad, el odio (sus creaciones
como posibilidades)? Si se da este caso, le resta perfección, ya que se nos
transforma en un soberbio.
Si lo hizo para probar a la
criatura humana –incursionando un poco en la teología dogmática- vemos que no
existen iguales oportunidades para todos y esta disposición es una injusticia
impropia de un ser concebido como absolutamente perfecto.
El mal en el mundo es
verdaderamente uno de los más grandes dilemas de los teólogos, un insalvable
escollo para aceptar al dios bueno único. No saben como explicarlo. En un vano
intento dicen que su dios no el causante del mal físico o moral, sino la
criatura. De este modo pretenden liberar de culpa y cargo al hacedor y achacan
la maldad al ser creado que es defectuoso. Con esto quieren decir lisa y
llamante que el ser absolutamente perfecto crea seres imperfectos. ¿Para qué?
¿Será otra vez para resaltar él como el mejor? ¡Terminantemente no! ¿Por qué?
Porque en este caso ya deja de ser perfecto, pues evidentemente posee el feo
defecto de ser jactancioso, presumido, en resumen manchado de soberbia.
Pero he aquí lo notable:
¡No pudo hacer otra cosa! Si este dios perfectísimo hubiese decidido crear seres
idénticos a sí mismo multiplicándose cual imagen en millones de espejos, esto no
tendría sentido pues sería siempre él mismo, ¿dialogando consigo mismo?
¿Aburrido? Esto sería algo parecido a un solitario que deseando estar acompañado
se propusiera proveerse de juegos de espejos para llenar con ellos todas las
paredes de sus habitaciones y verse multiplicado hasta el infinito. ¿Dejaría así
con esta artimaña de sentirse solo?
Luego, vemos una vez más,
que este dios teologal continúa siendo condicionado por lo que él no es, es
decir lo que se halla fuera de su naturaleza, como si existiera un marco de
fondo que lo contuviera, un entorno lleno de exigencias que no le permite
moverse con libertad.
Aquí podemos ver claramente
cómo la propia metafísica que nutre a la teología, estrangula a nuestro dios, lo
deshace, lo pulveriza, lo transforma en... ¡un imposible!
Un dios así ¡no puede
existir! ¡Ni ningún otro como luego veremos!
Lo posible es terrible,
sumamente exigente, imperiosamente severo.
Ninguna clase de dios puede
hacer que la suma de los ángulos de un triángulo o sea igual a dos rectos o que
si A es mayor que B, B no sea menor que A.
Retornando al tema del mal,
sólo resta transcribir lo que expresó cierto teólogo después de haber escrito un
extenso tratado de teología natural, pues el problema capital para la teología
es la permisión por parte de su dios: “El mal moral, el obrar pecaminoso,
hay que ponerlo en el platillo del abuso de la libertad y no en el uso de la
misma. Este abuso de la libertad pudo ser impedido por Dios con sólo
proporcionarnos una forma de libertad distinta de la que efectivamente nos dio.
¿Por qué no lo hizo? La sola formulación de este interrogante nos
advierte de la vecindad al más impenetrable misterio del quehacer metafísico.
(Ángel González Álvarez, Tratado de metafísica-teología natural. Gredos,
Madrid, 1968 pág. 523).
¿Podemos imaginarlo en su
inmaculada pureza presenciando consciente e impávidamente una mortífera
flecha, una bala de cañón, una caga asesina de cualquier arma de fuego, un misil
que siembra pánico, muerte y destrucción, desesperación y llanto prácticamente
metido en espíritu (según González Álvarez), observar la lava volcánica que
arrasa , un fiero vendaval que barre poblaciones enteras, la tierra que
tiembla y deja el saldo de víctimas, desolación y desconcierto, la peste que
diezma, observando a los dinosaurios que se devoran unos a los otros tras
cruentas luchas e implacables persecuciones durante millones de años, todo en
vano en la fauna actual que se persigue y devora sin piedad, las mil y una
calamidades que azotan a justos e inocentes y “culpables” por igual, en este
infausto planeta incluidos nuestros hermanos inferiores sensibles, los animales?
¿Podemos concebirlo
consciente de la existencia de un tumor maligno en un ser humano, que crece y
traba la marcha de su organismo, que hace estallar de dolor, en gritos de
desconsuelo e impotencia a los aquejados por el mal que pueden ser nuestra
madre, nuestro padre, hijo, esposa, o cualquier otro ser querido, y los justos
de infinitas religiones que “esperan algo de la vida”?
¿Puede hallarse recluido
inmanente, “como lo amado en el amante”, “como lo conocido en el cognoscente”
(como dicen los teólogos) en toda criatura humana de la Tierra? ¿Acaso no
existen también otros creyentes en diversas divinidades alejados de la teología
judeocristiana? Estos son mayoría, y no saben nada de aquel “dios de todos” que
está en todo y todo lo escudriña y “se revela con su gracia”. ¿Por que no se
revela entonces a los que “extraviados”, creen en otras cosas “erróneas”?
¿Revelación post mortem de la verdad absoluta a los budistas, taoístas,
brahmánicos, hebreos, mazdeístas, mahometanos, “cristinos extraviados”,
agnósticos, indiferentes, ateos...? En todo caso ¿por qué no en vida? ¡Silencio!
¡Misterio teológico! O quizás antiteológico cual bumerang que aniquila a toda
suerte de dios justo, racional, lógico, universal.
¿Y si existiera un dios
irracional, como lo pretenden algunos para explicar así toda iniquidad en el
mundo? ¡Abajo semejante dios!! No nos interesa a los justos tal engendro
semi-bueno, semi-maligno. No queremos un dios loco. ¡Exigimos un dios cuerdo!
¿Dónde está? Evidentemente ¡en ninguna parte del universo! No lo hallamos ni en
nosotros mismos según nuestras experiencias sensatas y racionales, cuando nos
sustraemos de las obnubilaciones místicas, ni lo encuentra la ciencia con sus
propias experiencias del mundo. Sólo queda reducido al ámbito craneal de los
crédulos, dentro de esos l500 centímetros cúbicos de capacidad craneal del
Homo sapiens. Sólo ahí está el dios imaginado con su cohorte: en el mundo
ficticio. (Véase del autor de este artículo: El mundo ficticio, Ed.
Reflexión, Buenos Aires).
Y como si esto fuera poco
los teólogos han inventado un dios inmutable y eterno, y esto sin tener en
cuenta la aparición del mundo “un buen día”, salido de sus propias manos, que
significó un cambio, una mutación de un solitario en un ser acompañado. Pero he
aquí que también lo ha imaginado intemporal y poseedor de ciencia de visión y
ciencia de simple inteligencia, de modo que este ente conoce a todos los seres
posibles que fueron, son y serán como en un presente continuo. Para él no hay
pasado ni futuro, todo es presente y desde la infinitud sabía del mundo a ser
creado, conocía al detalle todo, absolutamente todo lo que iba a suceder en él
una vez creado.
Y para colmo de males al
imaginarlo inmutable –“en Dios o hay accidentes. Nada puede añadirse a la
esencia divina ni sobrevenirle algo accidental”, escribió Tomás de Aquino en su
Suma contra gentiles, libro 1, cap. XXIII), entonces no hubo cambio en él
al decidirse por la creación, de modo que la aparición del mundo, toda su
historia carece de novedad para él. Es un ser sin historia y nada es historia
para él.
Incursionando un poco en la
teología dogmática, podemos advertir que ni siquiera puede juzgar a sus
criaturas, porque para él ya están todas juzgadas; las que existieron, existen y
las que están por nacer, pues las conoce desde siempre, desde la eternidad y
todo, absolutamente todo, el mundo, la vida el hombre, cae dentro de un
determinismo absoluto donde es totalmente imposible la libertad.
La historia, para el hombre
es una sucesión de hechos, en cambio para ese ser para quien pasado, presente y
futuro se confunden en la intemporalidad inmutable no hay historia, ya lo conoce
todo, aun lo que “sucederá en el tiempo humano” dentro de quintillones de años
(si es que existirán entonces. Nada nuevo puede sucederle. ¿No? ¿No es así?
¿Dudas?
Si este ser viene de la
eternidad, solo, sin mundo, sin nada que lo acompañe, una eternidad de la que
nosotros, acostumbrados a la medida del tiempo, podemos tomar sólo una pizquita
equivalente a nuestros “breves” miles de millones de años de la existencia de
la Tierra, e imaginar el resto como quintillones, sextillones e infinitos
septillones... de años, siempre igual, sin sucesos, es entonces un dios
encerrado en sí mismo, identificado con su esencia inmutable, sin nada exterior
a él, ¿un dios aburrido? ¡Pensamiento humano, muy humano!
No obstante “un buen día”
este dios solitario (quizás acompañado sólo de ángeles insulsos) toma una
determinación: decide crear el mundo para abrir así una brecha en su eternidad
impasible con una breve historia, (o historieta).
Historia en cuanto
apreciado por la óptica del hombre, para quien hay sucesión en el tiempo, no
para el creador quien carece de historia y para quien el episodio del mundo y el
hombre sólo es una instantánea chispita en la eternidad, que él ya archiconoce
desde siempre en virtud de su atributo de la presciencia que le otorga la
teología. Quintillones o sextillones... de “años” atrás ya sabía todo,
absolutamente todo lo que iba a suceder, de igual modo que el novelista o
creador de historietas tiene in mente la trama de la obra a realizar y sólo le
resta plasmarla en el papel.
Pero de todos modos, sea
como fuere ¿acaso no hubo una novedad para este dios solitario que de pronto se
ve acompañado de su mundo con todas sus complicaciones, maravillas, desastres y
transformaciones, escenario de las correrías de los dinosaurios primero durante
160 millones de años, y de un ser consciente inteligente después, quien hace
“las mil y una” travesuras sobre la faz de la Tierra? Es como el libretista que
tiene in mente su obra que luego ve plasmada en la realidad exterior. Una vez
realizada la obra, el autor la goza como hecha, la ve, la palpa, la vive de otro
modo. Ahora bien, ¿alguien me puede persuadir entonces de que en el “impasible”
dios creador de marras no ha ocurrido un notable cambio al pasar su mundo de
simple proyecto creativo a la realidad? ¿Es posible que no haya experimentado
una novedad en su existencia eterna como el artista ante su obra? ¿O es ésta
nuevamente tan sólo una visión antrópica de las cosas, una interpretación
nuestra, particular de los hechos abismalmente apartada de la de una divinidad
absoluta, eterna, intemporal, inmutable? Pero yo ser pensante no me puedo poner
en el lugar de este propuesto se supremo con tales cualidades gratuitamente
otorgadas por los teólogos ya que no soy de su misma naturaleza: no puedo pensar
en términos que lo hace ese dios, pero... ¡los teólogos tampoco!
¿Quién les dijo a ellos que
tal ente puede existir y de esta manera? Yo sólo se pensar en el sentido
antropocéntrico en este caso y con legitimidad, porque desconozco otra forma de
concebir las cosas, pero no por ello voy a caer en fantasía alguna. Más no por
eso me veré obligado a aceptar lo que otros han imaginado al margen de toda
experiencia, y por ende sigo sosteniendo que este señor creador del mundo, de
existir, tuvo que haber experimentado un notable cambio en su existencia eterna
durante la creación, la marcha del mundo y luego nuevamente tras su extinción.
Esta chispita en la eternidad, este paréntesis temporal en su intemporalidad,
tuvo que afectarlo de algún modo. ¿Esta causa emotiva sería la razón por la cual
creó el mundo? ¡Bah! ¡Simple vanidad pasajera para su condición de eterno!
¡Vanidad semejante a la de un libretista que goza temporalmente con la
materialización de su comedia! ¿Y si no fuera así tampoco?
Las preguntas surgen como
hongos y se multiplican: ¿Para qué creó el mundo entonces, si ya lo conocía todo
gracias a su atributo del preconocimiento del porvenir y no experimenta
emociones como el autor humano con su obra? ¿Para qué lanzó a la existencia a
criaturas: animales y personas, destinadas muchas a padecer horrores en la
Tierra en plena inocencia sin compensación alguna a la par de otras que van de
felicidad en felicidad, ¿con descompensación en la otra vida? ¿Qué otra vida?
Para mí, lo de la otra vida es un invento más de la mente humana y esto da
cabida a nuevas especulaciones metafísicas antiteológicas.
En nuestra comparación, el
libretista se salva, porque sus personajes son de ficción, no sufren en carne
propia, pero la acción del dios creador es imperdonable por el hecho de lanzar a
la existencia seres inocentes, de carne y hueso, sensibles, destinadas a
padecer, a verse complicadas sus existencias, a perder su inocencia y muchas
cosas feas más. ¿Y los niños que nacen inocentes y tienen corta vida sin conocer
el mundo, también están a prueba?
Lo decisivo aquí, es que
cuando estos argumentos antiteológicos estrujan un dios metafísico, lo esfuman,
lo hacen desaparecer de escena, no dejan ni rastros de él.
Más como hemos visto que
los argumentos basados en la experiencia sobre el mundo tampoco ayudan en nada y
por el contrario contribuyen a borrarlo de la existencia por ser un imposible,
sólo nos queda un dios mítico, recluido en la mente de quien lo piensa como el
dios Amón o la diosa Isis de los egipcios, el dios Inti de los incas, Ormuz de
los antiguos persas o Zeus de los griegos, deidades que jamás existieron en la
realidad. El dios de todos o “Dios” a secas, como ente que lo encierra todo:
omnipotencia, omnisciencia, previsión, intemporalidad, inmensidad,
inmutabilidad, eternidad, pura bondad... en una palabra, la perfección suma, es
un imposible, es sólo un mito más por las razones metafísicas expuestas, que
cual bumerang golpean contra los mismos argumentos metafísicos demoliéndolos y
esto con la ayuda de la experiencia. (Para conocer un desarrollo más amplio del
tema véase mi obra Razonamientos ateos, editado en Buenos Aires).
Descartada toda
demostración de la existencia de un dios por las vías: racional, metafísica y
científica, sólo nos queda acceder al refugio de la teología dogmática. Allí es
donde se cobijan muchos teólogos que huyen perseguidos por la razón y la ciencia
que los acosan sin miramientos. En especial hacen esto los teólogos protestantes
quienes dicen, por ejemplo que, ¡bueno! “Donde la ciencia ya no podía funcionar,
se hacia funcionar a Dios. Dios llenaba los blancos dejados por la ciencia”.
(Según Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en Occidente, Ed. La
Aurora, Buenos Aires 1977, pág. 479). Pero esta posición se hacia insostenible
–añaden- cuando la ciencia en sus avances llenaba aquel vacío con nuevos
conocimientos Entonces la fórmula surgió parangonando una frase atribuida al
“salvador”: “Dad a la ciencia lo que es de la ciencia, y a Dios lo que es de
Dios”. Es decir que la ciencia debe seguir su camino mientras que la religión
pertenece a otra dimensión.
Cada vez que la religión
interfería en la causa de la ciencia, llevaba las de perder y quedando
malparada. Por ello se acepta hoy que “la teología no necesita poner a Dios a
obrar para llenar un hueco en nuestro conocimiento científico”.
En resumen, “la ciencia
vive y opera en otra dimensión y en consecuencia no puede interferir en los símbolos
religiosos de la creación, la realización, el perdón y la encarnación, ni puede
la religión por su parte, interferir en las afirmaciones científicas” (Obra
citada, págs. 479 y 480) Pero resulta que, así caemos de bruces en la teología
dogmática y ¿es este entonces un escondite seguro para los teólogos? ¿Es en el
simbolismo, en esa otra dimensión apartada de todo lo mundanal en ese reino del
espíritu donde se puede sentir absolutamente seguro el dogma?
Invito a los lectores
interesados en el tema a leer mi próximo artículo semanal relativo a Los
absurdos de la teología dogmática.
Ladislao Vadas