Después de mucha retórica
volcada en distintas obras sobre el sentido de la vida, viene hacia nosotros
raudamente la señora teología, de la mano de las diversas religiones con
deseos vehementes de explicarnos para qué diablos, o dioses buenos, estamos en
este polifacético mundo.
Los hindúes a su manera,
tiempo ha, inventaron el porqué y el para qué, y nos legaron cosas tales como el
brahmanismo que se resume en una trimurti índica así definida: Brahma
creador, Visnú conservador del mundo, Shiva destructor y, al
cabo de la acción de éste último dios, volver a empezar: Brahma dormido
despierta, y crea otra vez el mundo con el mismo destino, y así siempre.
Cosuelo barato, pero
quitapesares al fin. Quizás volvemos a existir, lástima que muchos llenos de
pesares otra vez.
Ya lo pensó el tronador
filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Digo tronador porque mugía fuerte contra el
cristianismo tratando a sus adeptos de débiles, a la par que nos hablaba de un
eterno retorno de todas las cosas existentes y por existir, quizás
influenciado por la filosofía de Heráclito de Efeso (480 a.C.), aparte del
susodicho brahmanismo y, la posterior a su muerte, teoría científica del
big-bang cíclico tal vez ya intuida o prevista en su imaginación.
Bueno, nos hemos disparado
como bala perdida hacia una de las múltiples cosmologías, al mismo tiempo que a
los confines del Universo cuando nuestras dudas están aquí, en el planeta
Tierra.
Vamos a la sonora y curiosa
pregunta, ¿por qué la teología budista puede darnos información acerca del
sentido de la vida? Porqué nos consuela diciendo que, bueno, ante los temores y
horrores mezclados con periodos de bonanza en la vida, hay una meta:
confundirnos con Brahma después de nuestra muerte corporal, o tener una
esperanza más en este mundo: la reencarnación y... continuar acumulando méritos.
Buena solución, lástima que
alcanza tan sólo a los hindúes que creen en eso.
Mas en el Occidente
cristiano no es distinto, pues el Cielo prometido a sus adeptos, atañe (según
censo de población mundial) tan sólo a un débil 25 % de la población del Globo;
así, el 75 % restante (según algunos teólogos cristianaos) queda huérfano de
Dios, y esto es terrible, y no hablemos de los siglos pasados antes de la
difusión de esa religión y de los 100.000 años de la existencia del Homo
sapiens en Europa desde su emigración del África cuna de la humanidad;
cálculo que, según mis conocimientos antropológicos, es bastante fiable al
compás de los modernos tratados sobre el origen del hombre. (Véase al respecto
la obra de Luigi Luca Cavalli-Sforza: Genes, pueblos y lenguas, Ed.
Crítica, Barcelona, 1997, capítulo 3).
No podemos, los
occidentales, dejar tampoco de lado a las multitudes islámicas que conciben un
Dios único, porque su concepción de un ser divino es más lógica y simple, sin
esas complicaciones racionales que implica la aceptación de tres personas
divinas y un solo dios y, entrometido entre ellas un Satanás que les hace burla
a los tres con sus travesuras, a veces macabras, y la “vida imposible”, pues
siendo tres estos dioses (aunque los teólogos insistan en que son tres personas
y un sólo dios) podrían aniquilarlo de un solo “manotazo”, para que dejara en
paz a todos los devotos.
Pero bueno, dejando aparte
todas estas cuestiones infantiles, se hace necesario reconocer que las
teologías, “habidas y por haber”, han sido inspiradas por motivos existenciales
muy fuertes, frente a las penurias de esta vida, y la muerte.
En un intento de
racionalizar la existencia del mundo y la vida, ¿qué mejor recurso que apelar a
la invención de un ser o seres superiores al hombre, pobre gusano que se
arrastra y debate entre el bien y el mal sin saber, en este último caso, de
dónde vienen las bofetadas?
El desvalido ser racional
que nace en este mundo necesita protección, pero al no hallarla en el ámbito
exterior a su mente, apela a su imaginación para crear seres fabulosos y así
nacen los dioses protectores como refugios ante las tribulaciones, y también los
dioses malos para explicar el mal en el mundo, y a estos hay que aplacarlos. De
ahí tantos sacrificios de animales y seres humanos por otros seres humanos
cuando se cree que esos dioses están ofendidos o enojados. La antropología y la
historia, hablan mucho de estas cosas. Basta con acudir a los innúmeros tratados
sobre culturas primitivas como la azteca, maya, chibcha, incaica, araucana
(mapuche), etc. de América, como del Asia milenaria, África, Oceanía y otros
ámbitos del Orbe.
Todos los actos humanos,
buenos y malos, tienen su explicación en el mundo de la teología, en el folclore
de todos los pueblos y en la mismísima civilización global de nuestros tiempos.
Las teologías cantan claro diciendo así: existen el bien y el mal, y el motivo
existencial por excelencia, es para el hombre esquivar el mal y bregar por el
bien; Ormuz versus Ahrimán de la zoroastriana (de Zoroastro)
religión de la antigua Persia, cuyos habitantes seguramente también se
preocupaban por conocer de dónde venía el bien y de dónde salían las “bofetadas”
del mal. Entonces Zarathustra, fundador del mazdeísmo, solucionó el problema
diciendo sabiamente: existen dos dioses, uno bueno Ormuz, y otro malo Ahrimán, y
por eso hay bien y mal, y punto. (De esta “brillante” explicación, se pudieron
haber copiado los antiguos hebreos, con Moisés a la cabeza, para crear a su
bonachón Yahvé y a un maligno Lucifer, según mi humilde teoría).
Uno de los motivos
existenciales, el sentido de la vida, es entonces, ya en el terreno universal,
hacer el bien enfrentando al mal. Unos, los ateos como yo, lo hacen por
desinterés puro, por santa buena voluntad, por amor al prójimo, sin pretender
recompensa alguna. Los creyentes, muchos de ellos, para obtener un premio; algún
Paraíso celestial; otros lo hicieron para gozar con las Walkirias en el Paraíso
del Walhala.
Todo es cuestión de gustos
o de ética.
Corolario: no
es necesario ser creyente para hacer el bien por temor o por interés de obtener
un premio: la vida eterna. El no creyente puede tener más méritos por ayudar al
prójimo porque no espera recompensa alguna post mortem, ¡Amén!