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LA TEOLOGÍA

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Y LA EXPLICACIÓN DE LA EXISTENCIA DEL UNIVERSO
Y LA EXPLICACIÓN DE LA EXISTENCIA DEL UNIVERSO

    Después de haber denostado en buena parte a la teología en mis artículos anteriores, me veo obligado a reconocer que esta “disciplina” fue en cierto modo útil para la gente del pasado, porque explicaba “a las mil maravillas” la existencia de todas las cosas y el motivo por el cual se halla el hombre en este mundo.
    Todo fue el producto de una creación de la nada, según se desprende, por ejemplo, del famoso texto bíblico hebreo muy leído en Occidente, en el que abrevaron los teólogos; o todo era producto de un proceso cíclico eterno según los Orientales nutridos de las ideas brahmánicas.
    Existieron muchas otras cosmogonías entre los diversos pueblos del orbe inventadas a lo largo del tiempo, pero no vamos a describirlas todas, porque después de todo, este no es un tratado sobre mitos del mundo entero a lo largo de la historia.
    Todo era, en su tiempo, lógica pura que reza así: si el mundo existe, alguien lo tuvo que haber creado y... ¡¿quién sino un Dios (con mayúscula) todopoderoso pudo haber sido?! ¡Razonamiento ultralógico!
    Pero si nos detenemos para analizar con mayor minuciosidad la cuestión, pronto nos daremos cuenta de que no es imprescindible un creador, ya que, el universo bien puede existir ¡desde siempre y para siempre! La causa por la cual la mayor parte de los pueblos primitivos idearon un comienzo y un final para el mundo, ha sido la observación de lo que ocurre en nuestro entorno. Todo tiene un comienzo, todo tiene un final. Plantas, animales y hombres comienzan a existir, luego se extinguen, entonces el mundo también tuvo que haber nacido y algún día se terminará. ¡Pensamiento lógico!
    Pero decir mundo, no significa nombrar algo fijo que una vez nació o fue creado, sino que se trata de un proceso obrado por elementos nucleares, sustancias químicas, empujados por formas de energía. La ciencia astronómica nos puede dar buena cuenta de esto. Si desapareciera nuestro planeta arrasado por un evento catastrófico a nivel astronómico, no se terminaría el universo. Se pulverizaría nuestro querido (y para muchos malquerido) planeta para transformarse en partículas subatómicas y formas de energía, pero el universo, el Todo, ni siquiera se estremecería por ello, porque en el concierto universal nuestro Globo Terráqueo es tan pequeñito, tan insignificante, que podemos compararlo con una mota de polvo.
    Y si consideramos el final del universo “entero”, ¿porqué debería desaparecer del escenario de la existencia, ya sea por un big crunch (cierre del universo) o de un plumazo por acción de un demiurgo que, aburrido de verlo, decidiera esfumarlo?
    El Todo, dejando a un lado nuestra forma de razonar, aparecida en nuestra mente porque vemos que todo tiene un comienzo y un final, porque eso es lo que observamos a nuestro derredor, no tiene por qué seguir esta supuesta “ley”, ya que puede existir desde siempre y para siempre cambiando de forma.
    Lo medular de este tema pseudocientífico, es el afán del hombre por emerger del profundo y oscuro abismo o “caverna platónica” en que se halla metido, y el recurso primitivo universal, ante la falta de datos observacionales e instrumental apropiado (telescopios, por ejemplo), ha sido echar al vuelo su imaginación.
    La concepción del mundo en el pasado remoto partía de una visión miope de la realidad ¿El sol estaba más cerca de la Tierra “plana” que la Luna, o viceversa? Se preguntaban algunos.
    Cabe citar aquí una anécdota de la segunda mitad del siglo XX, cuando cierta persona, a la cual yo consideraba como un hombre culto, me preguntó inocentemente cierta vez: “Ladislao, ¿qué se encuentra más cerca de la Tierra, el Sol o la Luna? Creo que no es el único que se planteó y plantea aún hoy, ya en el siglo XXI, este interrogante.
    ¿Qué podemos pensar entonces de los cazadores de mamuts de hace cien mil años antes de la venida del “Salvador de toda la humanidad” Jesucristo, según los Evangelios, tanto apócrifos como canónicos; desde el pitecántropo, hasta el actual Homo sapiens según la ciencia?
    ¿Cuántas cosmogonías del pasado podríamos contabilizar? Sin duda llenaríamos interminables y gruesos volúmenes si nos propusiéramos perder el tiempo en esas banalidades, salvo editar libros para poder vivir de sus ventas a costa de aquellos a quienes les gustan las fantasías y las pseudociencias.
    Pero bueno, tanto las invenciones fantasiosas, como la edición de libros, pueden ser unos de tantos motivos existenciales, tanto para los escritores de ciencia ficción, como para los editores con sus consiguientes ganancias, a costa de sus lectores.
    Pienso también que las cosmologías pueden ser un buen entretenimiento para muchos que gustan leer mitología. Y las teologías que no escapan un ápice de esas fantasías, en su pretensión de explicar la existencia del universo, pueden llenar muchos vacíos existenciales tanto de sus inventores como de sus “consumidores”, pues permiten dormir en paz, frente a la angustia existencial generada por una falta de sentido de la vida.
    Sin embargo, en mi caso y el de varios de mis lectores, eso no es necesario, y nos conformamos plenamente con la ausencia de todo ser supremo habido y por haber, confiados en la sana Ciencia Experimental y en la benefactora Tecnología abarcando todo lo que requiere el hombre sobre su planeta: salud, longevidad, comodidad, seguridad, prosperidad... y otras carreras existenciales.
    Así, por una parte, los creyentes pueden vivir en paz con sus dioses, diosas y diositos; mientras que los ateos de moral intachable, pueden hacer lo propio sin remordimiento de conciencia alguno por no comulgar con los devotos, y esta armonía es lo que propongo en este escrito para toda criatura humana nacida en este planeta, como bien ya lo he expresado en mi último libro editado con el sugestivo título: Mi visión de la vida y el mundo.
    Lo grave, lo reprobable, lo lamentable, es cuando un bando creyente pretende arrasar al otro no creyente, fanatismo de por medio, para imponer sus ideas de prepo. Para esto está la palabra y solo la palabra de la mano de la sana razón y no la espada, la munición, ni los misiles.
    La convivencia pacífica entre ateos, agnósticos y religiosos y... religiosos con otros religiosos de distintos credos, debe reinar siempre en el mundo. La convivencia ideológica y religiosa es esencial para la marcha de la humanidad, de lo contrario ésta puede derivar en una “bolsa de gatos”.

 

Ladislao Vadas

 

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