Yo vivo en un país en el que la mitad de la población es buena y la otra mitad es mala. Lo llamativo es que nunca se sabe quiénes son unos y quienes los otros.
Vivo en una tierra donde los malos critican a los buenos y viceversa, sin saberse nunca cual es la verdad de nada. Porque en realidad la verdad en la Argentina es bastante bizarra.
Maniqueísmo sería una palabra para definir mi Argentina. No hay medias tintas. Los buenos dicen que son muy buenos y los malos dicen lo mismo y yo siempre tengo enormes dudas.
Yo rescato de este lugar del globo la capacidad de armar historias llenas de problemas en el lugar donde las soluciones podrían ser sencillas. Siempre de cada solución se obtiene un problema y esa es una característica que me sorprende.
Vivo en un país en donde los mejores se transforman rápidamente en los peores sin mediar procesos de transición.
Vivo en un país en el que siempre hay que esperar lo peor porque lo mejor no llega nunca. Aunque los peores digan que son los mejores y los mejores digan que los peores son los que no dejan hacer.
Vivo en un país en el que todo es coyuntural. Siempre he vivido “la coyuntura” porque las estructuras no se consolidan jamás. Y eso parece ser que se debe a que los malos no dejan trabajar a los buenos, que cuando terminan de elaborar planes y estrategias son borrados de un plumazo por los malos, que a la larga pasan a ser buenos y que reelaboran los planes y las estrategias para recomenzar nuevos proyectos “coyunturales” que nos dejarán tal cual estábamos al principio de la historia.
Vivo en un país en el que nadie es culpable de nada. Cuando todo tiembla y se resquebraja somos todos responsables y cuando tenemos la suerte de que los hados nos benefician con alguna limosna tenemos que agradecer a los buenos de turno.
Vivo en un país en el cual los demócratas son los que defienden el poder de turno y los que lo critican son tan antidemocráticos, tan subversivos y tan desestabilizadores que merecerían morir en una hoguera. Y esto pasa en todos los ámbitos.
Vivo en un país donde todo se reparte siempre equitativamente: Los que más tienen siempre tendrán más. Los de menos recursos y menos disponibilidad son los que se usarán cada cuatro años para votar.
En mi país la equidad se mide en términos de popularidad. Son más populares los que piensan bien. Y por lo general los que piensan mal son los opositores, los detractores y los mentirosos. Los que piensan bien hablan de igualdad y los otros hablan de la brecha que separa a ricos de pobres. En mi tierra estoy habilitado para pensar que mañana se intercambiarán los roles y serán “los otros” los que tendrán el mismo discurso.
Vivo en un país donde el ser humano es importante mientras el Estado puede usufructuarlo.
Vivo en un país en el que celebramos a nuestros próceres con unción y con discursos grandilocuentes, pero nos olvidamos que, en su momento, la mayoría de ellos fueron desterrados, exiliados, condenados a la miseria, olvidados y hasta envenenados sin que hayamos entendido qué pasó con nuestra historia.
Vivo en un país en el que se jura por Dios y por La Patria cuando se asume un cargo. Jamás he visto que Dios o La Patria reclamen algo. Y, sinceramente creo, hay mucho por reclamar.
Vivo en un país en el que se defiende a ultranza la mediocridad y el descrédito gratuito. Las formas carentes de contenido son de una importancia tal que superan a la razón y el entendimiento.
En mi país, los altos valores democráticos deben ser defendidos aún con la propia vida pero solo cuando no se tocan determinados intereses.
Vivo en un país en el que el que no piensa igual es un enemigo. Mientras se proclama el debate democrático, se negocia bajo cuerda cómo destruir al oponente.
Vivo en un país en el que cualquiera es presidente, gobernador, ministro, diputado, senador, asesor, concejal, intendente o sindicalista. O cualquier cargo que implique responsabilidad, decisión y un buen sueldo. Solo hay dos requisitos ineludibles: Pocos principios y variados fines. Mientras se mantengan las prebendas prometidas, el contrato de fidelidad está garantizado. La posibilidad más lógica y casi en un cien por ciento probable es que las fidelidades vayan cambiando de acuerdo a los vientos que corran.
Vivo en un país donde la justicia es solo una mujer ciega y desconocida y la ética hay que buscarla con una lupa y una brújula.
Vivo en un país que se destaca por ser crisol de razas pero que en el fondo desprecia al diferente.
Vivo en un país en el que “El palenque ande rascarse” es más importante que la casa a la que pertenece.
Vivo en un país en el que lo nuestro es lo mejor y aunque no sea lo mejor lo decimos igual, total nadie se va a enterar.
Vivo en un país donde se hace un culto del consejo. Todos saben aconsejar y mejorar la vida de los demás aunque las propias sean verdaderas calamidades.
Vivo en un país donde todo tiene un costo pero con la sensación final de que nada tiene valor.
Vivo en un país donde las promesas de bienestar y bonanza son tan importantes y grandilocuentes como la avidez de quienes las proclaman y muchas veces se mezclan.
Vivo en un país en el que son pocos los honestos, los diáfanos, los solidarios, los luchadores y los que dicen sus verdades aún pagando costos políticos muy altos y casi siempre tienen alguna función pública. Los opositores, por regla general son mentirosos y mendaces.
Vivo en un país en el que las reglas están para romperse, siempre.
Vivo en un país que defiende modelos. No importa las características, solo interesa qué deja a cambio para sus fieles seguidores.
Vivo en un país en el que cuando un hombre se hace rico de la noche a la mañana se transforma en un “GURU”. Coincidentemente cuando alguien empobrece con la misma velocidad comienza a estudiarse su prontuario.
Vivo en un país en el que todos somos socios de un Estado ávido, glotón, insaciable y pertinaz. Mientras lo alimento me tolera y si tengo la desgracia de una época de vacas flacas, ese mismo Estado no me abandona, está ahí para sacarme el jugo de lo que queda.
Vivo en un país en el que las garantías de educación, salud y justicia son para pocos.
Vivo en un país que no da respiro.
Vivo en un país en donde no basta ser infeliz, es trascendente que los demás también lo sean.
Vivo en un país que no hace experiencia. El error, para que deje su enseñanza, debe repetirse infinitas veces.
Vivo en un país que produce alimentos para 450 millones de personas y paradójicamente, con cifras de crecimiento que así lo avalan, hay hambre, mucho más hambre de lo que cualquiera puede imaginar.
Vivo en un país donde ser deleznable no es incompatible con la función pública y ser honesto, inteligente, capaz y bienintencionado no garantiza una compatibilidad con dicha función.
Vivo en un país donde toda competencia se celebra, pero más importante que la competencia en sí es ganar. No importan los medios ni los costos. El resultado final debe ser el triunfo. Y esto debe ser así porque desde niños nos enseñan que somos los mejores en todo, aunque luego la vida nos demuestre lo contrario.
Vivo en un país donde la derrota no se acepta. Alguien dijo alguna vez que un tropezón no es caída, pero en la Argentina el que tropezó corre el riesgo severo de morir en el intento de levantarse. Existe una sola salvedad y es en los casos en que el caído se transforma en político.
Vivo en un país donde el humor es maravilloso, siempre y cuando no se refiera a mí.
Vivo en un país donde la seguridad se proclama pero no se conoce. La Seguridad Social, la Seguridad Jurídica, la Seguridad Vial, la Seguridad Sanitaria, la Seguridad Laboral y tal vez otras. Casi todas las seguridades son simplemente entelequias.
Vivo en un país en el cual son importantísimos los discursos. Mucho más importantes que los hechos y los actos.
Vivo en un país en el que lo insignificante suele transformarse en una octava maravilla del mundo, sólo con una manipulación. O al revés, aquello que es trascendente y fundamental puede ser cajoneado cuando el poder de turno siente que el opositor puede ganar espacio.
Vivo en un país donde los antecesores hicieron todo mal, por lo tanto hay que empezar de nuevo. Lo llamativo es que, por lo general, no hay recetas nuevas. Siempre se aplican los mismos métodos para resolver nuevos problemas que seguramente no serán solucionados y derivarán en problemas cada vez más complejos. La experiencia argentina dice que los que vendrán harán lo mismo.
Vivo en un país donde Prontuario, Antecedentes y Currículum son la misma cosa.
Vivo en un país en el que se hacen muchos juicios pero las sentencias tardan años en llegar y la mayoría de las veces no llegan nunca.
Vivo en un país donde le está prohibido robar al común de la población. Los demás pueden permitirse ese raro privilegio.
Vivo en un país en el que las leyes siempre son interpretadas por “constitucionalistas”. Y las interpretaciones son tan variadas como habitantes tiene mi Nación.
Vivo en un país en el que nadie se equivoca porque todos tienen razón.
Vivo en un país donde tenemos los mejores jugadores de fútbol del mundo pero nunca ganamos nada. Tenemos la mejor policía del mundo pero la delincuencia y la inseguridad son cada vez mayores.
Siempre somos los mejores pero nunca hay bonanza firme y jamás tenemos la culpa de ello, siempre la culpa es de otros.
En fin, vivo en este país y no lo entiendo. La Argentina es todavía un enigma envuelto en un misterio insondable. ¿Será por eso que muchos otros países del planeta nos miran con recelo y hasta con cierto odio?.
Por suerte tenemos cosas que nos redimen de cualquier falla. Tenemos el fútbol que, para nuestro beneplácito, ahora es “Para todos”. Tenemos “El Mejor Jugador del mundo”. Tenemos el “Dulce de Leche” que los uruguayos nos quieren usurpar. Tenemos la “Birome”. Tenemos “El Colectivo”. Tenemos “La mejor carne del mundo” (¿tenemos?). Tenemos “El Asado”. Tenemos todo. ¿Por qué deberíamos quejarnos tanto?
Saúl Cymbalista
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