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Kirchner y el lobo

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VA CAYENDO LA TEORÍA DEL COMPLOT
VA CAYENDO LA TEORÍA DEL COMPLOT

    Gran parte de la popularidad que el gobierno de Néstor Kirchner construyó desde el mismo momento en que ocupó la Casa Rosada, se debe a que supo transmitir una clara y sostenida voluntad para terminar con las que, según se cree, son las causas de la decadencia argentina.

 

    Naturalmente, la transformación de la política y la sociedad argentina -que recién está en sus momentos iniciales- genera conflictos, resistencias y acciones de los actores que van quedando desplazados, o que sienten amenazados sus antiguos privilegios.

    Frente a este hecho, es obligación del Gobierno no sólo establecer una estrategia de transformaciones que sea posible llevar a cabo, evitando desastrosas recaídas, sino también neutralizar las acciones de estos grupos que buscan bloquear el cambio y volver al antiguo statu quo.

    Pero si los argentinos pretendemos darnos -día a día- una mejor democracia, resulta paradójico que el Gobierno pretenda realizar su manifiesta acción transformadora echando mano a prácticas políticas que resultan ostensiblemente antitéticas con los más esenciales de los valores democráticos.

    Dolorosamente, los argentinos hemos comprendido que “los males de la democracia sólo se pueden curar con más democracia”, y la administración de Néstor Kirchner ha cometido un gran error al tratar de acallar eventuales críticas, aduciendo la puesta en marcha de un supuesto plan desestabilizador.

    Inicialmente, el Gobierno dio vía libre a las interpretaciones periodísticas que hablaban de un complot, donde aparecían implicados economistas neo-liberales, políticos de derecha, periodistas, militares, policías, en la realización de recientes hechos dudosos como la proliferación de asaltos en la Ciudad de Buenos Aires, el atentado a la oficina de control ferroviario de la estación Constitución, la cena por el 25 de mayo en el Regimiento de Patricios. No faltaban, para aderezar el plato conspirativo, reuniones en regimientos, y las declaraciones proferidas por el ex presidente Carlos Menem desde su bunker chileno.

    Con el correr de las horas, el Gobierno fue corrigiendo la versión oficial de los sucesos, ante la extendida incredulidad de la opinión pública, desandando el camino que sugería complots y conspiraciones, para terminar haciendo sólo una tibia mención a “cierta ocurrencia sugestivamente simultánea de hechos”.

    Didáctico, como siempre, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, ha explicado que dado que el gobierno de Kirchner sólo cuenta con el apoyo popular, y que no tiene ningún aparato político detrás que lo sostenga lealmente “como el bonaerense”, entonces se ve en la necesidad de informar continuamente de todo lo que le sucede, como forma de mantener ese estrecho contacto con la opinión pública, del que disfruta.

    La franqueza del jefe de Gabinete resulta apabullante. Se comprende, a partir de sus palabras, el temor que puede existir en la Casa Rosada ante una eventual erosión del único capital con el que cuenta Kirchner para gobernar: el sustento que le da una opinión pública favorable. Pero esto no justifica, de ninguna manera, reacciones autoritarias.


¡Calma kirchneristas!


   
El Gobierno ha dado muestras, sobradamente, de que no sólo no le gustan las críticas, sino que considera que éstas pueden ser un escollo fatal para sus planes de cambio. Kirchner -por personalidad, proveniencia y costumbre- parece tener, como ideal de gobierno, uno que se desarrolla en el silencio de una unanimidad imposible, y difícilmente imagine, como su Topos Urano, una democracia que vibre dinámicamente al compás del choque de opiniones y perspectivas.

    El Gobierno, por ejemplo, ha reclamado insistentemente su derecho de responder a las opiniones opositoras. Por supuesto, no sólo tiene el derecho sino el deber de explicar qué está haciendo y porqué lo hace de un modo y no de otro.

    La Argentina ha vivido por largos años sin escuchar prácticamente la voz pública, lo que ha sido una de las causas de la erosión del espíritu ciudadano y participativo que necesita una democracia para no atrofiarse y languidecer.

    Sin embargo, el Gobierno, en su derecho a réplica, debe responder a las críticas con argumentos específicos, y no realizar descalificaciones que buscan restar autoridad a quien se le opone, como lo ha hecho hasta ahora, muchas veces apelando a su pasado.

    Solamente un marciano podría, en la Argentina, no haber estado relacionado, de alguna manera, con la mayoría de las cosas que aquí han pasado. Significativamente, éste es el caso de algunos funcionarios kirchneristas que, involucrados activamente en la política de los 90, hoy demuestran el típico fanatismo de los conversos, que suele estar acompañado de una profunda amnesia.

    También los eventuales críticos del Gobierno son descalificados porque pertenecen a la “derecha” (como si el Señor Béliz, el Señor Scioli, el Señor Redrado, y siguen las firmas, fueran exponentes acabados del “progresismo nacional”). Desautorizando a los críticos, la única autoridad que prevalece es la que tienen los funcionarios, quienes además no sólo pueden opinar y utilizar los ingentes recursos comunicativos del Gobierno (incluso recurriendo al lema obvio, y con reminiscencias de lunfardo, que desde la publicidad oficial nos dice “Cumplimos un año, cumplimos”). También, y fundamentalmente, los funcionarios tienen la capacidad de decidir el curso real de la política, cosa que está fuera del alcance, por definición, de la mayoría de los críticos.

    Sin embargo, esta vez el Gobierno ha dado un paso adelante en su metodología de neutralización autoritaria de las críticas, al englobarlas en la sospecha generalizada de que ellas forman parte de una conspiración, complot, desestabilización, o como quiera se las haya llamado.

    Toda democracia necesita de una voz opositora, que sirva como control y alternativa a la acción de gobierno. Y si hay un problema que tiene la política argentina hoy es la ausencia de una oposición institucionalizada, vacío que no puede llenar el conflicto cada día más abierto dentro del oficialismo entre kirchneristas y duhaldistas.

    Al colmo se llega cuando el mismo Presidente, ante el pedido de un Juez y un Fiscal, manifiesta en tribuna pública “no quiero verme castrado por algún funcionario judicial”, cuando precisamente la Justicia está para juzgar y, llegado el caso, condenar, cortando -dicho esto casi literalmente- con “todo lo que haya que cortar”.

    Kirchner obtiene de sus denuncias un saldo contraproducente, cuando podría haber cosechado más apoyo popular si hubiera convocado a personalidades del arco político para que se le unieran en su lucha por el cambio, haciendo un llamado a la unidad nacional para enfrentar la eventual acción de las mafias que son desplazadas.

    Que un conjunto de economistas, analistas y publicistas se la pasen haciendo pronósticos agoreros no debe preocupar demasiado al Gobierno. Ellos son los mismos que sostenían, no hace mucho, que “el dólar iba a estar a diez pesos”, o que “volvía la hiperinflación”, o que Menem, en su regreso, “no iba a necesitar de una segunda vuelta” o que el nuevo Presidente “no iba a durar ni dos meses”. Así, su prestigio ha quedado profundamente afectado, y hoy sólo son convocados por nostálgicos que les pagan -únicamen te- para que les canten la canción que quieren oír. Tampoco debe sobresaltarse ante la realización de reuniones en quinchos, en los que sus participantes, narcisísticamente, mueren por aparecer registrados al otro día en la columna de chismes de uno u otro diario.


El Lobo que nunca llegó

  
Pocas administraciones han gozado de un apoyo popular tan extendido, una prensa tan favorable y una oposición tan desarticulada como la de Kirchner.

    El temor -justificado, después de que el Gobierno exhibiera sus primeros síntomas de delirium tremens y de síndrome persecutorio- es lo que puede suceder en el caso de que el Presidente tenga que enfrentar un contexto mucho más hostil.

    No pocos analistas, e incluso, algún que otro funcionario, buscó minimizar lo sucedido, comparando la actitud de Kirchner con la del tero, que, se sabe, “canta en un lugar, para en otro poner los huevos”. Incluso, la velocidad con que la cuestión del presunto complot quedó desplazada de los medios por el espectáculo de la pelea por la coparticipación, abona la hipótesis de que sólo se trató de un intento del Gobierno por dominar la “agenda”, tal como ha sido su costumbre.

    Es cierto que, en toda democracia, se recurre a bombas de humo para tratar de ocultar los problemas, y que la primera lección de cualquier manual de marketing político enseña cómo disimular las malas noticias con buenas.

    Es también natural que los gobiernos democráticos movilicen a la opinión pública señalando “enemigos” y generando “epopeyas”. Pero se sobreentiende que esto se hace respetando las mínimas reglas de convivencia democrática. Reglas que la sociedad argentina parece -afortunadamente- haber internalizado tanto, que Kirchner quedó solo, gritando que venía el Lobo, siendo reprendido por todos por su actitud alarmista y sin fundamentos.

    Si, como muchas veces pareciera, algunos miembros del Gobierno poseen un gen autoritario desarrollado, esto demandará una actitud vigilante y alerta de la sociedad, que deberá señalar con toda claridad que el cambio no es -ni debe ser- antitético con los valores de convivencia y paz que tanto han costado a los argentinos conseguir.

    Siendo éste un Gobierno tan preocupado por lo que se dice y escribe, podría combinar su lectura sobre el diario acontecer con ese archiconocido librito que John Stuart Mill publicó en 1859, llamado Sobre la libertad, en el que se encuentra la defensa quizás mejor lograda de la tolerancia política. Vaya como adelanto su párrafo final:
“…un Estado que empequeñece a los hombres, a fin de que puedan ser dóciles instrumentos en sus manos, aún cuando sea para fines beneficiosos, hallará que con hombres pequeños ninguna cosa grande puede ser realizada; y que la perfección del mecanismo, a la cual todo lo ha sacrificado, terminará por no servirle de nada, por falta del poder vital que, en aras de un funcionamiento más fácil de la máquina, ha preferido proscribir”.

 

Luis Tonelli

 

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