¿Cuántos héroes caben en un guión de cine? No muchos, acaso uno o dos. Pero también, ¿cuántos casos personales altamente desdichados o campeones caben en el corazón de los lectores? Acaso dos o tres. Cinco ya sería demasiado.
Los 33 mineros chilenos que se encuentran sepultados a 700 metros de profundidad son, en consecuencia, una multitud inabarcable. Podría morir la mitad, las dos terceras partes de ellos y todavía serían muchos para la producción de una noticia con punta. El sensacionalismo requiere concentración, récord, primicia, contundencia y simplificación. Un espectador, un lector, un radioyente no tiene tiempo para estar recibiendo día a día noticias y más noticias del mismo suceso. Llegados a un punto se aburren o se desinteresan. Se trata del "punto muerto" y es lo que ocurre con las decenas de cadáveres que provocan a diario los terroristas suicidas en Irak o Afganistán o, el pasado agosto, las lluvias en Pakistán. La sensibilidad se embota. Y todo medio que aspire a comunicar, lo sabe.
El medio sabe que: a) la noticia ha de ser "bomba", b) que la noticia no debe hacerse larga, c) que la noticia debe impactar.
Los impactos, tan asociados a la publicidad, son inseparables de cualquier medio que pretenda ser eficaz. Es decir, que intente explotar la materia prima de la información y obtener el beneficio más sustancioso al publicarla.
Un campeón, un héroe o una heroína, un asesino en serie o una madre de quintillizos se convierten en oro informativo si con el “scoop”, el medio se corona y no sigue insistiendo en la ceremonia una y otra vez. Este recurso a lo despacioso y repetitivo, característico de los programas del corazón, es la antítesis del periodismo y, en efecto, ni su género ni sus participantes son aceptados como colegas en el mundo profesional. El antiperiodismo no es lo contrario a la historia pero sí, en buena medida, al proceso.
Los hechos de la prensa saltan y mueren sin necesidad de continuidad. No siempre es así pero para que la información circule es oportuno que una noticia reemplace a otra, un héroe sustituya al anterior, un nuevo campeón o un cataclismo deje arrumbado al que ya se conocía.
Poco a poco, de las tres funciones que en las escuelas atribuían al oficio del periodismo (informar, formar y entretener) la segunda ha caído en el abismo, la primera flota entre ahogos o escollos y la tercera -siguiendo el aire de los tiempos- ha subido hasta el primer lugar. ¿Cómo actuar por tanto para lograr entretener al receptor? No repetir, primero, innovar, siempre y focalizar, después.
El terremoto del Índico en 2004, conocido por la comunidad científica como el terremoto de Sumatra-Andamás, formó parte de este fenómeno tanto por su magnitud extraordinaria como por los casi 300.000 muertos y 50.000 desaparecidos con el tsunami. El desastre fue denominado en algunos medios internacionales -en Australia, en Canadá, en Nueva Zelanda y en el Reino Unido, entre otros- como el “boxing Tsunami” porque ocurrió el mismo día del boxing day, un 26 de diciembre, festivo en estos países a la manera del segundo día de Navidad español.
El día del tsunami asiático ocurrió exactamente un año después del terremoto de 2003 que devastó la ciudad iraní de Bam y dos años antes del terremoto de Hengchun, en 2006. De estos dos seísmos, anterior y posterior, apenas queda ningún recuerdo. Sería de un lado pedir demasiado a la memoria entretenida pero, además, sólo uno, como en los guiones de cine merece el galardón de ser calificado como histórico, glorioso, dantesco o devastador.
Esta regla de la información sensacionalista -toda la información hoy- es la misma que operó muy bien con el Katrina, tanto por su magnitud como por el insólito lugar del desastre. Y casi lo mismo puede decirse de la fuga del pozo petrolífero en el golfo de México donde se implican tanto Gran Bretaña como Estados Unidos, dos grandes figuras protagonistas que sólo acepta el cine cuando son efectivamente extraordinarias a la manera de Paul Newman y Robert Redford en El Golpe.
Fuera de estos dos excepcionales componentes con golpe, la información referida a muchos seres humanos tiene grandes probabilidades de zozobrar una vez que ha consternado. Grandes probabilidades de marchitarse si el protagonista es sólo la masa. La enorme destrucción que causó el terremoto en Haití, por ejemplo, el país más pobre del continente americano y donde perdieron la vida 200.000 personas y quedó sin hogar a más de la quinta parte de su población, se ha olvidado relativamente pronto. "Y no te olvides de Haití", escribe Forges todos los días ante la evidencia de que esa noticia ya se encuentre amortizada. Amortizada en las redacciones y amortizada en el corazón del público.
Ante una desgracia o una proeza particular, se trate de la lapidación de una mujer iraní o el cambio de cara de un quemado, la emoción personal se dispara enseguida y se alarga en los comentarios de meses después. Frente a la tragedia colectiva, las decenas o centenares de muertos, la compasión dura menos. En el primer supuesto el caso individual crea empatía entre los individuos y su asunción cala pero frente al siniestro colectivo, numeroso hasta ser incontable, inmenso pero inmensurable, la capacidad de solidaridad se apaga en días. Una gran afluencia de ayudas llega al principio y de pronto la caridad decae y se agota.
Esta es la paradoja de la información. Más protagonistas del suceso no aumentan la escala de la noticia. Es el grado de intensidad la que multiplica su escala. De ahí que si unos cuantos en torno a Terry Jones prepararon la quema del Corán su grado de intensa provocación diera la vuelta al mundo.
El lector, el espectador, el público en general ama la gran tragedia pero entre las víctimas de cualquier adversidad importante sólo tiene dispuesto el corazón para recrearse con uno o dos damnificados. O con cada uno entre 10 si se presentan uno a uno, tal como se hace en los reportajes sobre los miles de jóvenes parados o con los mineros chilenos contando su situación, cuento a cuento.
La muerte de la muchedumbre debía sobrecoger duraderamente pero sobrecoge efímeramente. En La muerte en occidente, Philipe Ariès expone cómo, debido a la frecuencia de guerras y epidemias fatales, la muerte se hallaba colectivizada hasta el siglo XII. Se moría como un acto comunal. Desde entonces, sin embargo, la muerte ha venido a privatizarse cada vez más y a privatizarse tanto que si, por ejemplo, en el siglo XIX era el sexo y no la muerte el tabú, ahora el tabú es la muerte y el sexo es un explícito recreo.
En el XIX se moría rodeado de familiares y amigos, el pueblo entero participaba en los llantos y responsos del funeral. Por el contrario, el sexo que durante los siglos XVII y XVIII fue descarado y gozoso, en el XIX se sometió a disciplina y vigilancia estrictas. El sexo se encerraba oscuramente en la alcoba y la alcoba se abría de par en par en la agonía.
Actualmente y siguiendo la evolución del siglo XX el sexo ha ido perdiendo celajes mientras la muerte fue ocultándose tras las mamparas del habla y los hospitales.
Publicar la muerte de una figura, contar su existencia extraordinaria atrae poderosamente la atención. Poco importa que ese sujeto ejemplar y representativo deba su fama a la política o al arte. O que, en el caso de las grandes sevicias, sea el representante de una colectividad que muere de hambre, de enfermedad o de frío. Ese representante queda investido de la historia colectiva que en él se condensa como una apretada traducción que entiende la gente, el sensacionalismo y nosotros los consumidores de su sabor.
De esta manera, ya sea la erupción del Nevado del Ruiz, ya sea el hundimiento del Titanic, ya sea el desembarco de Normandía; el periodismo o el cine lo resumen en la estampa de una niña agonizante, una pareja de jóvenes amantes o una patrulla que busca al soldado Ryan.
Lo individual gana a lo colectivo no ya en señal de que el podrido individualismo gana al colectivismo y cosas así sino que la historia desde siempre y hasta hace poco se valía de Atila, Carlos V, Lenin o Franco para explicar todo lo que había que entender.
Otras escuelas de historia aparecidas en el último medio siglo cambiaron este punto de vista tradicionalmente concentrado en los líderes, pero al periodismo no le caben los discursos de la historiografía y lo que le encaja mejor es la cara y la peripecia de uno o pocos más.
Esta es la razón, la crítica de la razón práctica, que hace a la noticia ser lo que es. Esta es la práctica que con el tiempo, en plena era de la información, nos vuelve a todos tan emocionales como olvidadizos, tan prêt-à-porter como intelectuales y amantes efímeros.
Fuente El País
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