Un 16 de junio
de 1904, hace cien años
escribimos la misma página de esta historia,
Nora y yo, un verano de calientes gaviotas.
Estamos en la oscura playa de
Sandymount,
a las afueras de Dublín, y ya me muerde el pasado de sus calles,
la voz sangrienta, animal de Irlanda, húmeda,
invernal
y tu vagina late a mi lado, Nora,
te prometo un día sin fin,
(mi flor azul oscuro empapada por la
lluvia)
sin más exilio el cuerpo atravesado de Irlanda, huelo querida
sus nalgas sucias humilladas, olor frambuesa, capital exilio,
no saldré de su monólogo ni de tus paredes, amor,
la historia rompe el saco vacío, pide tres deseos,
para mí, una puta con su altar de bellos rojos,
ámame, mientras siento el río Liffey abandonar a su propio llanto a Irlanda.
¿Para qué nos sirve un río, si sabemos que nunca será nuestro cuerpo?
Madrastra, envenéname con tu perdón,
úneme a tus vencidas arterias, pequeña Dublín,
te dejo mi lengua rota en los vitrales de tus catedrales,
mojigata, austera, borracha señora, paloma mía
soy tu ciego mensajero y es mejor que me expulses
con mi bragueta abierta a la noche, compartamos el castigo
vieja zorra, hipócrita, perversa, alucinada mía,
niña tramposa soy tu cuero cabelludo, volaré al amanecer.
No prometo más que un sí.
No hay
mejor homenaje para cualquier escritor que uno sea su lector. Con inocultable
vergüenza reafirmo esta primera frase. Cargo como una condena el Ulises de
Joyce desde 1975, cuando salí un 11 de junio de Chile rumbo a
Bogotá, Colombia. Entre los pocos libros que eché a la maleta, estaba
el Ulises del irlandés que cambió la historia de
la prosa contemporánea,
que le agrandó un hueco mayor a la imaginación y al silencio. Hay libros
inmortales, inauguran nuevos mundos, son un planeta propio, y es lo que han
dicho de Ulises, de James Augusto Joyce, después de haberlo censurado en Gran
Bretaña y Estados Unidos, y puesto a circular realmente en Irlanda casi
cuatro décadas depuse de su primer edición en 1922. Joyce, es de esos
escritores fundamentales como Kafka, Cervantes, condenados a vivir una
vida aceptablemente miserable, hipoteco el éxito a la posteridad. El clima
tropical, en especial el comején, no entiende de eternidad y amenaza la edición
que rescaté de la primavera sangrienta de Chile. La cuarta edición, año
1962, de Santiago Rueda. Editor, Buenos Aires, con prólogo de Jaques
Mercanton, traducida por J. Salas Subirat,
está en un proceso complejo de defensa frente al agresivo y demoledor
medio ambiente tropical.
Prometo en este día solemne, el llamado, festejado,
reconocido como el “Bloomsday, el día símbolo de la jornada
de 16 horas en que Joyce desarrolla las peripecias de sus tres personajes en
Ulises: Leopoldo Bloom, Esteban,
Dedalus y Molly Bloom. Iniciarme en estas dilatadas lecturas, de las
casi 700 páginas que nos hablan de un día en la vida de tres
personas, como si fuera toda la humanidad, la especie, retratada en
los pisos sicológicos con que el irlandés sabía armar sus historias.
Ulises es un largo proceso de incubación, gestación,
trabajo, como el viaje del griego, cuya comparación es inevitable, y nuestra
admiración parte por el duelo del escritor con la página en blanco, el
lenguaje, la palabra. Un compromiso superior, supremo, admirable, irrepetible
y por ello, no pocos piensan, que Ulises es intraducible. El cable, algunos
periódicos, han repetido una y otra vez las mismas palabras de elogio,
asombro y dudas. Pobre Joyce, y los jueces
norteamericanos y británicos que lo silenciaron por inmoral, vulgar,
adúltero, anticlerical.
Después de fracasar como empresario de cine en Dublín
abandonó su ciudad amada, odiada, con quien sería su esposa legalmente 22 años
después, Nora Barnacle, una mucama del Hotel Finn de Dublín. El padre de
Joyce, advirtió con muy buen olfato y pronóstico
preciso, que Barnacle significa lapa en inglés, por lo que, auguró,
ello no se separará más de James. Y en efecto así ocurrió.
Nora sería su gran metáfora, siempre abierta a más. Joyce quería
fornicar un alma y la encontró en ese misterioso corazón.
Aunque se separarían por algunos largos períodos, éstos
espacios serían llenados a plenitud por una absorbente, erótica, estimulante
correspondencia entre ambos. Desconozco un fuego tan directo, literario,
motivante, en la historia
literaria entre marido y mujer.
“Nora,
mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces, sé mi puta, mi amante,
todo lo que quieras (¡mi
pequeña pajera amante! ¡mi putita folladora!)
eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro
empapada por la lluvia. Querida, no te ofendas por lo que escribo. Me
agradeces el hermoso nombre que te di. ¡Si,
querida, "mi hermosa flor silvestre de los setos" Eres mía,
querida, eres mía! Te amo. Todo lo que escribí arriba es sólo un momento o
dos de brutal locura! La última gota de semen ha sido inyectada con
dificultad en tu sexo antes que todo termine y mi verdadero amor hacia ti, el
amor de mis versos, el amor de mis ojos, por tus extrañamente tentadores ojos
llega soplando sobre mi alma como un viento de aromas.” Este es James Joyce
y no otro, por quien pesan tantas acusaciones.
Hay quienes sostienen que en este cruce de cartas, Nora
influyó notablemente en el estilo, la percepción de Joyce, y es muy
probable, suele ocurrir, puedo dar fe de que esta experiencia es
posible, real.
Las páginas que he salpicado una y otra vez sobre Ulises,
me hablan detrás del autor de audacia, del hígado a toda prueba de Bloom con
ese desayuno magistral con que nos abre el apetito de esta obra casi
inexpugnable:
el riñón de cerdo, frito en "salsa de manteca" y rociado con
pimienta. A esta pesada dieta, casi indigerible en principio, pareciera
someter Joyce a sus distraídos lectores. Nos dice de alguna manera, léanme
con toda la contaminación que he
introducido en estas páginas. Me la jugué entera a Dublín.
Ulises es mucho más que las alrededor de 700 páginas
escritas, de lo que nos dice y
suponemos que entendemos de su autor. El mismo sabe que introdujo un verdadero
acertijo. Joyce entendía latín, francés, italiano y seguramente alemán. En
una carta a su amigo Franz Budgen, reveló que el capítulo clave de la novela
es Penélope. Representa, dijo, un globo terráqueo que gira lentamente sobre
si mismo con cuatro puntos cardinales que son el “seno femenino, las nalgas,
el vientre y el sexo”. Es, quizás, reconoció, el capítulo más obsceno de
todos. Veo en él a la mujer sana, anormal, fertilizable, valerosa en la
deslealtad, seductora, lasciva, limitada, prudente, indiferente.
Ulises es una Caja de Pandora en el textual sentido de la
palabra sorpresa, lugar sin fondo, un mundo para la aventura, lenguaje
abiertamente provocador. No podemos tener dudas, que Joyce sabía lo que
y nos hacía. Se ha escrito mucho sobre Joyce y Ulises, y en Internet
cualquier lector puede encontrar miles de páginas. Pienso que no sólo la
novela es atractiva, complicadísima
la historia que la rodeó, las vicisitudes del autor, que la escribió en tres
países, Italia, Francia y Suiza.
Ezra Pound, el poeta
que podó magistralmente el
poema Tierra Baldía de T. S Eliot, el descendiente de un bandolero del
Oeste norteamericano, llamado Il Maglior Fabbro,
reconoció desde un principio el talento de Joyce, lo apoyó sin
reservas, con la generosidad que este norteamericano imprimía a su vida y en
una carta en 1917 le auguró: vas a ser
inmortal.
No se equivocó Pound. Pero
no fue fácil, Joyce vivía acosado, inmerso en su trabajo, sin dinero. Y
surgió su ángel: Sylvia Beach, su mecenas y que le editó
valientemente Ulises, cuando era rechazado en Gran Bretaña y Estados
Unidos. Estaban en París, en el portal de la librearía de Sylvia, Shakespeare
and Company, a orillas del Sena. Fue una mujer excepcional que
estuvo en el centro de la literatura mundial con los más grandes
escritores de la época. Es el París de los años 20, todo el talento del
mundo literario.
En 1933, un juez neoyorkino daría de alta Ulises.
Dijo:”El ambiente era céltico y su estación, la primavera”, una manera
de excusarse la justicia por los calificativos
de obscenidad. Además, el juegos alegó que era una lectura vomitiva,
no afrodisíaca.
Un comerciante
judío, Bloom, es el personaje central escogido por Joyce "Yo pertenezco
a una raza también odiada y perseguida", dice Bloom en la taberna.
Anthony
Burgess, Joyce había percibido la síntesis del ser humano alienado de
nuestra civilización. Su identidad judía le es señalada a Bloom desde el
afuera, y jamás le queda clara. Es sucesivamente afirmada, rechazada, y
asumida en todo caso como una autodefensa: Se combinarían con esa alienación
el intelecto, representado en Stephen, y el cuerpo, representado en
Molly. Qué sería de la relación entre ellos de ahí en adelante, es una de
las preguntas que la novela deja sin respuesta, sostienen algunos estudiosos.
Vamos a leerla.