Es sabido que, donde más se acepta el libre albedrío como parte de la naturaleza psíquica del hombre, es en el ámbito religioso; a tal punto que la propia existencia del género humano, se encuentra asentada sobre un motivo existencial esencial: la prueba.
Todos sabemos en qué consiste la “prueba” para los religiosos. Conocemos que se trata del mismísimo motivo de existir en este mundo “material”, por ejemplo para el cristiano, porque… si no, ¿para qué diablos estaríamos en este planeta Tierra, junto con plantas y animales (que carecen de libre arbitrio estos últimos, al menos así se cree), en este profundo pozo sin saber a ciencia cierta qué hacemos aquí?
Si uno lo piensa bien, existen fuertes argumentos contra el libre arbitrio, y creo conveniente esgrimir fuertes pruebas de su falacia.
Veamos. Desde el punto de vista teológico, más profundo y pretendidamente racional que el religioso, ¿en qué cabeza cabe que un Dios (con mayúscula), creador de absolutamente todo lo existente, desde el sistema solar hasta la última galaxia, a partir de ¡la nada!, no sepa ¡desde siempre! qué rumbo tomará fulano o mengano… una vez lanzados a la existencia?
La teología, ciencia (para mi una pseudociencia) que trata de Dios y sus atributos lo define como el ser absoluto que, entre otras cosas, sabe qué va a suceder no sólo al instante siguiente del ahora, sino todo, absolutamente todo lo que sucederá hasta el infinito. Es decir que, antes de asomar la criatura del vientre materno, El ya conoce de antemano y al dedillo toda la futura vida que va a desfilar ante “sus ojos” divinos (es un decir); absolutamente todo lo que esa criatura va a pensar y obrar en el mundo, y así de miles y miles de millones de seres humanos que existieron, existen y existirán.
Entonces ¿consecuencia en forma de interrogante?: ¿Dónde y cómo queda el tan afamado libre albedrío, o mejor dicho: ¿puede existir la libertad absoluta de pensamiento y acto en un “Ser Creador”, de la naturaleza señalada quien, cual divino espión, escudriña las conciencias humanas ¡sabiéndolo todo de antemano!? (¡Qué absurdo, ¿no es cierto?!).
Surge el sabio interrogante: ¿qué clase de juego tonto sería este?
Yo creo en mi raciocinio y me va mejor que suponer ciertas fantasías como realidades. Y para corroborarlo me valgo de otras personas que también razonan para cerciorarme de que no estoy loco, y les pregunto si coinciden con mi razonamiento. Me responden que sí y esto me reconforta. (Algunos, es cierto, hacen de tripas corazón afirmando al tuntún que “Dios sabe lo que hace”… ¡y punto!, pero a mí este “argumento” ¡no me convence en absoluto! ¿Qué quieren que les diga?, pues esto equivale a cerrar los ojos ante la razón, única guía eficiente que poseemos en este mundo para discernir la verdad de la falsedad, y nos comportaríamos entonces como en la fábula del avestruz, que esconde la cabeza en la arena para no ver al enemigo (para nosotros, la realidad).
¿Endioso a la razón? ¿Será esta quizás un espejismo y la verdad otra cosa? ¿Entonces estamos todos chalados los que pensamos racionalmente y debemos ser recluidos en los manicomios, dejando sueltos a los “locos cuerdos”? (No valga el contrasentido).
Sin embargo… sea como sea, el mundo marcha al compás de la razón, y no cabe duda de que ahora vivimos mucho mejor en comodidad y salud que en la “Santa” Edad Media, gracias a la ciencia y la tecnología bien aplicada, frutos de la razón y la paciente investigación.
Moraleja: ¡Viva la razón que nos guía bien! ¡Mueran los prejuicios y la irracionalidad que nos llevan por callejones sin salida!
Lo que hay detrás de cada elección desde el punto de vista religioso
Imaginémosnos siendo aún niños que comienzan a razonar. Ubiquémonos en el seno de una familia religiosa para la cual la inculcación de cierto dogma es algo sagrado. Imaginémosnos también pertenecientes a un ámbito de creyentes acérrimos, una población de devotos dentro de la cual nos veamos envueltos y obligados a convivir con gente piadosa que acude al templo budista, a la mezquita, a la sinagoga a la iglesia católica, al centro protestante u otros lugares santos. Una vez moldeados en ese ambiente religioso, ¿seremos absolutamente libres para repensar el dogma a que pertenecemos y tornarnos escépticos? Tan solo en teoría, relativamente.
Puede que caiga en nuestras manos un tratado antirreligioso de un descreído, o tal vez alguno de los libros de un tal Ladislao Vadas (autor del presente artículo) como Razonamientos ateos o Cómo me convertí en ateo, para hacernos meditar y optar por el ateísmo, pero siempre estaremos influenciados. Dependemos del peso de los argumentos, no de un libre albedrío más allá de las circunstancias y convicciones.
Pero no es sólo la crianza lo que nos puede hacer creyentes. Aparte de esto, pesa como plomo nuestra tendencia innata de índole genética hacia la credulidad. Estamos como programados naturalmente para creer siempre en algo, unos más, otros menos, y esto se constituye en un verdadero elemento de supervivencia a la vez que negador de la libertad absoluta para el mal obrar, ya sea en el ámbito budista, shintoísta, brahmánico, hebreo, en los antiguos aztecas, chibchas, mayas, incaicos, mapuches y… en las “mil y una” religiones del orbe del pasado y del presente. Evidentemente, ante este panorama universal y a lo largo del tiempo, vemos que no existe ninguna religión universal, como tampoco libertad absoluta alguna en materia de cultos
En nuestros primitivos ancestros, allá, en los tiempos del javanés Pitecántropo o del africano Homo habilis, indudablemente ya pesaba la necesidad de inventar dioses para creer en ellos con el fin de sentirse protegidos frente a los embates de la brutal y cruel naturaleza: enfermedades, catástrofes, animales dañinos… y la propia índole belicosa del hombre que atenta contra el hombre.
De ahí, de la inclinación innata del autoclasificado como Homo sapiens hacia las creencias, nacen el Buda, el Shinto, el mazdeísmo, el Jehová, los dioses trinitarios del hinduismo o del cristianismo y una infinita lista de deidades desperdigadas por el orbe entero.
Nuestra tendencia innata nos impulsa, nos lleva hacia la credulidad y su conservación, salvo casos “aberrantes” como el del autor de estas líneas y otros ateos que razonando, razonando…, arribaron a la conclusión de la ausencia de todo dios creador y gobernador de este nuestro encabritado mundo y de todo diosito menor.
El libre albedrío en términos absolutos, no aparece en parte alguna, porque siempre existe algo que pesa sobre nosotros: el ambiente, nuestro razonamiento fundado en experiencias particulares, y los embates de la vida.
Esto solo, no sería nada. Existen derivaciones tremebundas de este constreñimiento de nuestra voluntad hacia los convencionalismos y esta cosa se denomina fanatismo.
Hasta ahora íbamos bien en la ilación de estos argumentos, pero ahora nos asalta un detalle tenebroso en el ámbito religioso, y se denomina fanatismo, arrastrando la pregunta: ¿el fanático posee libertad absoluta de pensamiento y acto? Me atrevo a conjeturar que ¡ni por asomo!, desde cuando gravita sobre él todo un tonelaje de ideas fijas adquiridas a lo largo de sus experiencias de la vida sumadas a una índole psíquica con tendencias a “absolutizar” ciertas ideas.
Entonces, en conclusión: primero está la tendencia hacia el fanatismo (creo que los psicólogos estarán de acuerdo en este sentido), luego la libertad frenada u ocluida a causa de las experiencias de la vida (incluidas, en algunos casos, ciertas lecturas) que moldean al individuo.
Ahora bien, si tenemos ante nosotros a una persona con estas características y sumamos las creencias religiosas recogidas en el camino de su existencia, más el arrastre de una mole de pseudociencias que avalen los “mil y uno” mitos habidos y por haber, es muy probable que obtengamos a un fanático acérrimo, muchas veces temible si detenta el poder o las armas, y aquí es donde podemos poner en evidencia la ausencia de todo libre arbitrio y la peligrosidad que todo esto encierra.
A todo este panorama negativo, podemos añadir sin lugar a equivocarnos, todas las pseudociencias de cuño religioso como las diversas teologías que, cual bombas de tiempo pueden estallar dejando el tendal de víctimas inocentes desde bebés, niños, adolescentes, adultos hasta ancianos, de cualquier sitio del orbe.
Sólo me queda ofrecer con todo amor al prójimo y buena voluntad, un sano consejo: Vivir decentemente, en paz, mejorando en todo lo posible este mundo pésimamente formado por el más puro azar (a pesar de lo que creen los teólogos con su fatua pseudociencia: la teología), pleno de injusticias, sinsabores, enfermedades, pestes, cataclismos y todos los males que podamos imaginar o soñar; transformarlo en un auténtico Paraíso, o al menos en un planeta habitable sin penurias, tanto en el ámbito humano como en el resto de la florifauna.
Ladislao Vadas