La formación de un planeta como la Tierra a partir del polvo cósmico según una teoría, o a partir del desprendimiento de materia estelar según otra, y otras conjeturas, ha sido sin duda alguna un proceso natural, espontáneo a la vez de grosero, sin orden ni dirección alguna, tal como lo fueron los restantes cuerpos del sistema solar, cada cual con sus características.
No existe patrón creativo alguno en el cosmos, según el cual todo cuerpo planetario debería seguir las mismas secuencias para obtener igual masa, igual composición química, igual atmósfera, igual inclinación de su eje de rotación, etc. Los demás planetas que acompañan a nuestro sol son una prueba de ello.
Por el contrario, cada cuerpo de los conocidos hasta el presente, posee en su composición, distinta cantidad de agua o ausencia de ella; distinta proporción de hierro, de oxígeno, de carbono, y otros componentes.
Hay leyes físicas, se dice, y esto basta para comprender que todo se debe a ellas. Y si existen tales leyes, se añade, entonces alguien las tuvo que haber establecido, se hace necesario un legislador y… ¿quién mejor que el dios de los judeocristianos para serlo, (entre otros dioses también inventados por el hombre?).
Pero he aquí que, por desgracia para la “ciencia teológica” no hay cuerpo espacial alguno que no tenga algún defecto, alguna falla y esto nos indica claramente que nuestro mundo, lejos de ser una creación por parte de algún divino demiurgo suma perfección, se trata de un proceso natural a la deriva, sin planificación alguna.
Si comparamos entre sí a los cuerpos esféricos que rodean al Sol, vemos que no existe uno igual a otro. De esta heterogeneidad se desprende que falta una acción directriz, que todo se ha acomodado como pudo, a la ventura. Más si centramos nuestra atención especialmente en nuestro planeta, comprobamos que las cosas no han sucedido de modo diferente.
Por ejemplo, las masas continentales carecen de formas simétricas; no son perfectas y van a la deriva. Según la teoría de la deriva de los continentes, una masa única de tierra emergente del único océano primigenio, se fraccionó de la manera más burda para alejarse luego los bloques continentales unos de otros.
Aunque esta teoría no fuese del todo correcta, esto no quita que la formación de los continentes ha seguido el más desorientado de los rumbos. Las costas marinas y oceánicas presentan las más variadas irregularidades, en donde las playas y acantilados se alternan burdamente. Hay costas de formación y costas de abrasión, indicando ello un movimiento continuo y desordenado que se halla muy lejos de una supuesta “creación perfecta”. Todo parece, más bien, haber sido hecho al capricho de algún hacedor chapucero.
Miremos el mapamundi para convencernos de lo antedicho. América del Sur, por ejemplo, es apenas un basto triángulo que dista sobremanera de la geometría perfecta como obra de algún demiurgo perfecto. Norteamérica, por su parte, es el colmo de la irregularidad sobre todo en sus confines del norte, en donde las tierras aparecen fragmentadas en un océano glacial. El inmenso continente eurasiático parece ser un derroche de tierras, demasiado extenso para haber sido calculado por algún gran geógrafo, porque faltan más mares interiores con sus costas y sus riquezas. África tan redondeada y mal ubicada, con sus desiertos, y Oceanía tan pequeña, desentonan con el resto, al igual que el continente Antártico, en donde se hace difícil el asentamiento humano.
Finalmente las islas, sembradas por toda la superficie del planeta en la forma más caprichosa sin sentido alguno, nos hablan de la ausencia de un ordenamiento lógico por parte de algún creador suma perfección.
Un planeta cuadriculado o triangulado en sus continentes y mares, sería sin duda una notable muestra de que algún perfecto ingeniero hubiera creado la perfección, y en este caso ¿quién debiera haber sido sino el dios creador de los creyentes? Si todos los continentes fuesen cuadrados perfectos, triangulares o perfectamente circulares, rodeados de mares de idéntica anchura y longitud, entonces sí que habría cabida para pensar en algo más que en un grosero acomodamiento a la deriva de la corteza planetaria.
Un ser perfecto como el que propone la teología (para mi una pseudociencia) no puede crear un sistema oceánico, continental o insular tan irregular tan basto, tan desordenado, mal ubicado e ilógico como lo es la superficie de nuestro globo terráqueo.
Luego, tenemos a los movimientos orogénicos, tan a la deriva como los movimientos continentales.
Esto significa que nuestro planeta no es algo definitivo, creado así como es de una vez para siempre, sino que se trata de un proceso en marcha. La Tierra, lejos de ser una creación definitiva, es un cuerpo inquieto que se transforma continuamente como todos los astros y muy lejos de ser una creación, se trata de un resultado provisorio en constante transformación.
Lo que ayer fueron lechos marinos, hoy son cimas montañosas (se deduce esto de la existencia de fósiles marinos en las altas cumbres). Lo que hoy son montañas, mañana serán suaves ondulaciones; las costas de abrasión retrocederán achicando los continentes; las costas de formación crearán nuevas tierras emergentes. Bloques pétreos emergerán de los mares, otras plataformas enteras se hundirán, todo a lo largo del tiempo. La Tierra continuará arrugándose en ciertas áreas como la faja cordillerana andina, y continuará desgastándose en áreas de plegamientos más antiguos. Luego surgirán nuevos plegamientos que se desgastarán también, hasta que todo envejezca, aplanado, yermo. ¿Para siempre? No, por supuesto, porque todo el sistema solar podría ser “tragado” alguna vez por acontecimientos mayores, en nivel cósmico como la colisión con un cuerpo de gran masa en el espacio, para entrar en otro tipo de transformaciones, y así por siempre.
Existen varias clases de tiempo dentro de cuyos lapsos ocurren acontecimientos de larga o corta duración.
Hay tiempo cósmico, tiempo geológico y tiempo humano.
El tiempo cósmico es casi inconcebible; el tiempo geológico se mide en miles de millones de años; y el tiempo humano es una fracción ínfima, una casi nada del tiempo geológico.
Esto quiere decir que el hombre se halla aprovechando precisamente un pequeño lapso de la vida planetaria. Lapso que permite su asentamiento. Luego, a lo largo de los evos cósmicos será distinto Esto significa que el planeta Tierra no es una cuerpo concluido, como hecho especialmente para ser habitado por el hombre. Nada más lejos de la realidad que pensar en él como una obra acabada. A la luz de los conocimientos actuales hay que razonar distinto y decir que es el hombre quien aparece en un momento favorable de la existencia del planeta Tierra y se halla aprovechando este corto lapso de tiempo geológico.
Estas condiciones que reinan en este lapso pudieron no haber aparecido. Las cosas pudieron haber derivado distintas y haber sido imposible la vida y la Humanidad. Pero las cosas se dieron así y aquí estamos, empero no en un planeta preparado para nosotros, sino que estamos aprovechando un momento propicio de sus continuas y desordenadas transformaciones.
Hubo una coincidencia de juntarse dos procesos y nada más. El proceso “hombre” encajó dentro de un lapso favorable del proceso telúrico, que fue inhóspito durante miles de millones de años atrás y quizás lo sea en el futuro.
La Humanidad, con toda su historia y prehistoria, es un episodio recientísimo para la vida planetaria.
Empero no todo son bondades aun ahora para la vida.
Una de las pruebas de que nuestro planeta “no nos quiere”, o al menos no le “interesa” nuestra existencia sobre su faz, son los movimientos sísmicos y las erupciones volcánicas que quiebran edificios, aplastan a sus moradores los unos, y sepultan ciudades y pueblos enteros con lava, ceniza y piedras los otros, sin que divinidad poderosa alguna se apiade de sus habitantes. Estos catastróficos eventos sin piedad para nadie (niños, hombres buenos, ancianos, animales inofensivos), también se constituyen en otras aterradoras pruebas de la ausencia total de algún ser protector, gobernador eficiente del mundo que vela por sus indefensas criaturas.
Hombres y mujeres útiles y justos, junto con niños nacidos o en gestación, fueron, son y pueden ser aniquilados por el planeta madre en su ciega actividad sísmica o volcánica o por otras múltiples calamidades.
Si existiera alguna especie de ser supremo creador de todo lo existente, habría que admitir sin retaceos que se trataría de una especie de aprendiz de brujo, a quien los elementos naturales no responden en su totalidad, se le escapan de “sus propias manos”, son ingobernables. Además, si esa divinidad es concebida por el hombre, como un ser puro amor por sus criaturas, como afirman los teólogos, entonces ocurre una de dos cosas:
O se trata de un ser limitado en su potencia al no poder detener cataclismos en cierne, o se trata tan sólo de una fantasía creada por la rica imaginación del hombre, como un ser quimérico. Y si se trata de un ser limitado, ya no se cumplen entonces las condiciones de la perfección suma que le han otorgado los teólogos, porque su omnipotencia ¡se halla ausente!
Los ayes de dolor de niños sepultados bajo los escombros de sus viviendas después de los arrasadores sismos, son testigos elocuentes de la ausencia de amparo, garantía, patrocinio de alguna eficiente providencia.
Si bien el ser humano posee algo de culpa por asentar sus poblaciones en áreas sísmicas utilizando frágiles materiales, ello no quita la inutilidad de los sismos para un supuesto planeta como excelente obra creada una vez por un hacedor previsor y omnipotente e ¡infalible! Además, los antiguos pobladores que sabían poco y nada acerca de áreas sísmicas, se extendieron a lo largo de los cinturones de peligrosa actividad tectónica con toda la buena fe e inocencia del mundo, confiando en la bondad y protección de un ser supremo sin sospechar la “traición”.
Es plenamente evidente que el mundo no ha “sido hecho” para ser habitado por inocentes hombres de fe. No ha sido calculada la población de áreas peligrosas o más bien, ¡nada ha sido calculado!
Todos hemos leído las crónicas de episodios sísmicos en que quedan aprisionados moribundos seres humanos, malvados, justos, inocentes, enfermos, bebés, niños de corta edad por igual… todos sin excepción (creyentes o no creyentes en las “miríadas” de religiones del mundo), sin posibilidades de ser liberados; condenados a sufrir horrorosamente hasta la liberadora muerte, sin que dios alguno se apiade de ellos.
Si uno entre diez es salvado, se exclama a la ligera: “gracias a dios”, olvidándose de los 9 condenados al tormento de la agonía o la tristeza de la invalidez.
Si algún edificio no es demolido por el remezón o sepultado por la lava, se dice “gracias a la divina providencia” ignorando, inconscientemente el resto aniquilado en su mayor parte, y así es como el creyente trata de tapar la masacre catastrófica pregonando la excepción como débil prueba de la existencia de un hipotético, eventual, parcial y débil interventor providencial quien a pesar de todo, según los sabios teólogos ¡ama a sus criaturas! Un ser imposible de ser imaginado de la mano de la RAZÓN.
¿Deducción? ¿Qué nos queda entre manos teniendo en cuenta este apocalíptico panorama? No más que un ser quimérico; imposible de encajar en la muchas veces procelosa realidad del mundo, un mundo sinsentido, repleto de injusticias, dolor, sufrimiento, muertes absurdas… tanto sea para bebés, niños de corta edad, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos… y todos los animales mansos que también sufren en libertad o en manos del hombre…
Evidentemente, si la teología no es una mera pseudociencia, entonces nosotros los racionalistas ateos deberíamos ser condenados a pasar el resto de nuestros días en una casa de salud mental, y esta situación nos indicaría a todas luces que vivimos en “¡un mundo al revés!”.
Ladislao Vadas