Mucho se ha hablado de un supuesto sagrado equilibrio biológico. De un equilibrio perfecto que no puede ser transgredido, so pena de provocarse una extinción en cadena de los seres vivos.
Los ecologistas han dado un toque de atención y continúan insistiendo en la protección de los recursos naturales relativos tanto a la fauna como a la flora, mientras alertan también acerca de la contaminación ambiental, y todo esto está muy bien.
El peligro existe, pues el hombre, dueño del planeta que lo formó, orgulloso de su ciencia y su tecnología con mal empleo de las mismas, ya ha dañado seriamente su entorno vital y lo continúa haciendo sin pensar en sus descendientes, en las futuras generaciones.
Mientras que la naturaleza se desarrolla ciegamente, el hombre por el contrario, es un aprovechador de las circunstancias contemporáneas y parece no importarle legar a la Humanidad del futuro un páramo yermo en lugar de un planeta ubérrimo que, tampoco dios alguno pudo construir porque los dioses no existen, por más que la pseudociencia denominada teología sostenga lo contrario.
Por ambición, por egoísmo, por ignorancia, por negligencia, por desaprensión, y “mil cosas más”, el hombre ya ha destruido buena parte del ecosistema en que se halla inmerso (que, dicho sea de paso, tampoco antes ha sido un “paraíso terrenal”), pero gracias a los ecologistas también va tomando conciencia para salvar la vida planetaria, pues lo peligroso es precisamente una ruptura brusca de gran monta, que puede ser catastrófica para la vida.
Sin embargo, no es a esto a lo que me referiré con respecto al equilibrio biológico que debe ser protegido por todos los países del mundo contra el depredador número uno que es el hombre. No voy a atacar ni a la ecología, ni al creyente en la naturaleza alguno, para quien el equilibrio biológico puede ser sacrosanto. Sólo deseo desmenuzar la cuestión, clarificar la realidad, con el fin de demostrar la inexistencia de un ser perfecto creador y sostenedor del mundo según afirman los “doctos” teólogos.
Por ello me veo en la necesidad de explicar qué es el equilibrio biológico.
En primer lugar, es menester señalar que no se trata de relaciones inmutables de los seres vivientes entre sí y con el medio que los rodea como si el ecosistema fuese algo fijo intocable, sabiamente dispuesto de una vez para siempre por algún artífice omnisciente.
Por el contrario. Se trata de un sistema dinámico, fluctuante, cambiante despiadado, cruel y ciego, que podemos comprobar por doquier entre los animales depredadores, asesinos y, en los vegetales tóxicos.
Lo que hoy nos rodea, es tan sólo un residuo de lo que fue. Un resto de una flora y una fauna más ricas que han florecido por turno dentro de sucesivos equilibrios ecológicos rotos, desplazados y siempre reemplazados.
Hubo infinidad de equilibrios biológicos desde que se instaló la vida en el planeta.
Todos han sido rotos obligando en cada ruptura a un reacomodamiento de las especies vivientes muchas de ellas en constante extinción. (Véase al respecto un buen tratado de ecología a nivel universitario).
El actual equilibrio, considerado intocable, también se rompe constantemente, aun sin la intervención del hombre. Son las mismas especies biológicas las que se encargan de hacerlo en su ciego avance de unas sobre otras.
Mientras que unas especies retroceden, otras proliferan en un fluctuar no interrumpido que conduce, a la larga, hacia la extinción de especies enteras, que son reemplazadas por nuevas formas vivientes mutadas al más puro azar.
Los rayos cósmicos mutágenos no descansan. Las mutaciones por ellos obradas son continuas, y las variedades nuevas de plantas y animales que se producen poseen magnitud astronómica. Casi nada de ellas queda, pero lo ínfimo que permanece se acumula y a lo lago del tiempo todo cambia.
El equilibrio fijo, intocable, inviolable, es un mito que nace de una breve y errónea visión del proceso viviente.
Este error, a su vez procede de las escasas posibilidades que posee el hombre para observar la naturaleza en su conjunto y a lo largo de extensos períodos que requiere el ecosistema para variar y ser reemplazado.
La vida humana es efímera para apreciar procesos que requieren evos para su desarrollo, como el proceso viviente, el geológico y el cosmogónico universal.
Sin embargo, la Ciencia Experimental (el gran tesoro que poseemos), gracias al acopio y fijación de datos y en virtud de la constante observación en que se basa precisamente su método, ha detectado los sutiles cambios que por acumulación a lo largo del tiempo van trastornando permanentemente el ecosistema.
Esta constante perturbación, esta perenne ruptura del ecosistema se constituye, a mi criterio, por sí sólo, en una prueba más de la ausencia de un eficiente previsor, de una eficaz providencia que haya creado un sistema fijo y perfecto.
Uno se pregunta, ¿para qué existieron los amonites?, ¿para qué el oso de las cavernas?, ¿para qué el megaterio y el gliptodonte?, ¿para qué los gigantescos dinosaurios?, si ya todos se hallan extinguidos y no fueron ni son necesarios para éste nuestro actual equilibrio ecológico que puede existir muy bien sin ellos.
Está claro que, siempre hay alguna respuesta que no se hace esperar porque la capacidad de fantaseo humano no tiene límites. No obstante, aunque se ofrezcan “miles” de respuestas aduciendo que así es como todo se halla sabiamente dispuesto, ante nuestra ignorancia, y que cada pieza viviente que ha existido fue clave para nuestro ecosistema actual, lo cierto es que aun así, con estos argumentos muy pobres, estamos abismalmente alejados de aquel dios que cierta vez decidió crear el mundo de la nada e hizo a los seres de una vez para siempre tal como son ahora en su género y especie, según se dice en un texto tenido por sagrado y, para muchos incluso ¡instructivo!
Si hubiese habido una creación perfecta, hubiese bastado entonces con éste actual equilibrio añadiéndole tan sólo la fijeza. Con un fluctuar, si, dentro de ciertos márgenes, pero capaz de recomponerse siempre sin cambios ingentes que lo hagan tambalear, romperse y ser reemplazado, como ocurrió y está ocurriendo, aún sin la intervención humana.
¿Conclusión? Haciendo honor al título de este artículo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la naturaleza, lejos de ser sabia, es una prueba fehaciente más de la inexistencia de cierto sabio y omnipotente creador, a quien es imposible hallar, tanto sea en el mundo exterior, como en el interior que es nuestra mente cuando se halla iluminada por la auténtica Ciencia desprovista de teología alguna, sin dioses de ninguna especie y categoría.
Con lo dicho podemos afirmar, sin temor a equivocarnos que, la pretendida ciencia teológica es una mera ciencia de la nada o en todo caso (para aliviar un poco la cuestión) tan sólo una pseudociencia a todas luces, basada en un texto que en buena parte entretiene con fábulas, como otros libros dedicados también a este género literario.
¿Qué nos queda entonces por hacer, así, huérfanos de todo dios en el cual podríamos confiar? Simplemente portarnos bien, lo mejor posible, sin luchas sin cuartel por ideologías mil, sin egoísmos, patrioterismos, guerras, masacres, entre lloros y penurias sin fin. Progresar, progresar y progresar para lograr un auténtico paraíso, lejos de aquel mítico edén tan cantado.
Dejando a todos los dioses aparte ¡basta de todo eso por favor! ¡Y de una buena vez por todas! Nuestras futuras generaciones nos estarán eternamente agradecidas.
Ladislao Vadas