Finalmente “habemus papam”, después de tres fumatas negras que sólo
fueron para mantener a los fieles de la Plaza de San Pedro bajo un manto de
suspenso, ya que en los hechos Joseph Ratzinger era Papa tras el último aliento
de Juan Pablo II. Por las dudas,
tenía asegurada para el Cónclave que iba a elegirlo oficialmente una
suficiente cantidad de votos reunidos entre el ala más conservadora de la
Iglesia y los indecisos que, de todas maneras, iban a volcarse hacia la decisión
de “mejor dejar las cosas como estaban” en la conducción de la misma.
A renglón seguido de su “elección”, comenzaron las demostraciones
de cómo había caído entre diversos sectores religiosos el ascenso de
Ratzinger hacia el trono de San Pedro.
Aunque en algunos casos no lo manifestaran
abiertamente, la sensación entre el clero latinoamericano y otros países del
Tercer Mundo fue de decepción. Influidos
aún por el Concilio Vaticano II y conocedores de la intransigencia de Ratzinger
respecto de varios cambios que se imponen hace tiempo en la Iglesia, esperaban,
aunque dieran casi como un hecho consumado la entronización del cardenal alemán,
que se produjera un milagro: que el Colegio Cardenalicio reconociera que era
hora de discontinuar, paulatinamente, la férrea conducción ultraconservadora
impuesta durante 26 años por Juan Pablo II.
Pero el milagro –algo que escasea hace mucho tiempo en la Iglesia- no
se produjo.
El teólogo brasileño Leonardo Boff, a quien
Ratzinger había impuesto en 1985 una sanción de un año de silencio por sus
inclinaciones a favor de la Teología de la Liberación, dijo que el nuevo Papa “será
difícil de amar”. Más
lapidario, un connacional de Ratzinger, el titular de la Iglesia Ecuménica
Alemana “Kirche von Unten”, Bernd Goehring, afirmó que “la elección
de Ratzinger es una catástrofe; creo que puede provocar que muchas
personas den la espalda a la Iglesia”. Otros religiosos o especialistas en
el tema desgranaron diversos calificativos para Ratzinger, que van, por ejemplo,
desde “guardián de la Fe” hasta “rotweiler del Espíritu Santo”.
En México se escuchó que “con la elección de Ratzinger la Iglesia perdió
la oportunidad de mirar de frente a la Historia”, en tanto aquí el padre
Luis Farinello señaló: “Ganó el miedo”.
Más comentarios por el estilo fluctúan en estas horas entre el espectro
católico y otras confesiones.
No por nada el acceso al Papado del purpurado alemán
concita más rechazos que adhesiones, por más que el entorno que ha designado
–una verdadera guardia pretoriana conformada por los férreos militantes del
Opus Dei y los prelados más
“ultras”- haya comenzado rápidamente a barrer debajo de las rojas alfombras
del Vaticano algunas basurillas del pasado de Ratzinger, por ejemplo su
militancia post-adolescente en las juventudes hitlerianas y su actuación en el
frente asistiendo al artillero de una batería antiaérea. Es que será prácticamente muy difícil de hacer olvidar la
gestión de Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
nombre genérico en la época actual de lo que fue la Santa Inquisición, de
triste recuerdo para cristianos y no cristianos.
Y ésa es la gestión, ejercida con suma dureza, que más prevalece en la
memoria de muchos católicos, entre clérigos y feligreses, que fueron
castigados o amenazados con el fuego del infierno por el aplicado guardián de
la Fe.
¿Y por qué habrá elegido Ratzinger, para ejercer su
Papado, el nombre de Benedicto XVI?. ¿Será
en homenaje a sus homónimos del pasado, como Benedicto VIII (1012-1024), quien
impuso desde entonces que “los clérigos no se casen”, o como Benedicto XIV
(1740-1758), que pese a su vasta cultura y su intención de hermanar la Iglesia
con la modernidad y la ciencia, no reparó en condenar “El espíritu de las
leyes”, la obra cumbre de Montesquieu, y prohibir las obras de Voltaire?.
Son sólo algunas preguntas de las muchas que habrá de aquí en
adelante, y que únicamente habrá de responder el tiempo que acompañe la gestión
del nuevo Papa.
Carlos Machado
karlos_585@hotmail.com