El discurso dominante (el del gobierno), recuerda a la del 90 como la década “infame”. Una triste noche neoliberal que asedió a la Argentina durante un decenio y que acabó por entregar el patrimonio nacional al capital financiero y especulativo foráneo. En líneas generales, estos son los calificativos que utilizan los referentes “K” para recordar aquellos años del uno a uno. Los argentinos medios, los comunes y corrientes, aquellos que no pertenecen a la oligarquía política, no asocian a los 90 únicamente con algunos de estos conceptos. La impunidad, la corrupción y la ostentación de funcionarios que mutaron de mendigos a millonarios de la noche a la mañana son recuerdos que ocupan un lugar importante en la memoria colectiva. Lógicamente esa parte de la historia no suele ser citada por el Frente para la Victoria cuando se hace referencia a aquellos años teóricamente nefastos. Del discurso oficial se desprende que el actual modelo es más justo e inclusivo pero no necesariamente más honesto que el de Carlos Menem. Es quizás en este aspecto en donde el kirchnerismo ha sido más coherente.
Desde 2003 que Néstor y Cristina se la pasan hablando de crecimiento, empleo, producción e inclusión pero poco y nada de transparencia y honestidad. El Kirchnerismo nunca se vendió a sí mismo como limpio y tampoco hizo de la lucha contra la corrupción una de sus banderas. La honestidad, que alguna vez fue un concepto valioso dentro de la sociedad argentina, quedo totalmente devaluada luego del estrepitoso fracaso de la Alianza. Fernando De la Rúa y Carlos “Chacho” Álvarez llegaron al poder con un discurso centrado en la seriedad, los valores, el combate a la corrupción y la transparencia institucional. Toda la estrategia comunicacional de la campaña para las elecciones presidenciales de 1999 fue justamente orientada en aquel sentido. “Dicen que soy aburrido”, “será porque no ando en Ferrari” decía Fernando de La Rúa en sus brillantemente diseñados spots publicitarios.
La sociedad le dio su apoyo en las urnas y el entonces Jefe de Gobierno porteño fue elegido Presidente. Las denuncias de coimas en el senado se llevaron por delante la supuesta renovación moral y el corralito y la fulminante crisis económica del 2001 marcaron el fin de su gobierno en forma anticipada. Luego de este breve paréntesis de dos años no peronistas el justicialismo volvió al poder. Desde entonces el valor de la honestidad comenzó a ser sistemáticamente minimizado desde el propio gobierno. De hecho la palabra “honestísimo” surgió como una crítica hacia aquellos dirigentes que hacen de la honestidad su principal activo. Del mensaje kirchnerista se desprende que ellos son buenos gobernantes pero no necesariamente gobernantes transparentes. Desde el retorno de la democracia en 1983 que el peronismo, en sus antagónicas corrientes, ha mantenido una retórica básicamente similar. Menem vino a corregir la hiperinflación heredada de Alfonsín y Duhalde (devenido en Néstor) la híper recesión de De la Rúa. La efectividad en la gestión siempre fue el caballo de batalla de los herederos de Juan Domingo, nunca la transparencia institucional.
Curiosamente la tolerancia del electorado a la corrupción en la Argentina tiene sus “épocas”. Pareciera que los gobiernos pueden robar un tiempo, sobre todo durante sus primeros años, y más aun si la economía se encuentra en un ciclo expansivo. Allí la ciudadanía suele hacerse la distraída. El “roban pero hacen” es implícitamente aceptado y la bonanza económica alimenta la idea de que la corrupción es un problema menor siempre y cuando el país “avance”.
Pero la gestión suele desgatar a los gobiernos y aquella “primavera” de los primeros años no dura para siempre. El descontento suele potenciarse cuando la economía no atraviesa un período de prosperidad. Es allí donde la ciudadanía comienza a prestar mayor atención a lo que están haciendo sus representantes con el dinero público. Parece ser que si un gobernante envía 5 kilos de dólares al exterior mientras un ciudadano medio consigue un empleo, esos dólares no estuvieron tan mal robados. Ahora bien, si un hecho de corrupción es simultaneo a la pérdida de un puesto de trabajo, ahí si se trata de un suceso terriblemente serio. En teoría la corrupción debería ser condenada igualmente en cualquier momento, más allá del contexto que la rodee. ¿Alguien podría negar que la honestidad es una cualidad positiva? ¿Alguien podría negar que la corrupción es una práctica negativa? Por más extraño que parezca, el significado de estos conceptos suele mutar en la Argentina. Robar no es malo per se, depende de cuando se lo haga.
El trabajo del Jorge Lanata es muy útil para terminar de dar forma a esta reflexión. El popular periodista siempre se dedicó más o menos a lo mismo, a investigar al poder. Hacia fines de los años 90, quienes simpatizaban con Carlos Menem veían en el trabajo periodístico de este “fumador televisivo” una campaña de desprestigio y una intentona desestabilizadora. Paradójicamente, en la Argentina de hoy, quienes simpatizan con Cristina Fernández de Kirchner (y supuestamente se encuentran ideológicamente en las antípodas del menemismo) ven también en Jorge Lanata a un golpista desestabilizador.
Quizás las cosas no han cambiado tanto con la llegada del pingüino, la pingüina y los vientos patagónicos a Balcarce 50. En última instancia el mismo partido (Partido Justicialista), está siendo investigado por el mismo periodista (Jorge Lanata) por haber hecho exactamente lo mismo (utilizado la gestión pública para el enriquecimiento personal).
Santiago Pérez
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