“La muerte no tiene sentido”, decían los extintos, “¡para qué
morirla!”, agregaban con resignación, “más valiera nunca haber fallecido y
estar siempre vivos”.
Después de su rutina diaria, se juntaban a conversar, a
hacer filosofía, consultando el Libro de la Vida y de la Muerte, obteniendo
conclusiones atrevidas, intentando hallar la sustancia de la existencia, pero
con cierta desazón hacían cuestiones tales: “¿Cómo será estar vivo? Debe
ser distinto a esto...” Y echaban a volar sus sueños, mientras bebían en
copas negras un mosto viejo. De madrugada terminaban tirados por cualquier
parte, durmiendo con semblantes de enamorados perdidos que han luchado por el
amor y no lo han encontrado.
Unos habían intentado suicidarse, dejando notas que el rocío
mustio del amanecer disipaba como suaves palomas blancas de nubecillas
tristes... Hasta que llegaba el sol negro alumbrando con frío sus rostros pálidos,
y tiritando se despertaban penosamente e iniciaban la jornada; aunque al entrar
de lleno el día, retornaban a trabajar denodadamente. A media tarde, sentían
nuevamente melancolía, entonces algunos por ahí, otros por allá, comenzaban a
escabullirse; éstos acudían al psicoanalista, para, como en un confesionario
antiguo, desahogarse, creyendo que les escuchaba, y adivinaban que no, que
estaba pensando en el tiempo del siguiente paciente: era como hablar a cualquier
otro muerto, “como tú o como yo”, se quejaban con sus amigos, añadiendo
que a “alguien tenían que contarle sus penas para no volverse locos”. Luego
reían y señalaban “mejor, vamos a tomarnos un trago” En la reunión de
cada anochecer, reiteraban los conceptos, hacían lucubraciones en el aire, como
“qué se sentirá al estar vivos”, contestándose que algún día lo sabrían,
cuando nacieran, unos primero, los demás, después, pero es seguro, a todos nos
llegará la hora de vivir. Pero como no dejaba de ser un misterio irresuelto,
por el miedo natural que les provocaba, por el instinto de sobremurencia,
continuaban con su muerte.
La
situación seguía igual en el mundo: los muertos a este lado, los vivos más
allá, sin nadie conocer la respuesta. Mientras se escribían infinitos tratados
de filosofía sobre la vida, que ya por saturación la minoría de las personas
leía... hasta que nuevamente, en el círculo más próximo, alguien nacía…,
porque cuando alguien expiraba, y esto es una cosa extraña que no se lograba
comprender, ¡todos se ponían contentos!
Mauricio
Otero