Me advirtieron: “En adelante, no hay camino. No vaya. No existe nada. Es una
ciudad desierta, deshabitada hace mucho tiempo.” Pero no sé de qué sueños
yo la recordaba, de otra era, otra vida, tal vez de un ser distinto a mí, que
me hubiera imaginado. Eso la hacía aún más atrayente.
A kilómetros de ella, conseguí un caballo negro y cabalgué
horas y horas. A medida que avanzaba, iba viendo las hierbas secas, los
pastizales largos y descuidados, que no crecían por demasiado. El polvo y el
gris del cielo, cada vez más densos…Sentía que me ahogaba y mi caballo
resoplaba por el belfo, agotado. Venía el alba cuando divisé, entre una película
desvelada una muralla, borrosa, irreal, fosca, impenetrable. Mi jamelgo se
detuvo con terror. Tuve que tirarle de las bridas y caminar con él. Llegamos en
una lenta procesión de dos solitarios desesperados, mas, tras el milagro,
aunque estéril, que atrae a un alma en reciente duelo. Lentamente, en el
silencio espectral, fuimos ingresando. Pude ver casas y edificios de esplendor,
pero estaban cerrados y abandonados. Al centro, en la plaza de armas, contemplé
con horror cerval estatuas obscurecidas de piedra: un toro con los ojos
vaciados, un ciervo con una saeta clavada en su corazón, que semejaba que todavía
manaba su tierna herida; me figuré una amante dejada para siempre en el bosque
de la soledad. Había unos guerreros enormes, cubiertos por hiedra antigua, los
ojos huecos, y sentí la muerte rondar más real cuanto más remota. Mi
cabalgadura dio un salto: a sus pies había dos serpientes que parecían besarse
con un beso ardiente, como humanas, empero de inmediato me di cuenta que eran
dos varas carbonizadas. Sentí que algo sobrevolaba y casi me alegré, pensando
en que podían ser pájaros, treiles, tiuques chillones, mas sólo era el faldón
de un teatro en ruinas que colgaba deshilachado por las ráfagas de un viento
helado.
El calofrío me hizo temblar. Entré con el caballo que se
negaba. Dentro, no se podía imaginar que alguna vez hubo risas y manos cálidas
estrechándose ante una escena de amor. No, en esa sala, no debía haber ido
nadie jamás. Salí con un dolor infinito y contemplé con toda mi visión la
entera ciudad muerta. Y me sorprendió con espanto ver que sobre una edificación,
había un letrero huesudo que, ¿qué ponía? No lograba entender, pues faltaban
letras y otras estaban mordidas por la racha del páramo. Tuve que acercarme en
medio de un silencio brutal, como si todo lo sordo del mundo se concentrara en
él: Armé en mi mente el que creí fue su nombre…: “Os” –luego había
un signo carcomido que parecía “o”, faltaba una letra, otro vacío y al
final una enorme “O” en negro.
…Aún hoy sigo soñando con esa ciudad, como si en ella
estuviera mi amor más inmenso.
Mauricio
Otero