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LA CIUDAD MUERTA

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UN CAMINO DESIERTO
UN CAMINO DESIERTO

Entre los 300 firmantes que elaboraron una solicitada en apoyo al cadáver político Aníbal Ibarra el jueves 28 de julio

    Me advirtieron: “En adelante, no hay camino. No vaya. No existe nada. Es una ciudad desierta, deshabitada hace mucho tiempo.” Pero no sé de qué sueños yo la recordaba, de otra era, otra vida, tal vez de un ser distinto a mí, que me hubiera imaginado. Eso la hacía aún más atrayente.
    A kilómetros de ella, conseguí un caballo negro y cabalgué horas y horas. A medida que avanzaba, iba viendo las hierbas secas, los pastizales largos y descuidados, que no crecían por demasiado. El polvo y el gris del cielo, cada vez más densos…Sentía que me ahogaba y mi caballo resoplaba por el belfo, agotado. Venía el alba cuando divisé, entre una película desvelada una muralla, borrosa, irreal, fosca, impenetrable. Mi jamelgo se detuvo con terror. Tuve que tirarle de las bridas y caminar con él. Llegamos en una lenta procesión de dos solitarios desesperados, mas, tras el milagro, aunque estéril, que atrae a un alma en reciente duelo. Lentamente, en el silencio espectral, fuimos ingresando. Pude ver casas y edificios de esplendor, pero estaban cerrados y abandonados. Al centro, en la plaza de armas, contemplé con horror cerval estatuas obscurecidas de piedra: un toro con los ojos vaciados, un ciervo con una saeta clavada en su corazón, que semejaba que todavía manaba su tierna herida; me figuré una amante dejada para siempre en el bosque de la soledad. Había unos guerreros enormes, cubiertos por hiedra antigua, los ojos huecos, y sentí la muerte rondar más real cuanto más remota. Mi cabalgadura dio un salto: a sus pies había dos serpientes que parecían besarse con un beso ardiente, como humanas, empero de inmediato me di cuenta que eran dos varas carbonizadas. Sentí que algo sobrevolaba y casi me alegré, pensando en que podían ser pájaros, treiles, tiuques chillones, mas sólo era el faldón de un teatro en ruinas que colgaba deshilachado por las ráfagas de un viento helado.
    El calofrío me hizo temblar. Entré con el caballo que se negaba. Dentro, no se podía imaginar que alguna vez hubo risas y manos cálidas estrechándose ante una escena de amor. No, en esa sala, no debía haber ido nadie jamás. Salí con un dolor infinito y contemplé con toda mi visión la entera ciudad muerta. Y me sorprendió con espanto ver que sobre una edificación, había un letrero huesudo que, ¿qué ponía? No lograba entender, pues faltaban letras y otras estaban mordidas por la racha del páramo. Tuve que acercarme en medio de un silencio brutal, como si todo lo sordo del mundo se concentrara en él: Armé en mi mente el que creí fue su nombre…: “Os” –luego había un signo carcomido que parecía “o”, faltaba una letra, otro vacío y al final una enorme “O” en negro.
    …Aún hoy sigo soñando con esa ciudad, como si en ella estuviera mi amor más inmenso.

 

 Mauricio Otero

 

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