Dejo caer hondo mis dedos, tocar les digo el fondo hasta se
haga silencio en el ombligo. Después, las yemas se deslizan por la cubierta
desatando los nudos, empujan la tibieza y el sudor natural, las palabras, el
lenguaje mayor que se acerca a la gran boca de la novela. La lengua tiene todas
las aspiraciones e inclusive de transformarse en Babel de su exclusiva
comunicación y diálogo, el fervoroso monólogo ante la página impresa.
Dedos ciegos borgianos, espejos rotos de su propias búsquedas, caminos que se
bifurcan para volver al principio. La mano enguantada de Kafka, áspera,
somnolienta, infantil, titubeante y que se aprisiona al cerrar una puerta y no
encuentra la llave oculta bajo el ombligo, donde la bisagra conoce bien su
historia.
La palma brillante y los finos, alargados, acuosos dedos de la prosa de Kerouac,
entran en la noche de la prosa afiebrada, noctámbula, caprichosa, pero con real
exactitud y poesía.
Yo siento el sur, sin embargo, en la poesía húmeda de Neruda al alba en los
muelles magníficos de la adolescencia y de todas las libertades.
La mano manca del clásico de Lepanto, huesuda, fibrosa, árida, castellana, y
veloz en aspas de abanico, a veces queda, morosa, rastrillo, filosa, ingeniosa
como el manchego personaje, que huele a Dulcinea del Toboso, es bueno dejarla
operar en el imaginario del relato, aunque sea una convidada de piedra.
Una mano lava a la otra cuando se trata de solidaridad compartida, pero en esta
aventura, faltan dedos para tocar el piano real de lo que aspiramos y no siempre
es. Sí, se puede decir misa, y no estar en el altar. La novela es un camino
sinuoso, lleno de curvas, gratamente femenino, de musculatura compacta, frágil,
densa, con la vieja imagen del pez que se resbala porque quiere seguir viviendo
por medio de su propia respiración.
Hay colinas, pliegues, lechosos ríos, nostálgicos pezones andaluces, de
arabescas formas, ensenadas, valles, una amplia carretera puede llevarnos hacia
ningún lugar, como indicarnos un punto de partida hacia donde los caminos
siempre se bifurcan.
El cuerpo de la novela tiene oxígeno, o debiera contar con un balón que al
menos le permitiera respirar en situaciones de emergencia, cuando un lector le
exige un poco más al cuerpo del delito. Es con éste que comulgará de inicio a
fin, y visitará una y otra vez la escena del crimen de su propia mano, porque
las páginas tienen su tipografía, abandonadas a su suerte, y la que le asigna
el lector.
En lo personal, la novela tiene mucho de eso, de uno y más de otro, pero es un
cajón con bastantes cosas íntimas, calcetines, jabones, teléfonos, notitas
que uno hace y va guardando, alguna foto que sacó de un álbum y la dejó ahí
con otras cosas de uso diario, o que uno sabe que están ahí como parte del
olvido de lo que no se olvida. Sí, la novela tiene de esa cocina íntima,
condimentos que van y vienen, son de uso diario es lo que quiero decir, están
ahí insoslayables.
Uno revisa el texto de la novela diariamente como si fuera una cicatriz, algo
permanente y creo que así debe ser. No hay reglas, y menos las tengo yo. (Pero
también existen los cuerpos en exilio, torturados, aniquilados, verdaderamente
en off, que se van de un aeropuerto a otro, con su L en la mochila).
Una novela debe hablar de cuanta situación se le ocurra al autor, y despojar al
lector de todo anticipo verbal, enmudecerlo de vez en cuando con el pequeño
horror violeta que tanto nos acostumbran algunos dictadores. Pulso en esta
novela desde el bocatto di cardinale, amor del bueno, real, hasta ese
estiercolero que un ventilador mantiene en vivo y en directo ante nuestras
propias cámaras. Si, hay paréntesis negros, que mejor no verlos, ocultarlos,
olvidarlos.)
Un día le pones las medias, le quitas los pantys, ajustas el brasier con suave
intencionalidad de quitárselo, y lanzas el cuerpo del delito a una flamante sábana
y comienzas a hurgar entre sus pliegues casi con deformación profesional y ese
privilegio del abandono, de la displicencia, el olvido. Me gusta detenerme en el
triángulo de las Bermudas, entrar y salir, y saber que me perderé,
inevitablemente, para volver a encontrarme en la palabra.
Me encantan los pezones en una novela, en especial los de esta. Se hacen sentir
tibios y ligeros al menor roce de la palabra, de algún acento profundo,
marcado. Ahí yo cavo mi propio silencio como si fuera una tumba recién nacida.
La novela puede doler como la Kalho y ser gozada al mismo tiempo. Es un doble
anclaje. Vamos En el ataúd de cristal y en un eterno paseo donde resuenan las
pisadas que no dejan huella. Yo, me inclino a veces, por la Babel, y le rindo
alguna pleitesía, le pido la escalera, y me conformo con algunas letras del
abecedario, que son polvo de sus cristales, abanicos de heces, un poco la sal y
la pimienta, el eslogan mal parido, la perfecta etiqueta que todo muerto alcanza
en su epitafio.
La novela derrumba sus horas, se pis los talones, es señorita hasta cuando no
demuestre lo contrario, pero yo la prefiero ligera de todo sueño y ropas, más
bien a la sombra de sus propios encantos. La espalda de una novela es lo más
sensual quizás de sus páginas. Es allí donde la tipografía se pierde tibia
al final de la mano y el tacto real.
Déjese llevar por esta calcetinera, colegiala, cuarentona de sus bien jugadas décadas,
de esos otoños sin balanza como rodeados de nomeolvides.
La novela puede ser un Diario de Vida en estado de descomposición, siempre un
estado de ánimo latente, inocuo, vacío, temerario, retrato de una ficción
amparada en la realidad, huésped infinita la palabra de un albergue que sólo
exige el turno del paciente que acude a la historia personal por un reflejo
condicionado.
Cada novela, me digo, con su librito. Es corriente, río, la palabra, sin
principio ni fin. Todos debiéramos escribir nuestra novela. Y antes de partir
archivarla, para que el que venga, la continúe a su manera, o escriba la
propia, en fin, pero que se novele en la agonía del texto, la felicidad del
texto, en la paradoja del texto, como en al vida del texto-autor. Que se escriba
con nostalgia, vanidad, realismo, dolor, angustia, sueño, mucha felicidad,
olvido al por mayor y memoria restringida, con tensión, datos verdaderos,
falsos, que incluya bolitas de alcanfor, diademas, flores plásticas pero recién
regadas, una visita a la morgue, a los archivos nacionales, que no olvide que
los estadios pueden servir para el ruin deporte de la tortura.
Dejo que el lenguaje se corrompa, desaparezca, siga su ruta vital, desvencijada,
que llegue a clamar por su propio silencio. De nada sirve contar si no hay
lenguaje, si no se siente espesa la sangre entrando al cuerpo de la noche. Allí
clavo mis alfileres en el insomnio. Sufrago mi voto de protesta. Pobre novela si
se siente reina en un escaparate. La prefiero como dos firmes piernas a la luz
de una vela encendida, con insomnio alquilado en una tienda de fracs pasados de
moda, para corregir con ella la vida, enmendarle una o dos planas a lo sumo.
Correr juntos esa aventura que alguien corrió antes por nosotros. ( La que yo
escribo, olvidaba, ya cuenta con 7164 líneas, y es el más largo preámbulo a
no sé cuantas cosas).
Rolando Gabrielli