Como parte de una tendencia general a la especialización que trajo la Modernidad, las Ciencias Sociales dividieron cada vez más sus objetos de estudio y una multiplicidad de disciplinas surgieron en su seno. Trasladado esto al pensamiento del día a día, concebimos la política, la economía y la cultura, como si se trataran de tres esferas perfectamente delimitadas y autónomas de nuestra realidad social, perdiendo en la mayoría de las veces de vista que tales delimitaciones son, en verdad, meramente analíticas.
La realidad social es “efectividad humana”, decía Hermann Heller sugiriendo precisamente que aquello que el pensamiento analítico divide, en rigor conforma una unidad dialéctica. El Premio Nobel de Economía, Friedrich Hayek, sentenciaba que “un economista que sólo es un economista no puede ser un buen economista”. ¿Y cómo iba a ser de forma distinta, si el mismísimo padre de la ciencia económica, Adam Smith, antes que economista fue filósofo moral? Alexis de Tocqueville, acaso el primer “politólogo” de la historia a su vez, hallará las bases de las instituciones políticas democráticas norteamericanas en rasgos culturales de esa sociedad.
Comprender que aquello que dividimos a veces de forma tan tajante como esferas claramente diferenciables de nuestra realidad social son, en puridad, dimensiones superpuestas e interconectadas, es una buena forma de preguntarse qué queremos decir cuando afirmamos estar en la “Argentina del cambio”.
En efecto, la palabra “Cambio” ha estructurado discursivamente la victoria electoral del Presidente Macri a fines del año pasado. La mayoría de los argentinos votaron por un cambio; por eso votaron, justamente, una coalición bautizada “Cambiemos”. El contenido y el significado del cambio, si bien nunca fueron precisados del todo y de alguna manera cayó bajo la lógica de la “adivinanza” típica de los momentos de lucha electoral, podría resumirse como sigue: en economía cambiar un modelo basado en el consumo por otro basado en la inversión; en política cambiar el populismo por la República; y en cultura cambiar la costumbre de vivir del Estado por la responsabilidad de vivir en libertad.
Pero el cambio es un largo proceso que, si no es concebido en términos de las interrelaciones y superposiciones que existen entre las esferas política, económica y cultural, difícil será de efectivizar.
“¡Es la economía, estúpido!” le gritó un asesor a Bill Clinton en su campaña de 1992. Es lo que nosotros, como sociedad, parecemos estar gritando todos los días a la nueva gestión. Podría decirse, todavía más, que todo el foco de atención política lo hemos concentrado en la evolución económica. No obstante, Clinton, a diferencia de Macri, ya tenía dos cosas aseguradas de antemano: una República con instituciones fuertes por un lado, y una sociedad acostumbrada a la cultura del trabajo, la independencia frente al Estado y la responsabilidad individual, por el otro.
Pensar que es posible ya no el crecimiento, sino el desarrollo económico —cosa de mucha mayor relevancia— sin llevar el cambio al terreno político y cultural, es caer en la trampa de la división estricta y con pretensiones de autonomía de las esferas de la realidad social. Basta con observar los resultados económicos que se prevén para el año próximo: un déficit fiscal mayor al heredado. ¿No es esto prueba de que una reestructuración tajante de los gastos del Estado elefantiásico que nos dejaron necesita de un marco político y cultural determinado, para que la reestructuración no termine en un derrocamiento de quienes trataron de poner las cuentas en su lugar?
La tragedia de esta historia es, tal vez, que los cambios a nivel cultural suelen ser mucho más dilatados que los económicos, y mucho más intangibles también. La cultura no tiene ni gráficos ni fórmulas matemáticas. Tampoco garantiza votos al corto plazo. De ahí que la política nunca ponga su interés, de forma significativa, en aquél terreno.
Pero es natural, por otra parte, que aquellos que vivimos en países “en vías de desarrollo” nos maravillemos con los avances económicos y tecnológicos que ofrecen los países desarrollados —al menos aquellos que no padecemos del defecto de la envidia. Lo que muchas veces no advertimos, empero, es que “el subdesarrollo está en la mente”, tal el título de la célebre obra de Lawrence Harrison. Hace pocos días, por ejemplo, los suizos rechazaron por referéndum una renta básica universal de 2.250 euros, es decir, una renta por no hacer nada. Simplemente, en su forma de ser, el valor del trabajo y las recompensas al esfuerzo son innegociables.
Aristóteles distinguía el ser en acto del ser en potencia. El ser en acto es lo que una cosa o persona es en este preciso momento; el ser en potencia es aquello que puede llegar a ser o, en otras palabras, el incalculable juego de las posibilidades abiertas. La Argentina, como sociedad, actualmente es una sociedad adolescente, es decir, caprichosa, paternalista, irresponsable, ociosa. Pero tiene en su seno la potencia de convertirse en una sociedad adulta, es decir, respetuosa, independiente y laboriosa.
El problema es que pasar del acto a la potencia precisa de cambios determinantes. Y los cambios que han de hacerse, en nuestro estado actual, no son sólo económicos. Macri pareciera necesitar en estos momentos de un asesor que, como a Clinton, le grite: “¡Es la economía, la política y la cultura, estúpido!