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PRIMACÍA DEL ACTO SOBRE LA PALABRA

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(Y DEL MENSAJE SOBRE LA FORMA)
(Y DEL MENSAJE SOBRE LA FORMA)

PRIMACÍA DEL ACTO SOBRE LA PALABRA

     A menudo un estilo de escritura alambicado, culterano o perifrástico, o un análisis abstruso de algún problema suele impresionar de entrada al temerario dispuesto a leer el libro que lo contiene. Podría tratarse de una obra genial aunque difícil, que las hay con esas características. También podría ser que tuviera un excedente de palabras por encima de las precisas y necesarias, que también las hay. Entonces, ¿con cuáles palabras, con cuáles combinaciones y con qué extensión se debe escribir para que aquel osado no arroje el libro a la basura?
    
No existen prohibiciones sino recomendaciones. Pero si mañana se pusiera de moda complicar la lectura y la comprensión de un texto estirándolo y llenándolo de metáforas o de neologismos seguramente surgiría la demanda de lectores acorde a tal oferta.  De todos modos, esta cultura letrada que lleva unos seis mil años de existencia ha hecho que la humanidad esté precondicionada a suponer que las explicaciones más profundas acerca de los misterios y problemas de la existencia ameritan largas y sesudas explicaciones. Por ello, la sabiduría está cada vez más por fuera de la interioridad de los hombres; por lo general, depositada en los libros.
     
Es conocida la idea de que lo más grande puede ser expresado con lo más chico, y lo máximo con lo mínimo, en lo cual el Oriente finca uno de los pilares de su cultura. Igualmente lo es que las palabras, hábilmente combinadas,  también se usan deliberadamente para producir efectos opuestos a los que las vieron nacer, los cuales se relacionan con la comunicación interpersonal y la interacción humana con las cosas tangibles e intangibles como las ideas. Por ejemplo, las palabras también  se utilizan para escamotear la verdad, para distorsionarla o enmascararla, para complejizar su entendimiento o directamente para negarla. Con todo, salvo que no se esté interesado en ella y se haga de todo para desconocerla, siempre es preferible una expresión sencilla y veraz a otra rebuscada y falsa. Así ocurre cuando alguien habla con su contador o su médico, o cuando en medio de una crisis el presidente o el ministro de economía le hablan al pueblo: todos quieren escuchar la verdad sin vueltas, y toda la verdad por más dolorosa que sea.
   
 Naturalmente, todos tienen apetencia de verdad, por lo menos la mayor parte del tiempo. Se prefiere la expresión sencilla, ruda y directa no por reputarla a priori sincera sino por conocer que históricamente las palabras y sus adecuadas combinaciones han servido tanto para el bien como para el mal, vgr. para justificar y legitimar poderes injustos y opresores. Cuanto más injusto un poder, más palabras, más teoría y más recursos adicionales requiere para convencer; una vez logrado su objetivo, ese convencimiento se convierte en doctrina oficial que disciplina y moldea los pensamientos colectivos posteriores pero requiriendo un alto costo de mantenimiento en múltiples frentes.
    
En cambio, la verdad, la belleza, lo bueno, lo justo, requieren pocas palabras para ser comprendidas y amadas, después de lo cual se mantienen prácticamente sin costo alguno en sus repositorios finales: los corazones y los cerebros humanos.
    
Las palabras no valen por sí mismas. No las hay bárbaras o civilizadas, ni buenas o malas. Y las que en ciertos niveles sociales o ámbitos geográficos resultan “inadecuadas” o infrecuentes, en otros pueden ser normales y hasta deseables. 
    
¿Que hay palabras que matan, que laceran, que duelen o incomodan?, ¿que hay otras que liberan, que acarician, que son bálsamos? No es cierto, tales efectos no nacen de las palabras sino del corazón y la mente de quienes las pronuncian o escriben y de los que las escuchan o leen rechazando o compartiendo sus significados y su intención, como enseñaron Epicteto y Marco Aurelio dos milenios atrás y antes que ellos los estoicos y los cínicos. La palabra “negro” no es culpable por  brotar de una boca con un rictus despectivo y con  intención de agraviar, ni porque alguien la use para referirse cariñosamente a una persona de tez oscura.
    
No hay palabras sagradas. Dios no es una de ellas, tampoco lo es Patria ni Libertad. Ellas no generan los presuntos bienes espirituales atribuidos a aquello a lo que aluden ni son responsables de los crímenes cometidos en su nombre. Son sólo palabras históricas, humanas, contingentes.
    
Tampoco las hay mágicas, a cuya mera pronunciación se produzcan hechos antinaturales; ni palabras tabúes que jamás se deban pronunciar; ni otras que traigan ventura o que acarreen desgracias.  Toda creencia en ese sentido está más cerca de los mitos y la superstición que de la razón.
    
No existen palabras adecuadas ni inadecuadas, ni bellas ni feas, ni delicadas o chabacanas, pues las palabras en un primer nivel son aire, es decir sonido.  
    
Como las palabras no huelen, lo presuntamente escatológico de la  voz “mierda” depende del juicio de alguien socialmente situado, que quizá juzgue muy refinado desear mucha merde en francés, idioma que algunos snobs califican arbitrariamente de “dulce”, cuando no sabe a nada; lo cual muestra que las palabras tienen sentidos diferentes en función de códigos particulares dependientes de variables idiomáticas, sociales y culturales.
    
Las que sí existen son las ideas buenas y malas, bellas y feas, justas e injustas. Y son su belleza o su fealdad, su bondad o su maldad, su justicia o su injusticia las que engañosamente recubren sus respectivos soportes sonoros, las palabras,  para engalanarlas o degradarlas. Hubo y hay todavía épocas y lugares donde las ideas de blanco, cristiano y católico eran consideradas buenas y las de negro y judío malos, derivando de allí la costumbre actual de sustituir los respectivos fonemas por expresiones como “hombre de color” o “hebreo” por considerar que al aplicarlas en casos concretos se podría llegar a ofender a sus respectivos destinatarios.
    
Acostumbramos juzgar por las apariencias en lugar de penetrar las esencias de las cosas, los hombres y los comportamientos. Las palabras no son ropajes que hermoseen ni afeen a las ideas que transportan, aunque puedan enmascararlas. Ellas son sólo medios para el fin de expresar las ideas y éstas son las que han originado a aquellas. Por eso los eufemismos refinados no valen por sus formas sino por la idea y la intención que conllevan. Es lo intrínseco de las ideas, sus esencias, lo que importa, y no si vienen envueltas en  harapos o en papel de regalo y con moño.
    
Por eso se aprecia de las palabras que además de ser soportes y vehículos se correspondan con la real intención del hablante. La variedad, la riqueza o la precisión del lenguaje no garantizan la sinceridad de lo que se expresa ni, a la inversa, tampoco la sinceridad y la intensidad de las ideas o los sentimientos expresados por las palabras dependen de aquellos tres factores. De lo contrario, los lacónicos, los parcos, los de menor bagaje lingüístico, resultarían siendo fatalmente pobres de sentimientos, de sensibilidad, de humanidad en suma. Consideración clasista que supone que los “incultos” con pocas palabras en su mochila, o los que no conocen sus acepciones más rebuscadas, o no las combinan con arte, son brutos, palurdos o guarros incapaces de amar, o poseedores de una sensibilidad inferior a la de los letrados y “cultos” porque no han hurgado en el cofre donde se guardan las 300 definiciones del amor, o porque no leyeron una novela romántica en su vida o no conocen aquel sublime verso de Fulano de Tal.
    
La alternativa a la posición expresada un año atrás por Angel Gabilondo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, quien propusiera la búsqueda apasionada de la justeza y precisión de las palabras para que no se desmorone el Universo, no es sin embargo, extender el uso de las “malas palabras” a las que él alude, ni la reducción del lenguaje a  un mínimo básico, pues así como es falso el supuesto de la superioridad ontológica de quien se expresa en un lenguaje trabajado, elevado o complejo, también lo es aquél que asocia la nobleza o la pureza del ser con el status de pobre o con la posesión de un elemental bagaje de palabras.
    
La lengua, y mejor el habla, es un hecho de libertad; de ahí la diversidad y los múltiples niveles de expresión lingüística. También la sencillez, como la complejidad o la sofisticación del habla, son hijas de la libertad, y deben admitirse como otros tantos datos de la diversidad con que se presentan las cosas naturales y culturales; sin olvidar por ello la existencia de  procesos massmediáticos de dirigismo institucional, y de fenómenos de snobismo y excentricidad que distorsionan y mercantilizan los procesos de producción del habla, y consiguientemente de la escritura, instalando formas de decir reputadas de aceptables, convenientes o deseables –el anhelado “hablar bien” de Gabilondo-  e incluso como formas de vocabularios técnicos que se cubren de valor de cambio pero con escaso valor de uso, y que condenan al silencio los lenguajes populares orales, no escritos, no oficiales ni institucionales.
    
Es absurdo reprimir las formas del habla por exceso o carencia de significación o de eufonía o por otras razones, como también pretender canonizarlas y hacerlas obligatorias, sobre todo por ser procesos verticalistas aunque puedan encubrirse bajo apelaciones a “hablar bien” o a la “democratización de la distribución social de las palabras”. Lo cual no es otra cosa que lo que se viene haciendo a través de los sistemas educativos oficiales y cuyo resultado en los últimos quinientos años ha sido que los pueblos originarios de América, Africa, Asia y Oceanía hayan perdido para la interacción social sus lenguas vernáculas no escritas, debiendo adoptar las de sus dominadores hasta para maldecirlos.
    
Por eso entendemos, desde este lugar del mundo, que primeramente hay que democratizar el derecho a la acción, a la acción de habla y a la acción en general, pues en ella lo fundamental es comunicarse, entenderse, pues de nada sirve la palabra sin los hechos, o sin mensaje ni contenido, como no sirve un hermoso vestido sin un cuerpo debajo.
   
Los 90´s en Argentina demostraron que no se democratizan ni compensan las diferencias culturales ni las sociales con seudo revoluciones educativas mientras la economía que entiende la gente (no la de los economistas) se achica. Hoy se llama sistémico el enfoque que postula la necesidad de operar simultáneamente con todas las variables y campos  intervinientes y no con uno o algunos de ellos. La idea es vieja, la palabra no. Por tanto, hay que transformar  la educación al mismo tiempo que se construye una sociedad cada vez más democrática, justa e igualitaria y solidaria en lo político, económico, social y cultural. Hombres educados y cultos serán mejores individuos, mejores compatriotas y mejores ciudadanos, más justos y útiles a la sociedad en cualquier puesto que les toque ocupar en ella y a su vez impulsarán siempre con entusiasmo el crecimiento educacional y cultural de la nación.
    
Actualmente, en América latina son tantos los pobres devenidos en “impedidos culturales”, que la lucha por la transformación de nuestras sociedades los cuenta como el sector mayoritario, y sin embargo, a pesar de su condición dan cada vez mayores muestras  de claridad en sus diagnósticos y en la formulación de sus objetivos, y sobre todo de voluntad y solidaridad para llevarla adelante, quizá porque son a la vez quienes más urgencia tienen por cambiar su propia situación.
    
En consecuencia, hoy más que nunca continúa vigente el clásico res, non verba. Los humanos se dan a sí mismos fundamentalmente en los hechos y en las obras más que en los discursos que, como ya descubrieron los sabios antiguos, cuanto más largos y complejos menos dignos de confianza.
  
  A despecho del pensamiento de  Gabilondo, la verdad no va necesariamente asociada al decir justo y preciso, ni la palabra es veraz ni tampoco falsa en sí, sino la intención y el mensaje. El mundo está lleno de palabras y combinaciones de ellas presentadas como justas y veraces y sólo son formas sofisticadas de la mentira,  la dominación y la explotación de los hombres. Por tanto, no serán las palabras ni su frecuentación las que transformen el mundo sino las acciones que nazcan de la intención y la voluntad.
    
Por otra parte, si la racionalidad y los valores verdaderos no ocupan la centralidad de las relaciones humanas ¿cómo podremos estar alertas y con sentido crítico ante la proliferación de tanta palabra-hojarasca como la que hoy pulula?
 
   La humanidad tiene muchas cosas para compartir y por las cuales luchar. Los pueblos del mundo se entienden fácilmente cuando existe la intención y la voluntad de entendimiento, por más que utilicen palabras con formas y significados diversos. Y aun cuando las palabras realmente necesarias a ese entendimiento no existieran, ellos las generarían rápidamente sin necesidad de recurrir a las palabras-uniforme, palabras dentro del sistema,  consideradas imprescindibles para arribar al feliz término prefigurado por los que mandan. Y en el hipotético caso de que no las hallaran se expresarían de otra manera, aun con las depreciadas voces mencionadas por Gabilondo.
    
Por cierto, en la historia abundan las palabras con significado veraz y justo y es necesario y recomendable volver a conocerlas y utilizarlas, pero cargándolas de un nuevo sentido ajustado a las necesidades de la realidad actual y desde los intereses colectivos y no meramente individuales o corporativos.

 

 Carlos Schulmaister

 

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