En 2015, cuando la posibilidad de que Donald Trump llegara a ser presidente de Estados Unidos aún era una entelequia, David Berg, profesor de psiquiatría de la Universidad de Yale, observaba que las amenazas a la seguridad percibidas por los norteamericanos provenían "tanto del país (por el cambio demográfico, la codicia de Wall Street, la inmigración y las consecuencias de la desigualdad) como del exterior (el desorden internacional, ISIS, China y Rusia, entre otros)". Trump, concluía Berg, apelaba a la irritación de sus compatriotas, confiados en que su beligerancia iba a convertir al mundo en un sitio más seguro.
Dos años después, en los primeros meses de la gestión de Trump, la imagen de Estados Unidos cayó en 37 países, según el Pew Research Center. La impopularidad global de Trump, con un índice de confianza del 22 por ciento, contrastaba con el 64 por ciento que había alcanzado Barack Obama. ¿Qué pasó en esos años en Estados Unidos? Algo parecido: el 59 por ciento cree que Trump no merece ser reelegido en 2020, dice Gallup. Su índice de aprobación es del 39,1 por ciento. El dato curioso: la porción favorable a un segundo mandato de Trump es idéntica a la de Bill Clinton en 1994 y a la de Obama en 2010 en el ecuador de sus respectivos gobiernos.
En 1994, los demócratas perdieron la mayoría en el Congreso por el Contrato con América, impulsado por Newt Gingrich en la Cámara de Representantes con el compromiso de lograr en menos de cien días la estabilidad presupuestaria y de luchar contra la criminalidad, así como de rebajar los impuestos, de reforzar la defensa nacional, de desregular la economía y de reformar el sistema judicial. En 2010, la victoria de los republicanos gracias a su ala más extrema, el Tea Party, llevó a Obama a confesar: "Esta paliza me deja claro lo importante que es para un presidente salir de la burbuja de la Casa Blanca".
En las elecciones de medio término, referéndum sobre la gestión presidencial, Clinton y Obama mordieron el polvo, pero dos años después resultaron reelegidos. En otro contexto, tras la voladura de las Torres Gemelas, George W. Bush contaba en la primera mitad de su mandato, en 2002, con el 60 por ciento de aprobación. Tanto Bush como Clinton y Obama eran candidatos puros de sus partidos, el republicano en el primer caso y el demócrata en los otros dos. Trump es una suerte de outsider que gestiona su gobierno y maniobra con los republicanos en el Congreso, pero no regentea al partido que representa.
En 2017, apenas comenzó la presidencia de Trump, reputados profesionales de la salud mental alertaron a sus compatriotas en una carta publicada en The New York Times sobre su "grave inestabilidad emocional" y advirtieron que era "incapaz de servir con seguridad" en el cargo. El narcisismo, la falta de empatía, el mito personal de grandeza, la distorsión de la realidad y el ataque permanente contra los que piensan diferente moldearon aquellos temores, rubricados por el periodista Michael Wolff en el controvertido libro Fire and Fury: Inside the Trump White House (Fuego y Furia: Adentro de la Casa Blanca de Trump).
Los abogados de Trump fracasaron en la tentativa de bloquear la venta del libro. Trump gastó una bala por Twitter: "Pasé de ser un empresario muy exitoso a una estrella de la televisión de éxito a presidente de los Estados Unidos (en mi primer intento). Creo que por eso no se me puede calificar de inteligente, sino de genio... ¡y un genio muy estable!". La egolatría de Trump infunde seguridad en una parte de la población que habitualmente no aparece en los medios de comunicación. Son, sobre todo, los trabajadores de raza blanca que han visto perder sus fuentes de empleo en los últimos años.
El grupo de psiquiatras y psicólogos que alertaron sobre la presunta inestabilidad de Trump creó Duty to Warn (Deber de Advertir), de modo de exponer sus conductas erráticas e imprevisibles. El psicólogo John Gartner, uno de ellos, pidió firmas en la plataforma Change.org para exigir que sea removido del cargo. ¿Cómo? Por medio de la 25º enmienda de la Constitución, que permite que asuma el vicepresidente si la mayoría de los secretarios (ministros) y legisladores admite que el presidente "está imposibilitado para ejercer los poderes y obligaciones de su cargo". Ninguno se atreve a afirmarlo (en voz alta, al menos) ni menos aún a firmarlo.
Existe un antecedente. Durante las presidenciales de 1964, Barry Goldwater ganó la candidatura republicana. La revista Fact pidió a psiquiatras y psicólogos que lo examinaran por su promesa de introducir cambios radicales en la relación con la Unión Soviética. Esos cambios podían propiciar una guerra nuclear. El diagnóstico fue paranoia y megalomanía. Goldwater, perdió las elecciones frente a Lyndon B. Johnson, pero demandó y le ganó a Fact. La llamada regla Goldwater, adoptada por la American Psychiatric Association (APA), le impide a Duty to Warn diagnosticar a figuras públicas que no han podido evaluar personalmente.
También invocó la enmienda en cuestión Steve Bannon, estratega presidencial hasta que fue echado de la Casa Blanca. Otro despedido por Trump, James Comey, director del FBI durante tres gobiernos, se despachó a gusto con sus críticas contra el presidente en su autobiografía A Higher Loyalty (Una lealtad mayor). Define al gobierno de Trump como un "incendio forestal" que le está causando graves daños a las normas y las tradiciones de Estados Unidos. "Este presidente tiene poca ética y no se apega a la verdad ni a los valores institucionales", resume. Un gobierno transaccional, "motivado por el ego y la lealtad personal".
En las 13 elecciones federales que hubo desde 1992, los norteamericanos cambiaron nueve veces el partido del presidente o el mayoritario en una de las cámaras del Congreso. "Las cifras de Trump entre los republicanos son esencialmente las mismas que las de Obama entre los demócratas en 2010 y ligeramente mejores que las de Clinton en 1994", reseña Gallup. Esta vez, en vísperas de las elecciones de medio término de noviembre, la mayoría republicana en ambas cámaras es la más vulnerable frente a los recelos que despierta el temperamento de Trump en sus filas y entre los independientes. Un rasgo incurable, pero, de seguir la senda de Obama y de Clinton, también ventajoso.