Era un muchacho algo taciturno, transmitía bondad sin demasiada gestualidad. Pero tratar con Mario Krasnov era un placer que pocas veces se trasunta en encuentro con colegas. No importaba si pensabas igual o no. Jamás había agresión ni menoscabo, y menos ese canibalismo que después forjaron los K entre periodistas de un lado o de otro.
Aunque ese canibalismo comenzó tiempo antes de los K, de la mano de un adorador del mundo travesti VIP que trataba a sus colegas no deseados con toda clase de mentiras, Pablo Sirven (“Paulina”, según el legajo de la entonces SIDE).
Mario Krasnov fue 10 años periodista de Clarín y después de ser obligado a renunciar ocupó un puesto en la agencia Télam.
Hasta que descubrió en su paso por el diario alguno de esos secretos inconfesables que sus protagonistas sienten escalofríos que se den a conocer.
Pero Mario creyó que no podía tener esa información y no divulgarla. Así que decidió plasmarla en un libro de investigación, pues Télam es una plataforma no adecuada por publicar información de alto impacto.
Lo escribió con la rapidez de alguien que sabe que está jugando contrarreloj, que estaba jugando contra la muerte.
Cuando Krasnov que ya tenía casi terminada su investigación novelada, corre un poco el velo de misterio y cuenta lo que se venía, le comienza la cuenta regresiva.
Y una tarde de 1993 la infausta noticia: apareció muerto en su casa de San Isidro, con un balazo en la cabeza. Los medios hablaron de suicidio, pero no dijeron lo que figuró en el parte de los forenses que analizaron la escena del crimen.
El arma del presunto suicidio apareció a varios metros del cadáver, como si alguien la hubiera desechado de inmediato para aparentar que fue accionado por la víctima. Mario permaneció en la silla inmóvil, con la cabeza destrozada por el balazo, y a su lado una estufa encendida como para que el cadáver se fuera descomponiendo rápidamente y no dejara huellas.
Oficialmente se caratuló suicidio, el entonces presidente Menem deslizó una frase que repitió su vocero Humberto Toledo hasta que se rectificó: “A Krasnov lo mató Clarín para que no dijera lo que había descubierto”. Toledo era un experto en salvar las boberías del exmandatario.
Oficialmente la muerte del periodista fue suicidio, los que lo frecuentaban entonces rechazaron esas hipótesis porque lo vieron entonces entusiasmado con la obra que estaba por salir ese trágico 1993.
Ningún grupo de periodistas agremiado de entonces reclamaron una exhaustiva investigación. Ni el mediocre y siempre tuneado Sirven reclamó justicia.
Mario Bonino fue miembro para esos tiempos de la UTPBA (Unión de Trabajadores de Pprensa de Buenos Aires, heredera de la APBA setentista).
Hubo una extraña operación de compraventa de un terreno para erigir un lugar de esparcimiento de sus agremiados, como tienen casi todos los sindicatos.
Y un dinero desaparecido hasta que Bonino fue secuestrado y muerto. Su cuerpo apareció flotando en el Riachuelo, la UTPBA reclamó tibiamente el esclarecimiento del crimen, pero sin mucho fervor.
El periodista entonces de Crónica y después fanático kirchnerista, Daniel Cecchini (con quien el que esto escribe compartió junto al periodista Andrés Bufali la autoría de la obra “El Libro de Negro de los Mundiales de Fútbol”, Planeta 1994), nos contó años después que el crimen de Bonino fue obra de sus compañeros de UTPBA que le reclamaban un dinero destinado a esos campos para esparcimiento de sus socios, dinero que se esfumó y según Cecchini la muerte de Bonino después de ser torturado, muerto y arrojado al Riachuelo fue obra de miembros de ese sindicato y no de venganzas ni otras locuras relacionadas con un ámbito periodístico del cual Bonino estaba algo alejado por sus funciones en el sindicalismo periodístico.
Y el último de esta trilogía mortuoria fue Juan Castro, víctima de no entender cómo funcionan los poderes de los gobiernos aún en democracia.
Una leyenda urbana decía que una cámara oculta en un despacho del Senado, alguna vez instalada por el secretario privado de la SIDE menemista -el fallecido coronel Correa- había captado imágenes de la entonces senadora Cristina Fernández teniendo vínculos con otro miembro del Congreso. Decimos leyenda urbana porque nadie las vio nunca.
Juan Castro quiso entrevistar a CFK por ese asunto cuando ya era Primera Dama y su marido Néstor Presidente de la Nación.
A Castro le entraron al departamento en Palermo, le destrozaron la cabeza con un objeto contundente y lo arrojaron desde un balcón del primer piso de su vivienda.
Ya agonizaba antes de caer, para colmo de la mentira antes de dar con el patio interior su cuerpo se estrelló contra un techo de vidrio que hubiera amortiguado su caída.
Los médicos que lo trataron de salvar en el hospital Fernández dijeron primero que su cráneo había sido destrozado con un objeto contundente. Después recibieron la orden de hacer silencio.
Todos en la canal América supieron que se trataba de un crimen. Su cuerpo fue incinerado y ya jamás podrá volver a aclararse que Juan Castro no se suicidó.
Tres crímenes, tres misterios, tres impunidades perdidas en el olvido más reciente.