Papá
inventó la frase para seguir viviendo. Ahora me sorprendo escribiendo estos
recuerdos y lo parecido de mi letra al abuelito Juan. Claro, cuando escribo como
dibujando las palabras y pensamientos. Papá inventó la frase: La reunión de
los reunidos. Éramos todos y nadie, sin estar, formábamos la nube familiar.
Para intentar arreglar algunas cosas, la frase de papá. Hay cosas que no se
dejan arreglar. Cosas que nacen desarregladas. Cosas que no tienen remedio. Una
vez me dijo, Gabriela, la esperanza no es un error, y se fue sonriendo. Y no
estoy haciendo un paréntesis, sino refiriéndome a lo que realmente sucede. La
familia nuestra era una de esas cosas. Yo conocí a mi abuelito Juan cuando era
pequeña, después de un largo viaje a casa de mi otro abuelito. Recuerdo sus
manos cuidadas y su traje de un solo color con los zapatos, la corbata y casi su
mirada. Pienso ahora en su orden y que por eso tenía una letra caligráfica.
Estaba vestido de café, de pie a corbata con una perla blanca. ¿Qué dejamos
al partir, me pregunto ahora? Supe, por mi papá, que el abuelo tenía mal
genio.
No estoy haciendo ninguna infidencia familiar, porque era
algo que todos sabían. Él le dio unas palizas memorables a mi papá. Mi papá
nunca me pegó, que yo recuerde. Las palizas enseñan a no olvidar al dueño de
la mano o de la huasca. Y también al propietario de la nalga. Todo tiene un
origen, hasta yo misma. No todo sale de una semillita, aunque mi mamá me dijo,
que yo salí de allí. Ahora me río de esa semillita blanca.
Peor, digo, ningún fruto se siembra solo. Las relaciones
humanas tampoco. Mi otro abuelo, también era mal genio. Estallaba como una
granada en la mano. Mi hermana heredó los combos de los dos. Yo no soy tampoco
un ángel. Recuerdo una de las frases geniales de mi hermana en la puerta blanca
del cuarto que compartíamos: “Aquí dentro de este cuarto, hay alguien que
muerde”. Lo decía casi todo, digo yo ahora. Yo escribí también algunas
cosas. “Se lava bien, el peinado del puerco espín”. “Nuestra mascota es
Dalma: la vaca, la lunática”. Era una perra de manchitas negras y cuerpo
blanco, una belleza absolutamente boba. La habíamos heredado de una amiga
italiana, que decidió volver a su país y después decidió regresar. Le
devolvimos entonces a Dalma. Ya había tenido ocho cachorritos. Tres nacieron
con la belleza que la naturaleza dota a los escogidos. Uno, ciego, otro algo
distraído, y la mayoría hermosos. No faltó el de ojos azules y todos con las
machas limpias, nítidas de su madre. Patita, una de las hembras más hermosas
de la camada, se “suicidó” al comer un químico para desmalezar. Ese día
lloramos todos. El veneno fue fulminante. Estaba acostada mirando el cielorraso
de la terraza. Días después, a mi papá se le escapó Hershey a la selva. Se
internó en el bosque, que rodea un río, y Chocolate no apareció. Durante una
hora se sintieron crujir los pasos de un hombre por el bosque. Nada más que
eso. El río pasaba silencioso y los pasos crecían. Ni la sombra de Hershey. Se
hizo denso el día para todos. Llegó la noche en silencio. De pronto sonó el
teléfono. Una voz anónima: Tengo su perrita, venga a la estación terminal de
los buses hacia Veraguas, la provincia con dos océanos. Lo de la geografía es
mío. Fue mi papá y mamá y no encontraron el contacto. La noche se hizo más
grande con la pérdida amarga de Hershey. Nos quedamos con Normalito, el
tontito, que después regalamos a alguien que prometió cuidarlo con amor. Yo
odié a mi papá, a la selva, el río, a los ladrones, al mundo, por lo de
Hershey y por mucho tiempo. Mi hermana nunca se lo perdonó. Salió rayada a los
abuelos. De común acuerdo dibujamos con mi hermana en la puerta del cuarto una
casita con una cruz que decía: School. Éramos buenas alumnas, pero a nadie le
gusta estar encerrada tanto tiempo en un lugar todos los días y a la misma hora
para seguir hablando de lo mismo, y con preocupación. Somos salvajes, era una
de mis frases favoritas, de guerra en la puerta. Mi papá en ese tiempo recogía
unas hojas amarillas que volaban de los altos bosques del árbol al patio de la
casa como pequeños aeroplanos silenciosos. Sentía que era un último suspiro
antes de tocar tierra y convertirse en hoja seca, abono, paisaje. Supe después
que recogía las amarillas que mantenían su aspecto impecable, como recién
pintadas en el árbol y les ponía siempre el mismo nombre. Me enteré por una
que tenía el nombre escrito con plumón azul sobre la cubierta. Es un secreto
entre papá y yo. No diré el nombre. No era de ninguna de nosotras de la casa.
Después me fue más fácil asociar su mirada cuando seguía el vuelo único en
su instante de una mariposa amarilla con manchas asalmonadas bajo sus alas de
avioneta en miniatura. Bajaba y se confundía con las hojas de su mismo color.
Todo el silencio de la mañana se reunía en la expresión de sus ojos. La
mariposa iba y venía. No sé por qué me recuerda a las luciérnagas que
entraban a la casa oscura cuando la tarde comenzaba a despedirse con sus guantes
de colores que iban cambiándose a los grises y negros definitivamente de la
noche.
La reunión de los reunidos, era la frase mágica de mi papá.
Él dormía en un cuarto sólo, rodeado de libros y de sus palabras. Era
escritor y escribía suspendido por su solitario abecedario que ficcionaba en su
propia realidad, porque sus escritos siempre me dieron la impresión, que eran
tan reales como sus sueños. Los polos opuestos no se juntan. Le escuché decir,
cuando entraba a su cuarto, que había convertido en su Aleph. Las
orillas guardan sus distancias indefinidamente y la separación entre ambas, es
el río que necesitamos para cruzar al otro lado, solía repetir. Yo intentaba
encontrar algún sentido a las palabras y las cosas. El sentido está, uno lo
descubre después, en que no tiene sentido preocuparse por encontrarlo. Mi papá
nunca tuvo hijos favoritos, pero le guiñaba más el ojo mi hermana. Mi hermana
tres años después que mi hermano mayor y 15 meses antes que yo. Mi hermano
nació con atraso de fecha y mi hermana un día in-esperado. En un tercio de
tres, yo, la última. 33.33333, esa era yo. Una familia se puede dividir en
muchas partes, en ninguna, y en infinitas cada día. Alguien parte, alguien
queda, alguien vuelve, alguien sigue su propio camino. Es un castillo de arena
movediza y en el aire. Todo desde arriba pareciera estar mejor. No sé. Al menos
da la impresión que los problemas se vuelan. En las alturas no todo tiene base
para sostenerse. Pero suspenderse así mismo, es aún más difícil. El aire es
casi todo el espacio posible, invisible, intangible, inamovible y aún más
inclasificable, pero indispensable. Así las personas quedan instaladas en la
memoria. Entran en un hueco blando algodonado y se estacionan. Yo sentía un
ligero aleteo de alas y me imaginaba la ciudad vacía, desierta, pero no
ausente. La ciudad en domingo es un bostezo. Un tigre dormido sobre un árbol
que sólo él conoce o un cocodrilo atravesando su propio destino. Panamá
camina al borde de la selva para ver correr el río y sentir las hojas bajo sus
pies crujir como en otoño. El río estaba menos contaminado detrás de nuestra
casa, que frente a la cervecería, poco más de dos kilómetros hacia el centro
de la ciudad. Los desechos químicos lo está matando, se le siente toser, decía
mi papá, y sus aguas viajan tuberculosas. Papá relacionaba sus días con el río.
Escribió muchas cosas, poemas, sobre todo, porque el río recorría su tiempo y
memoria, como un animal dulce, vivo, silencioso. El tiempo allí parecía no
transcurrir. Todo pasaba, menos el tiempo. Un domingo de sol, sin lluvia, las
paredes de un cuarto. La ventana, el cielorraso, yo, la TV, un libro, mis
palabras, la casa, floto, floto, y espero el lunes. Sólo me separa la noche de
la puerta de mi cuarto de la ciudad. La luna se acostará al finalizar la
madrugada. Las estrellas se van apagando cuando pongo la cabeza sobre la
almohada. Hay noches en que he encontrado a papá totalmente a oscuras siguiendo
los trazos iluminados de una luciérnaga que gira en círculos. Le imagino, si
cierro los ojos, como una pequeña hada con su batería fosforescente viajando
por la noche. -Enciende la luz, me dice papá, y la magia desaparece con el
bombillo eléctrico. Y el abanico que lleva el aire tibio entre sus aspas bajo
el cielo raso. Cae el telón, digo. Los días de a uno y suman menos. Es una
filosofía popular, de a uno, parecen ninguno. El tiempo de la adolescencia es
largo, fastidioso, poco divertido. Un tiempo para sufrir y volver a equivocarse.
Se arma y desarma el tiempo, y vuelve armar, y no sabemos que ocurrió. Noche,
digo, donde las sombras son la otra oscuridad que nos acompaña doblemente. Los
diluvios dominicales, sin Noé, competían con el arca de la soledad, días
indescifrables, horas de silencio ganadas al aburrimiento. Yo me contaba
historias, donde las ovejas se le perdían al pastor. Al final de la historia,
una oveja siempre me sacaba la lengua. Pasaba como frente a una cámara, pero no
desenfocada y lo que mejor recordaba, era su sonrisa de aquí estoy. Las
personas también se pierden. No hay tantas cámaras para recuperar sus gestos.
A mí me gustaba competir con los sueños y la realidad. La realidad con mucha
frecuencia se pone del lado de la ficción. O ignora que todo lo repetido se
hace inexacto.
Nunca entendí bien que era hija de inmigrantes. Tal vez
porque me sentía feliz. La felicidad no debiera hacer olvidar el origen de uno
y de las cosas que recibe y pierde en la vida. La gente cuenta, dicen los políticos
y después la olvidan, porque tal vez ya no conozcan de números fríos frente a
los votos. La mala memoria es casi una virtud. Una cortina de agua terminaba
borrándome los días en los días sin fin.
Papá miraba el tiempo como un calendario roto sin fondo. Días
paralelos. Parecían turnarse, se bajaban del calendario, descansaban un rato y
allí estaba otra vez a la noche sentados en sus sillas. Papá miraba el tiempo
de otra manera, la gente, el país y los días caían estrujados por sudores de
sueños frustrados. Escribía no sé cuantas cosas. Sus cuadernos, libretas, bitácoras,
libros, formaban columnas sobre su cama y la luz de su lámpara era lo único
visible, cuando no había luna llena. El ruido de las cigarras sostenido
uniforme significaba otra monotonía dentro del paisaje. Las lluvias hacían
crecer aún más la uniformidad del paisaje y el río crecía con los sentidos.
Papá caminaba por el parque a un costado de la casa y yo le veía contar en
secreto las estrellas, como si confiara en alguna de ellas. Me gustaban más sus
caminatas en las mañanas con el sol brillando a intervalos. El rocío sobre la
hierba y las flores en miniatura como alfombras subterráneas, convertían el
parque rodeado por la selva, en un paisaje secreto bajo los pies para ser
descubierto cuando alguien caminaba sobre el pasto desordenado.
Un día hice el mismo recorrido que papá, cuando los
empleados del municipio cortaban el pasto con sus máquinas eléctricas con ese
hilo nylon que rebana la hierba y deja ese olor a pasto, grama le llaman aquí,
que inunda lentamente los sentidos. Para que ir a respirar los carburadores,
pienso. O subir en un ascensor hacia un cielo indefinido y quedar con la ciudad
a los pies. Me detuve al centro del parque para ver la distancia, la imagen de
la casa blanca detrás de los pinos, que la flanquean a lo largo de sus 32
metros. Dos paisajes claramente definidos cuando uno camina por el parque. La
selva circundante y el pasto que crece en desorden, inundado de hojas que se
acumulan, pequeños restos de troncos ligeros de árboles que se desprenden, la
hojarasca del trópico. Las zapatillas tocan la tierra en esta atmósfera cálida,
de cielo despejado, inmóvil en el azul, papá con su short rojo y azul, deja
que el sol cubra su torso desnudo y no sé, me imagino la ciudad a esta hora.
acelerada, frenética, neurótica, esquizo, violeta, despachada en la gasolina y
la vibración de los motores. El mar y la selva la salvan, decía siempre papá.
Le arrancan y absorben parte de las toxinas, los tumores de malas vibraciones
que carga el estrés colectivo y ese ácido mortal que el cuerpo asimila y va
degustando día a día hasta morirse. Lo veía a veces detenerse y recoger algo.
Se llevaba la mano a la nariz con lo que arrancaba a la tierra y seguía
caminado. Hay caminos en que uno se encuentra pequeñas flores, decía y en
otro, grandes obstáculos. Frente a las pequeñas flores me detengo y las
recojo. Les expreso mi alegría de verlas. Los caminos con obstáculos son los más
perseverantes. No los ignores. Aprende a enfrentarlos como si después no
existieran y se borraran o cayeran por su propio peso al depósito del olvido.
Te aseguras primero de su tamaño y peso. De acuerdo con sus características,
espesor, profundidad, volumen, vas desmontando el problema hasta lanzar la última
hebra de su madeja para que no vuelva a rehacerse. Yo sé que no es una solución
perfecta, pero ayuda a entender que no hay problema sin solución y si no la
tiene en ese momento, que se joda. Debajo de sus zapatillas encontraba en las mañanas
los colores vivos de la belleza en miniatura, las pequeñas flores amarillas,
violetas, blancas unidas a pétalos y filamentos con sus frágiles coronas
blancas de silencio. Navegaban a ras de tierra en silencio, el más completo y
feliz anonimato. Sobre su escritorio dejaba el esplendor de esa inocencia, la
rutina de sus sueños. Papá subía una pequeña loma y descendía, caminaba por
los rastrojos húmedos que el bosque desechaba y subía una escalera, que después
comprobé tenía 11 escalones y volvía a descender. Atravesaba los columpios,
los juegos del parque, una luz que en verano es reconocible, aunque el trópico
es transparencia aún cuando llueve tan intensamente frente al bosque, porque al
poco tiempo vuelve un sentimiento de lo que fue. Se rehace el paisaje en el
transcurso del tiempo, en el paso de su propia fragilidad. Papá seguía siendo
el inconfundible río. La reunión de los reunidos, solía decir, convocar cada
cierto tiempo, en un brumoso silencio de obispo. El día se iniciaba a veces
como un puño silencioso. La garganta atravesada por su sapo. Es un lugar
interesante, decía papá, la gente es común y corriente. Uno sobra en un
paisaje exuberante, decía con una sonrisa que me olía a ironía, conociéndole.
En octubre y noviembre, el tiempo pasaba inundado de lluvias y es cuando comencé
a escribir estos recuerdos. El agua atravesaba las paredes del alma. Los ríos
de la ciudad se llenaban de más agua y ruidos, el caudal de la temporada. Nadie
atraviesa el tiempo, con más seguridad que el tiempo, dijo papá, como si la
frase no tuviera importancia y a mí me pesa como una plancha de acero todavía.
La gente se debatía en sus oficios, la diversión en todas las escalas del
juego y el azar. La ciudad no era diferente a esa imagen, sino así misma. Gente
caminando en un sueño, baúles, ventanas, puertas , espejos, agua, mucha agua,
casas de madera podrida, gases, aceites, lodo grandes rascacielos y esa mala
suerte que a veces se pega como un viejo chicle. Papá era un sobreviviente de
una mala fecha. A veces caminaba de espaldas para ver el futuro. Es una cábala,
decía.
Lanza una moneda Gabriela y deja que se pierda en su
circunferencia, en el vuelo de su otra mitad, y si en verdad sabes que eres su
dueña, caerá en tus manos o volverá a aparecer en algún otro lugar. Cada vez
que me acuerdo de su frase, lanzo una moneda y no sé cuantas he perdido. Sólo
lo hago para recordarlo, ya saben.
Rolando Gabrielli©2006
http://rolandogabrielli.blogspot.com/