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GABRIELA SE LO CONTARÁ A ISABELLA

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Papá inventó la frase para seguir viviendo

    Papá inventó la frase para seguir viviendo. Ahora me sorprendo escribiendo estos recuerdos y lo parecido de mi letra al abuelito Juan. Claro, cuando escribo como dibujando las palabras y pensamientos. Papá inventó la frase: La reunión de los reunidos. Éramos todos y nadie, sin estar, formábamos la nube familiar. Para intentar arreglar algunas cosas, la frase de papá. Hay cosas que no se dejan arreglar. Cosas que nacen desarregladas. Cosas que no tienen remedio. Una vez me dijo, Gabriela, la esperanza no es un error, y se fue sonriendo. Y no estoy haciendo un paréntesis, sino refiriéndome a lo que realmente sucede. La familia nuestra era una de esas cosas. Yo conocí a mi abuelito Juan cuando era pequeña, después de un largo viaje a casa de mi otro abuelito. Recuerdo sus manos cuidadas y su traje de un solo color con los zapatos, la corbata y casi su mirada. Pienso ahora en su orden y que por eso tenía una letra caligráfica. Estaba vestido de café, de pie a corbata con una perla blanca. ¿Qué dejamos al partir, me pregunto ahora? Supe, por mi papá, que el abuelo tenía mal genio.
    No estoy haciendo ninguna infidencia familiar, porque era algo que todos sabían. Él le dio unas palizas memorables a mi papá. Mi papá nunca me pegó, que yo recuerde. Las palizas enseñan a no olvidar al dueño de la mano o de la huasca. Y también al propietario de la nalga. Todo tiene un origen, hasta yo misma. No todo sale de una semillita, aunque mi mamá me dijo, que yo salí de allí. Ahora me río de esa semillita blanca.
    Peor, digo, ningún fruto se siembra solo. Las relaciones humanas tampoco. Mi otro abuelo, también era mal genio. Estallaba como una granada en la mano. Mi hermana heredó los combos de los dos. Yo no soy tampoco un ángel. Recuerdo una de las frases geniales de mi hermana en la puerta blanca del cuarto que compartíamos: “Aquí dentro de este cuarto, hay alguien que muerde”. Lo decía casi todo, digo yo ahora. Yo escribí también algunas cosas. “Se lava bien, el peinado del puerco espín”. “Nuestra mascota es Dalma: la vaca, la lunática”. Era una perra de manchitas negras y cuerpo blanco, una belleza absolutamente boba. La habíamos heredado de una amiga italiana, que decidió volver a su país y después decidió regresar. Le devolvimos entonces a Dalma. Ya había tenido ocho cachorritos. Tres nacieron con la belleza que la naturaleza dota a los escogidos. Uno, ciego, otro algo distraído, y la mayoría hermosos. No faltó el de ojos azules y todos con las machas limpias, nítidas de su madre. Patita, una de las hembras más hermosas de la camada, se “suicidó” al comer un químico para desmalezar. Ese día lloramos todos. El veneno fue fulminante. Estaba acostada mirando el cielorraso de la terraza. Días después, a mi papá se le escapó Hershey a la selva. Se internó en el bosque, que rodea un río, y Chocolate no apareció. Durante una hora se sintieron crujir los pasos de un hombre por el bosque. Nada más que eso. El río pasaba silencioso y los pasos crecían. Ni la sombra de Hershey. Se hizo denso el día para todos. Llegó la noche en silencio. De pronto sonó el teléfono. Una voz anónima: Tengo su perrita, venga a la estación terminal de los buses hacia Veraguas, la provincia con dos océanos. Lo de la geografía es mío. Fue mi papá y mamá y no encontraron el contacto. La noche se hizo más grande con la pérdida amarga de Hershey. Nos quedamos con Normalito, el tontito, que después regalamos a alguien que prometió cuidarlo con amor. Yo odié a mi papá, a la selva, el río, a los ladrones, al mundo, por lo de Hershey y por mucho tiempo. Mi hermana nunca se lo perdonó. Salió rayada a los abuelos. De común acuerdo dibujamos con mi hermana en la puerta del cuarto una casita con una cruz que decía: School. Éramos buenas alumnas, pero a nadie le gusta estar encerrada tanto tiempo en un lugar todos los días y a la misma hora para seguir hablando de lo mismo, y con preocupación. Somos salvajes, era una de mis frases favoritas, de guerra en la puerta. Mi papá en ese tiempo recogía unas hojas amarillas que volaban de los altos bosques del árbol al patio de la casa como pequeños aeroplanos silenciosos. Sentía que era un último suspiro antes de tocar tierra y convertirse en hoja seca, abono, paisaje. Supe después que recogía las amarillas que mantenían su aspecto impecable, como recién pintadas en el árbol y les ponía siempre el mismo nombre. Me enteré por una que tenía el nombre escrito con plumón azul sobre la cubierta. Es un secreto entre papá y yo. No diré el nombre. No era de ninguna de nosotras de la casa. Después me fue más fácil asociar su mirada cuando seguía el vuelo único en su instante de una mariposa amarilla con manchas asalmonadas bajo sus alas de avioneta en miniatura. Bajaba y se confundía con las hojas de su mismo color. Todo el silencio de la mañana se reunía en la expresión de sus ojos. La mariposa iba y venía. No sé por qué me recuerda a las luciérnagas que entraban a la casa oscura cuando la tarde comenzaba a despedirse con sus guantes de colores que iban cambiándose a los grises y negros definitivamente de la noche.
    La reunión de los reunidos, era la frase mágica de mi papá. Él dormía en un cuarto sólo, rodeado de libros y de sus palabras. Era escritor y escribía suspendido por su solitario abecedario que ficcionaba en su propia realidad, porque sus escritos siempre me dieron la impresión, que eran tan reales como sus sueños. Los polos opuestos no se juntan. Le escuché decir, cuando entraba a su cuarto, que había convertido en su Aleph. Las orillas guardan sus distancias indefinidamente y la separación entre ambas, es el río que necesitamos para cruzar al otro lado, solía repetir. Yo intentaba encontrar algún sentido a las palabras y las cosas. El sentido está, uno lo descubre después, en que no tiene sentido preocuparse por encontrarlo. Mi papá nunca tuvo hijos favoritos, pero le guiñaba más el ojo mi hermana. Mi hermana tres años después que mi hermano mayor y 15 meses antes que yo. Mi hermano nació con atraso de fecha y mi hermana un día in-esperado. En un tercio de tres, yo, la última. 33.33333, esa era yo. Una familia se puede dividir en muchas partes, en ninguna, y en infinitas cada día. Alguien parte, alguien queda, alguien vuelve, alguien sigue su propio camino. Es un castillo de arena movediza y en el aire. Todo desde arriba pareciera estar mejor. No sé. Al menos da la impresión que los problemas se vuelan. En las alturas no todo tiene base para sostenerse. Pero suspenderse así mismo, es aún más difícil. El aire es casi todo el espacio posible, invisible, intangible, inamovible y aún más inclasificable, pero indispensable. Así las personas quedan instaladas en la memoria. Entran en un hueco blando algodonado y se estacionan. Yo sentía un ligero aleteo de alas y me imaginaba la ciudad vacía, desierta, pero no ausente. La ciudad en domingo es un bostezo. Un tigre dormido sobre un árbol que sólo él conoce o un cocodrilo atravesando su propio destino. Panamá camina al borde de la selva para ver correr el río y sentir las hojas bajo sus pies crujir como en otoño. El río estaba menos contaminado detrás de nuestra casa, que frente a la cervecería, poco más de dos kilómetros hacia el centro de la ciudad. Los desechos químicos lo está matando, se le siente toser, decía mi papá, y sus aguas viajan tuberculosas. Papá relacionaba sus días con el río. Escribió muchas cosas, poemas, sobre todo, porque el río recorría su tiempo y memoria, como un animal dulce, vivo, silencioso. El tiempo allí parecía no transcurrir. Todo pasaba, menos el tiempo. Un domingo de sol, sin lluvia, las paredes de un cuarto. La ventana, el cielorraso, yo, la TV, un libro, mis palabras, la casa, floto, floto, y espero el lunes. Sólo me separa la noche de la puerta de mi cuarto de la ciudad. La luna se acostará al finalizar la madrugada. Las estrellas se van apagando cuando pongo la cabeza sobre la almohada. Hay noches en que he encontrado a papá totalmente a oscuras siguiendo los trazos iluminados de una luciérnaga que gira en círculos. Le imagino, si cierro los ojos, como una pequeña hada con su batería fosforescente viajando por la noche. -Enciende la luz, me dice papá, y la magia desaparece con el bombillo eléctrico. Y el abanico que lleva el aire tibio entre sus aspas bajo el cielo raso. Cae el telón, digo. Los días de a uno y suman menos. Es una filosofía popular, de a uno, parecen ninguno. El tiempo de la adolescencia es largo, fastidioso, poco divertido. Un tiempo para sufrir y volver a equivocarse. Se arma y desarma el tiempo, y vuelve armar, y no sabemos que ocurrió. Noche, digo, donde las sombras son la otra oscuridad que nos acompaña doblemente. Los diluvios dominicales, sin Noé, competían con el arca de la soledad, días indescifrables, horas de silencio ganadas al aburrimiento. Yo me contaba historias, donde las ovejas se le perdían al pastor. Al final de la historia, una oveja siempre me sacaba la lengua. Pasaba como frente a una cámara, pero no desenfocada y lo que mejor recordaba, era su sonrisa de aquí estoy. Las personas también se pierden. No hay tantas cámaras para recuperar sus gestos. A mí me gustaba competir con los sueños y la realidad. La realidad con mucha frecuencia se pone del lado de la ficción. O ignora que todo lo repetido se hace inexacto.
    Nunca entendí bien que era hija de inmigrantes. Tal vez porque me sentía feliz. La felicidad no debiera hacer olvidar el origen de uno y de las cosas que recibe y pierde en la vida. La gente cuenta, dicen los políticos y después la olvidan, porque tal vez ya no conozcan de números fríos frente a los votos. La mala memoria es casi una virtud. Una cortina de agua terminaba borrándome los días en los días sin fin.
    Papá miraba el tiempo como un calendario roto sin fondo. Días paralelos. Parecían turnarse, se bajaban del calendario, descansaban un rato y allí estaba otra vez a la noche sentados en sus sillas. Papá miraba el tiempo de otra manera, la gente, el país y los días caían estrujados por sudores de sueños frustrados. Escribía no sé cuantas cosas. Sus cuadernos, libretas, bitácoras, libros, formaban columnas sobre su cama y la luz de su lámpara era lo único visible, cuando no había luna llena. El ruido de las cigarras sostenido uniforme significaba otra monotonía dentro del paisaje. Las lluvias hacían crecer aún más la uniformidad del paisaje y el río crecía con los sentidos. Papá caminaba por el parque a un costado de la casa y yo le veía contar en secreto las estrellas, como si confiara en alguna de ellas. Me gustaban más sus caminatas en las mañanas con el sol brillando a intervalos. El rocío sobre la hierba y las flores en miniatura como alfombras subterráneas, convertían el parque rodeado por la selva, en un paisaje secreto bajo los pies para ser descubierto cuando alguien caminaba sobre el pasto desordenado.
    Un día hice el mismo recorrido que papá, cuando los empleados del municipio cortaban el pasto con sus máquinas eléctricas con ese hilo nylon que rebana la hierba y deja ese olor a pasto, grama le llaman aquí, que inunda lentamente los sentidos. Para que ir a respirar los carburadores, pienso. O subir en un ascensor hacia un cielo indefinido y quedar con la ciudad a los pies. Me detuve al centro del parque para ver la distancia, la imagen de la casa blanca detrás de los pinos, que la flanquean a lo largo de sus 32 metros. Dos paisajes claramente definidos cuando uno camina por el parque. La selva circundante y el pasto que crece en desorden, inundado de hojas que se acumulan, pequeños restos de troncos ligeros de árboles que se desprenden, la hojarasca del trópico. Las zapatillas tocan la tierra en esta atmósfera cálida, de cielo despejado, inmóvil en el azul, papá con su short rojo y azul, deja que el sol cubra su torso desnudo y no sé, me imagino la ciudad a esta hora. acelerada, frenética, neurótica, esquizo, violeta, despachada en la gasolina y la vibración de los motores. El mar y la selva la salvan, decía siempre papá. Le arrancan y absorben parte de las toxinas, los tumores de malas vibraciones que carga el estrés colectivo y ese ácido mortal que el cuerpo asimila y va degustando día a día hasta morirse. Lo veía a veces detenerse y recoger algo. Se llevaba la mano a la nariz con lo que arrancaba a la tierra y seguía caminado. Hay caminos en que uno se encuentra pequeñas flores, decía y en otro, grandes obstáculos. Frente a las pequeñas flores me detengo y las recojo. Les expreso mi alegría de verlas. Los caminos con obstáculos son los más perseverantes. No los ignores. Aprende a enfrentarlos como si después no existieran y se borraran o cayeran por su propio peso al depósito del olvido. Te aseguras primero de su tamaño y peso. De acuerdo con sus características, espesor, profundidad, volumen, vas desmontando el problema hasta lanzar la última hebra de su madeja para que no vuelva a rehacerse. Yo sé que no es una solución perfecta, pero ayuda a entender que no hay problema sin solución y si no la tiene en ese momento, que se joda. Debajo de sus zapatillas encontraba en las mañanas los colores vivos de la belleza en miniatura, las pequeñas flores amarillas, violetas, blancas unidas a pétalos y filamentos con sus frágiles coronas blancas de silencio. Navegaban a ras de tierra en silencio, el más completo y feliz anonimato. Sobre su escritorio dejaba el esplendor de esa inocencia, la rutina de sus sueños. Papá subía una pequeña loma y descendía, caminaba por los rastrojos húmedos que el bosque desechaba y subía una escalera, que después comprobé tenía 11 escalones y volvía a descender. Atravesaba los columpios, los juegos del parque, una luz que en verano es reconocible, aunque el trópico es transparencia aún cuando llueve tan intensamente frente al bosque, porque al poco tiempo vuelve un sentimiento de lo que fue. Se rehace el paisaje en el transcurso del tiempo, en el paso de su propia fragilidad. Papá seguía siendo el inconfundible río. La reunión de los reunidos, solía decir, convocar cada cierto tiempo, en un brumoso silencio de obispo. El día se iniciaba a veces como un puño silencioso. La garganta atravesada por su sapo. Es un lugar interesante, decía papá, la gente es común y corriente. Uno sobra en un paisaje exuberante, decía con una sonrisa que me olía a ironía, conociéndole. En octubre y noviembre, el tiempo pasaba inundado de lluvias y es cuando comencé a escribir estos recuerdos. El agua atravesaba las paredes del alma. Los ríos de la ciudad se llenaban de más agua y ruidos, el caudal de la temporada. Nadie atraviesa el tiempo, con más seguridad que el tiempo, dijo papá, como si la frase no tuviera importancia y a mí me pesa como una plancha de acero todavía. La gente se debatía en sus oficios, la diversión en todas las escalas del juego y el azar. La ciudad no era diferente a esa imagen, sino así misma. Gente caminando en un sueño, baúles, ventanas, puertas , espejos, agua, mucha agua, casas de madera podrida, gases, aceites, lodo grandes rascacielos y esa mala suerte que a veces se pega como un viejo chicle. Papá era un sobreviviente de una mala fecha. A veces caminaba de espaldas para ver el futuro. Es una cábala, decía.
    Lanza una moneda Gabriela y deja que se pierda en su circunferencia, en el vuelo de su otra mitad, y si en verdad sabes que eres su dueña, caerá en tus manos o volverá a aparecer en algún otro lugar. Cada vez que me acuerdo de su frase, lanzo una moneda y no sé cuantas he perdido. Sólo lo hago para recordarlo, ya saben.

 

Rolando Gabrielli©2006
http://rolandogabrielli.blogspot.com/

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