Como la cola de un cometa, el miedo y el terror del siglo XX
atraviesa esta centuria, que nació arrodillada, huérfana de un
horizonte claro, heredera de un mundo maniqueo entre el bien y el
mal, una época montada en la espiral de una violencia que gira
como una sierra enloquecida en manos de un demente que cree en un
Dios ciego.
Este es el mundo que nos lleva al espanto, pero se calca del
siglo pasado, y como si fuera un guante se da la mano con el
infierno ya vivido. Quizás una mayor velocidad en los
acontecimientos, conflictos larvarios, recurrentes en países
periféricos, en su mayoría no occidentales. Y
profundos pozos negros económicos en cadena, debacles en las
bolsas, el mercado como un paraíso perdido siempre en crisis, un
mundo globalizado a punto de estallar, en un armonioso déficit
presupuestario, la deuda externa como un nuevo Big Bang
que pare a los países del cuarto y quinto mundo en una ciega e
infinita, inalcanzable luz celestial.
Herencias del pasado e innovaciones en el manejo del poder
global, es esta yaga más profunda que la del madero del
nazareno, que corroe las costillas de la humanidad, el olivo deja
gotear un aceite grueso de automóvil ya vencido por el
kilometraje perverso de este tiempo que no se detiene ni espera a
nadie.
Un escalofrío en nombre de Dios recorre el planeta, Marx, y ese
es el fantasma, el hombre quiere volar y no se ajusta el cinturón,
entra en el pesado sueño de la noche de su propia historia, con
los ojos tapados, se hace el sordo y el mudo, mientras las
civilizaciones se caen a pedazos, y miles de millones son
esclavos de la pobreza, epidemias, de la falta de oportunidades,
de lo indispensable para vivir con dignidad, en un mundo
idiotizado que le rinde pleitesía a la banalidad y que está
dispuesto a matar con un misil una mariposa.
Entramos en esa atmósfera del interrogante, del padre del
absurdo, el francés Ionesco, quien se hace la pregunta en su
obra Las Sillas, a través de un personaje: "¿Sabes
por qué siempre digo lo mismo? Porque siempre pasa lo mismo".
Qué ocioso oficio didáctico el de las estadísticas, de los análisis
de la pobreza extrema y corriente, cuánta imprudencia en los
vocablos desatinados que promueven la paz, los derechos humanos,
un mundo más equitativo con una granada en la mano, la defensa
de un medio ambiente cada día más oxidado y el mundo que va
alegre de la mano de Marte, Dios de la guerra.
Griegos, Romanos y Persas, convirtieron en su verdadero Dios de
la Guerra a Marte, planeta rojo, enigmático, que se nos aproximó
como nunca en estos días de pólvora volátil, en los últimos
60 mil años, y que Ray Bradbury, nos maravillara con el relato
de sus Crónicas marcianas, hace más de medio siglo y
recientemente dijera que su mayor deseo es que en los próximos
cien años, los niños lean en Marte, debajo de las sábanas,
esos alucinantes relatos, que creemos para ese entonces serán
una lectura del pasado. Tantas maneras de soñar la hermosa
esfera azul de la Tierra, pero un empeño similar o mayor para
destruirla en nombre de inconfesables propósitos, objetivos caínes.
En un corto tiempo la velocidad quiere alcanzar el tiempo, o de
alguna manera acortarlo, el hombre se vuela, quiere robarle hojas
al calendario, horas al tiempo, pero paralelamente corre hacia su
autodestrucción, se inmola en el medio ambiente, arremete contra
la naturaleza, la especie tiembla en su desolada esquina,- la
caverna se ilumina en el horror del desamparo-, se impone a
sangre y fuego por el terror, el temor, el dolor, y busca su
salvación en un discurso que se quiebra como un cristal, pero no
alumbra al caer, con un Dios arrodillado. La decepción es como
un himno a una fatalidad constante, una suerte de esquizofrenia
en un carnero que cree subir a una montaña sin caerse, borracho
en el sacrificio de la especie, consagrado en el inaugural vicio
de la muerte que da vida.
El siglo se ha dejado caer como una puesta de sol en llamas sobre
unos pozos de petróleo, se mutila así mismo, convierte la vida
en un escombro permanente y sabe que nadie puede reciclarla. Se
huele el terror, el horror, se fabrica el Apocalipsis, llueven
misiles del cielo, la justificación para destruir son tantas
cosas como ninguna, afortunado el que pierde los brazos, las
piernas y la cabeza al mismo tiempo. Para algunos la vida está
en la muerte, para otros defenderla con la vida ajena es más que
suficiente. La verdad es una culebra perdida en el paraíso. La
mosca en el té que ronda la jodida vida sin ningún objetivo más
que ser la mosca en el té, se define en el ocio como virtud.. Así
el siglo circula por su callejón si salida y no hay muro para
lamentarse de tanta barbaridad. Bagdad, Bombay, Palestina, New
York, Liberia, Filipinas, Indonesia, Pakistán, el mundo huele a
Vietnam. Nada se escapa hoy al aire enrarecido de la violencia,
ni las mezquitas, todo vuela en mil pedazos, un bus, una casa, un
restaurante, la vida arrodillada en el miedo, la muerte que
espera a su propio francotirador.
Sólo vemos como ráfagas a la cola del cometa en que nos
desplazamos sin piloto aparentemente. Es una buena pregunta: ¿Dónde
está el piloto, mamá? Muchos se quisieran bajar de esta montaña
rusa que adquiere una velocidad sin control, viaja en automático,
como si fuera una alfombra mágica sin paradero, timoneada por un
cristiano de las cruzadas en tiempos en que el Islam se batía
con el sable en la mano y a caballo. Sarracenos y cristianos en
el filo de la espada, la encrucijada de Dios, la oscura Edad
Media tiene un reflector cuya sombra ilumina este siglo. ¿Se ha
vuelto loca la Lámpara de Aladino? ¿O la alfombra mágica no
encuentra tierra, un lugar para aterrizar?
Albert Camus, el autor de El Extranjero, excepcional filósofo,
narrador, cronista de su tiempo, es uno de los que más silueteó
el siglo XX. En que le tocó vivir y morir de una manera absurda,
tema que le acompañó hasta en su prematura desaparición, como
un epitafio largamente acariciado.
En un artículo fechado en 1948, el diario Combat, bajo
el título Ni víctimas ni verdugos, Camus calificó la
centuria pasada como "El Siglo del miedo", en
un subtítulo de esa crónica de época. Expresión papel de
calco para nuestra época.
Para el filósofo francés, la técnica tenía que ver con el
miedo, puesto que sus últimos progresos teóricos la
han llevado a negarse así misma y puesto que sus
perfeccionamientos prácticos amenazan a la tierra entera con la
destrucción".
Palabras vigentes, sin duda, y nos advertía ya en ese entonces
Camus, que salvo los creyentes de todas las especies,
el resto de los hombres están privados de porvenir. Consideraba
que vivir contra una pared es la vida de un perro,
que es como viven, agregaba, los hombres de mi generación. No es
la primera vez que los hombres, advertía Camus, se encuentran
frente aun porvenir materialmente cerrado, pero triunfaban
finalmente mediante la palabra y el grito, apelaban a otros
valores que constituían su esperanza. Nos parece que el mundo, añadía
como si estuviera viendo el espejo del siglo XXI, está conducido
por fuerzas ciegas y sordas que no oirán los gritos de
advertencia, ni los consejos, ni las súplicas.
Y Camus nos decía que a un hombre que no se le puede persuadir,
da miedo, mata, y tortura, deporta, sanciona, y se extiende el
miedo colectivo con el personal en un siglo miedoso que ha
crecido como una bola de nieve hasta nuestros días. Nos
ahogamos en medio de gentes que creen tener absolutamente razón,
sea en sus máquinas o en sus ideas. Y para todos los que no
pueden vivir más que con el diálogo y con la amistad de los
hombres, este silencio es el final del mundo.
En este repaso camusiano hay mucha tela que cortar en un siglo
errático, de cola de cometa fugaz, que se pisa su propia cola.
Justicia y Odio, Perseguidos-Perseguidores, es un tema que también
recoge Camus y de suma vigencia en Chile en estos días de
necesaria reflexión nacional. "Debéis haceros a la
idea de que va surgir alguien que se dice con poderes de los
perseguidores para privaros de la libertad, o de la vida, o de
vuestra mujer.
La historia en papel de calco y todo lo demás pareciera ser una
gran anécdota en búsqueda de los pasos perdidos, la huella
borrada en la arena, un mundo cada día con menos coartadas.
Rolando Gabrielli
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