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Mi 13 de septiembre en Santiago

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CRÓNICA EN PRIMERA PERSONA
CRÓNICA EN PRIMERA PERSONA


 

Septiembre es mí septiembre, rojo alacrán, negro en la primavera

y aún así me habita despierto.

Un tren es el que me lleva la fecha

en sus rieles azules, la estación

que no espero me desliza

en su mala estrella.

La risa de la hiena aún sepulta los muertos.

En el bronce del misterio leo Sur

y por esta tierra que huele a fosa común

sé que esta historia continúa.
Veo de espaldas el viejo calendario,

unas llamas, un número repetido,

un barco que truena su sirena al partir.

Sin fortuna la sal se hace agua,

por mi hombro la suerte rueda.

Es septiembre, hija,

le digo a mi sombra,

lo único que nos queda.

R.G.

 

Temprano estaba en la Avenida Vicuña Mackena esa mañana del 11 de septiembre de 1973. Había bajado del cuarto piso del edificio de la calle Passy, una pequeña arteria sin salida, donde muchos años después moriría el poeta Enrique Lihn. Cada noche dormíamos como pesadas carretas tiradas por bueyes y cerrábamos los ojos, envueltos en una atmósfera ciega, gris, circular, la pesadilla de una realidad. Esa mañana acerada por la historia, tuve el privilegio de divisar, antes de ir a mi trabajo, la caravana que llevaba al presidente Salvador Allende con destino a La Moneda. La figura emblemática, de la colosal tragedia de Chile. Unos pocos y corrientes automóviles, rodaban por el centro de Santiago en la encrucijada de la historia, donde la capital se divide en dos, como el país que   ya arrastraba su espinazo de escarabajo sobre su propia sombra de muerte y terror.

 

Crucé con destino a mi trabajo, Argomedo, Portugal, San Camilo, Santa Isabel, hacia  la calle Guayaquil, empujado por una atmósfera solitaria, enrarecida, abiertamente desautorizada, sin control. El viento de la mañana se sentía peinado por un rastrillo metálico. El 10 de septiembre había salido en el canal de la televisión estatal con un grupo de campesinos hablando del golpe de Estado, como funcionario del sector agropecuario, con mis flamantes e inocentes 26 años de edad.

 

Las puertas del Servicio Agrícola Ganadero, lugar donde fui contratado como Jefe de Comunicaciones, estaban repletas de funcionarios, y un grupo impedía el paso, en medio de una verdadera bronca verbal, el sonido de sirenas, forcejeo y una confusión expresada en violencia, que después descubriríamos que era a lo largo de todo el país.

 

Abandoné el lugar, vi en el camino un carabinero con su moto tirado,  herido en una pierna, la ciudad empezaba a comportase errática, llena de sorpresas, con una fuerte dosis de inseguridad, más aún para quienes nunca habíamos estado en una revuelta de esta magnitud, que por demás iba in crescendo a ojos vista sin que pudiéramos percatarnos de la magnitud y la profundidad de los hechos. Chile ya no sería el mismo, ni mucho menos, ni nosotros, nadie, el odio se había apoderado de las arterias  del país. Llegué a la casa del poeta Waldo Rojas, en Argomedo. Una casa gris de tres pisos, con su terraza, a dos cuadras de Passy. Sin saber nos juntamos allí varias personas, la mayoría mujeres. Al poco tiempo, el nuevo régimen, que decía tener el control, lanzó un toque de queda hasta el medio día del 13 de septiembre. Por seguridad me quedé allí. Sólo  a esperar. Los acontecimientos eran desproporcionadamente veloces frente al tiempo habitual en que nos habíamos acostumbrado a vivir. Escuchamos por radio el ultimátum al presidente Allende. Antes, sus últimas palabras en Radio Magallanes, mudos, absortos, tensos, tristes, huérfanos. Subí con Waldo a la terraza con un mirador de cine que pertenecía a Raúl Ruiz, el cineasta de Tres Tristes Tigres La Colonia Penal, donde hice de extra, extra. Y vimos caer los rocket, sobre La Moneda. Santiago estaba en guerra con un solo ejército. Humo, el sonido del impacto, quedamos atónitos. Algo impensable hace 24 horas. No sabíamos quienes estaban realmente detrás de todo este operativo de defenestración de la institucionalidad democrática. Bajamos. Permanecimos prácticamente en silencio. Actores de un teatro de absurdos, pequeña obra de Ionesco. Hasta que escuchamos que Allende había muerto. Fríos quedamos todos, mudos, con esa noción de la perdida que te va recorriendo el organismo y se apodera de él hasta la fatiga. El dolor de la tristeza y la impotencia. El por qué se llegaba a una situación límite. Unas señoras lloraron. Clavé mis ojos en la nada y comencé a caminar, subí y bajé escaleras, tomé un libro. Me detuve en el tiempo, y todo se borraba. Chilenos contra chilenos desarmados literalmente hablando. En ese minuto no se entiende nada. Allende cumplía con su palabra: "me  sacarán acribillado de La Moneda”. La noche pasó con su densa carga de tristeza. No me desvestí. Mal dormido, llegó la mañana del 12. Un día lleno de acontecimientos. El país en guerra. Los bandos saturados de advertencias, órdenes, amenazas cuartelarias. El golpe cumplía su cronograma, estaba en plena  marcha y ejecución.

El día se  fue como una mancha gris, esos goterones de cañerías algo ruidosas que dejan al caer las gotas negras por el óxido. Poco sabíamos en verdad de lo que realmente pasaba. Se estaba dando vuelta de campana el país entero. Los vimos firmar a los cuatro de espalda el día que asumieron el mando de la nación. Otro país venía parido con el puño de hierro. El 12 de septiembre se esfumó con sus tinieblas, entre fantasmas, dolores, los espantos de las pesadillas, pero seguíamos vivos en las más largas noches oscuras, vacías, de Chile.

La mañana  estaba fresca, aún no entraba la primavera, aunque ya no habría nuevas primaveras, y menos  la de 1973 tan ensangrentada, a polen de cuajarones de sangre olían las calles, y las horas  nos confirmaban que vivíamos una tragedia.

Poco antes de las 11 de la mañana sentimos un intento por derribar la puerta de la casa y a unos gritos entraron  dos o tres carabineros de los cuerpos especiales con sus ametralladoras, reventaron la manpara de vidrio. La casa con una entrada angosta, estaba repleta de libros, póster del Che, máscaras de colores, parecía una residencia de extranjeros, tan odiados por esos días. Yo estaba a la entrada de la cocina, muy angosta, Waldo, el dueño de casa pelaba unas papas y tuvo la sangre fría de guardar el cuchillo suavemente. Yo era el más próximo al pasillo, así que fui el primero en ser apuntado, y en escuchar el grito. "¿dónde están las armas, huevón?" No me di por aludido, entre el pánico y no saber qué decir, porque no había una sola pistola de agua en esa casa. "Para fuera", me grito, "a la calle". La dueña de casa venía bajando las escaleras en ropa de dormir y también tuvo que salir al frente de la fachada de la casa.

Todos frente al muro gris como en un paredón. Waldo entretanto conversaba con el teniente que comandaba el pelotón. Le mostraba su último talonario, la ficha de la universidad, daba explicaciones que era profesor universitario. Yo miraba de reojos con las manos sobre la pared. De pronto sentí abrirse una ventana enfrente de la casa y un policía apunta y grita: "cierren, mierda". Y cae la ventana de susto. Pasaban los minutos sin nada claro. Un carabinero  trae una revista Cuba Internacional bamboleante. Nos mira y la lanza a la cuneta. En esa casa habían unos 4 a 5 mil volúmenes de libros por lo menos. Y entonces comienza el interrogatorio. Profesión, pregunta el carabinero. Profesor. Tú, profesora. El siguiente, profesora. Mierda, exclamó, los profesores son los más traidores. Me tocaba a mí. Y sería peor: periodista o funcionario público. Dos aberraciones en ese instante. Y se detuvo. Me empujó hacia un lado y me dio un culatazo en el cóccix. Me mantuve firme. Casi no lo  sentí. Me dio vuelta de la solapa y me puso la culata  de madera y acero frente a los labios y me gritó con los ojos sanguinolentos: "¿Dónde están las armas?" Y yo le respondí, "¿Qué armas?". "Estaban disparando de aquí", afirmó. "¿Siente olor  a pólvora?", le pregunté, "yo no he hecho ni el servicio militar, no sé disparar armas". El tiempo se había detenido a hacer gimnasia con nuestra espera en la esquina de Argomedo y Portugal. El paco rechoncho, sanguinolento, me dejó cuando vio una nueva presa. Un obrero despistado que venía por la esquina de Portugal caminando en pleno toque de queda, seguramente para el trabajo. Se abalanzó como una hiena y lo culateó en el suelo, hasta que se cansó y regresó a nosotros. De una cuadra comenzaron los tiros en dirección nuestra. Las horas pasaban. El toque de queda vencía a las 12 del mediodía. Las tropas cansadas en la calle. Dos días  y medio prácticamente en combate, dopadas, y quizás cuantas otras noches en preparativos. Pasó un camión con gente detenida. Aún no sabíamos que estaban llenando los estadios de detenidos y los lugares inhóspitos del país, los cuarteles, barcos, casas secretas, en fin hasta llegar a la morgue río abajo por el Mapocho. Nada escaparía a la imaginación de los torturadores, sabríamos después. La mañana tibia, verdaderamente kafkiana, un paseo por la morgue del brazo del espanto y la pesadilla. El fin del toque de queda nos salvó. No era martes 13. Pero sí fue martes 11.

 

Rolando Gabrielli

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