Un simple robo que ocultaba algo complejo, muy grande. Tan grande que justificaba el costo de matar a tantos como fuera necesario. Esa parece ser la explicación más aproximada –aunque incompleta- que persiste 20 años después de una balacera irracional ocurrida en Villa Ramallo, que terminó con dos rehenes y un delincuente muertos, un suicidio poco usual, un ministro descabezado y con una unidad del Grupo Halcón sacrificada.
Ese fue el saldo que dejó el intento de robo a la sucursal del Banco Nación en Villa Ramallo, que comenzó muy temprano el 16 de septiembre de 1999. Esa mañana, antes de abrir al público, tres delincuentes ingresaron a la entidad aprovechando la llegada de un cartero y redujeron a seis personas, entre ellos el gerente, Carlos Cháves. La exigencia era que les entregaran la llave y la clave para abrir la bóveda.
Como en cualquier pueblo chico, la probabilidad de hacer algo así sin ser vistos era de una en un millón, y obviamente alguien que vio lo que pasaba llamó a la Policía de inmediato.
Sin embargo el plan era actuar rápido, tomar el botín e irse antes de que llegaran las patrullas, pero como la vida siempre nos prepara sorpresas, aquella mañana estos tres ladrones se encontraron con la variable imprevista: el tesorero del banco, portador de las codiciadas llaves y claves, se sintió mal y no fue a trabajar.
Sin las llaves y sin la clave, lo que había nacido como un asalto rápido que no podía fallar se complicó lo suficiente como para que el edificio quedara muy pronto rodeado de efectivos policiales.
Fue así que los asaltados se convirtieron en rehenes, dando inicio a una negociación que se iba a extenderse 20 horas y que finalizaría en la madrugada del viernes 17 con un operativo que se redujo a una simple y mortífera lluvia de balas.
Los rehenes que sobrevivieron –algunos ya habían sido liberados en el transcurso de la noche- hablaron de movimientos extraños entre los tres delincuentes que parecían estar buscando algo más que dinero. Se habló de documentos, de un maletín, de algo innombrable oculto en alguna de las cajas fuertes. Papeles muy comprometedores cuya existencia jamás se comprobó.
En ese momento el presidente del BNA era el ya fallecido Roque Maccarone quien aseguró que la entidad había entregado enseguida la clave al juez a cargo, Carlos Villafuerte Ruzo, y que se había puesto a disposición de los reclamos de los delincuentes con tal de salvar a los rehenes.
Sin embargo, la negociación no avanzaba y los asaltantes intentaron un escape temerario, seguramente porque en algún momento de aquella jornada interminable comprendieron que el botín valía pagar cualquier precio, y que de ahí no saldría vivo nadie. Porque al final, los seis rehenes y los tres ladrones se habían convertido en lo mismo: eran nueve condenados a muerte.
El escape que no pudo ser
Las crónicas de 1999 cuentan que cerca de las 4 de la madrugada del viernes 17 mientras uno de los criminales, Martín Saldaña, hablaba con el mediador, los otros dos subieron al auto del gerente junto con la esposa de éste, Flora Lacave, y el contador del banco, Carlos Santillán. El gerente conducía con un explosivo atado al cuello.
Como animales atrapados que eran, los tres ladrones se arriesgaron a ampararse en las cámaras de los canales de televisión que estaban apostados y expectantes en la puerta, confiando en que los policías no dispararían frente a los ojos de todo un país, viendo que llevaban tres rehenes.
Pero lo inimaginable pasó y más de doscientos efectivos apostados abrieron fuego. Se informó que dispararon cerca de 170 balas, matando en el acto al gerente, el contador y a Javier Hernández, uno de los asaltantes.
Flora se salvó por esas arbitrariedades de la suerte y otro de los ladrones, Carlos Martínez, fue a parar al hospital.
Sobre la suerte que corrió Saldaña -el delincuente que se había quedado en el banco- habría que escribir todo un capítulo aparte como ejemplo de hasta dónde puede llegar la impunidad de la que en esa década se conocía como la “Maldita Policía”. El joven de 24 años fue detenido en el acto y llevado a una celda de la Comisaría 2 de la localidad, donde a pesar de la fuerte custodia que se suponía tenía, fue hallado ahorcado al día siguiente. Aunque no tenía nada cortante para ayudarse, los responsables de cuidarlo dijeron que Saldaña arrancó el forro de un colchón y se colgó por sus propios medios.
Un oficial, el cabo Alberto Castillo, fue fotografiado esa madrugada por cronistas de Página 12 cuando retiraba del auto baleado el bolso de Flora Lacave, donde se suponía que había un arma y el handy con que la banda interceptaba las comunicaciones oficiales, instrumentos que nunca más aparecieron. Aunque enjuiciado y condenado por eso, pronto fue liberado de todo cargo pero como dicen que el que a hierro mata, a hierro muere, Castillo apareció “suicidado” meses después.
La brutalidad del accionar oficial, lo burdo del supuesto suicidio, dejaron expuesto que no sólo hubo una conspiración policial enquistada sino también encubrimiento en los niveles más altos del poder.
Muy pronto la investigación arrojó que los ladrones y varios policías de Villa Ramallo se conocían bien. Se rastrearon llamadas y se comprobó que hubo una confabulación muy obvia para robar la sucursal del BNA. Tanta impunidad hizo que surgiera todo tipo de teorías conspirativas, que insinuaban que el verdadero botín iba más allá de un montón de billetes. Algo mayor, un secreto que se había intentado recuperar y que se protegió sin importar el costo. Una de esas versiones sugería que en las bóvedas del banco se ocultaba un misterioso maletín recuperado pocos años antes en el accidente de Carlitos Jr, el hijo del presidente Carlos Menem, muerto en circunstancias dudosas.
Lo burdo de la masacre de Ramallo obligó al Gobierno nacional a precipitar la renuncia de Osvaldo Lorenzo, ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, mientras que la Jefatura Departamental de la Policía bonaerense hizo lo único que le quedaba y disolvió el Grupo Halcón.
Memorias de una pesadilla
El único de los tres asaltantes que sobrevivió, Carlos Martínez, fue condenado a 24 años de prisión. Detrás de él, fueron sentenciados varios acusados de participar aportando datos, armas y distintos elementos para perpetrar el robo: el policía Aldo Cabral y el soldado Jorge Aguilar recibieron penas de 17 y 15 años de prisión. La hermana de Saldaña fue condenada a cumplir 14 años en la cárcel mientras que Fabricio Céspedes, Oscar Mendoza y la remisera Silvia Vega recibieron 13 años.
Poco después, se enjuició a los efectivos policiales que dispararon sin explicación y siete policías fueron condenados por la muerte de los rehenes con penas que iban de 2 a 20 años de prisión.
Ocho años después, una pericia realizada a instancias de la madre de Saldaña confirmó lo que todos sabíamos: que el joven había sido asesinado en su celda, aunque nadie fue juzgado por su muerte.
Trascurrido el tiempo y beneficiados por el sistema de 2×1, hoy todos los acusados están libres a excepción de Martínez, que murió en un accidente de moto durante una salida transitoria.
En un reportaje concedido a Infobae cuando se cumplieron diez años de la masacre, Céspedes –uno de los involucrados en el trabajo de logística- dijo que cuando elaboraron el plan solo buscaban hacerse del dinero, que iban a comprar campos en Brasil para cultivar soja y que nunca pensaron en lastimar a nadie. Iban a entrar, tomar el dinero y salir, les pareció que era cosa fácil. Céspedes cumplió 9 años de su sentencia y terminó el colegio secundario.
Ninguno de los sobrevivientes volvió a hablar de documentos secretos ni de un pacto policial con el ex convicto Saldaña para recuperarlos camuflándolo todo detrás de un robo. El caso quedó cerrado como una enorme conspiración montada por más de veinte implicados para apropiarse de los poco más de $ 150.000 que, se dice, tenía la sucursal de Villa Ramallo en ese momento. Poco dinero para repartir entre tantos y para llevarlo todo hasta las últimas consecuencias.