Después del suicidio del expresidente Alan García, cercado en abril por las causas de corrupción del caso Lava Jato, Perú vivió otro sacrificio. El de sus instituciones, endebles ante la decisión del presidente Martín Vizcarra de disolver el Congreso y convocar elecciones anticipadas. La atribución, contemplada en el artículo 134 de la Constitución, dio de bruces contra una oposición legislativa que, reacia a perder su espacio y su inmunidad, suspendió por un año a Vizcarra por «incapacidad temporal» y puso en su lugar como presidenta temporal a la vicepresidenta Mercedes Aráoz. En poco más de 24 horas, Aráoz renunció.
En el ínterin, Perú tuvo doble comando. La incertidumbre engarzó otro yunque en la cadena de prisiones preventivas y efectivas contra sus políticos. Nada nuevo en América latina, sometida a “un periodo de amplio malestar en la democracia, que se traduce en altos niveles de desafección democrática, desconfianza en las instituciones, cuestionamiento de las élites tradicionales y sus formas de gobierno, y expectativas en ascenso respecto a las políticas públicas, la transparencia y la rendición de cuentas”, concluye el catedrático José Antonio Sanahuja en el Panorama Estratégico 2019, del Ministerio de Defensa de España.
Nada nuevo en Perú. Todos los presidentes desde el final de la dictadura militar en 1980 estuvieron involucrados en causas de corrupción. La única excepción resultó ser el gobierno del difunto Valentín Paniagua durante la transición de ochos meses entre la caída de Alberto Fujimori en noviembre de 2000 y la elección de Alejandro Toledo en julio de 2001. Vizcarra, ladero de Pedro Pablo Kuczynski al igual que Mercedes Aráoz como candidatos a vicepresidentes primero y segundo en 2016, asumió el cargo cuando su jefe, el presidente, quedó entre las rejas en marzo de 2018 por corrupción. Un tumor diseminado en el continente.
La convocatoria de Vizcarra a elecciones anticipadas para el 26 de enero de 2020 se debió a una cuestión de confianza. El Congreso unicameral, controlado por Fuerza Popular, fujimorista, y el APRA, el partido de García, rechazó el pedido presidencial de cambiar el método de elección de los miembros del Tribunal Constitucional y avanzó en la designación de uno de ellos, objetada por falta de transparencia. La oposición pretendía copar ese órgano para liberar a Keiko Fujimori, presa por lavado de dinero, y blindar a los codinomes (legisladores cuyas campañas fueron financiadas por la compañía brasileña Odebrecht).
¿Cuándo empezó la crisis en Perú? En las elecciones de 2016, Fuerza Popular obtuvo la mayoría en el Congreso. En 2017, con Kuczynski en el gobierno, la oposición ignoró una cuestión de confianza. La Constitución de 1993 dicta que el presidente puede disolver el Congreso si los diputados rechazan dos cuestiones de confianza durante un mismo período. Vizcarra completa el de Kuczynski. Tiene mandato hasta 2021. Los legisladores, de haber elecciones anticipadas, pueden perder sus fueros. Curiosamente, los fujimoristas acusan a Vizcarra de lo que le achacaban a Fujimori en 1992. Haber dado un golpe de Estado.
Perú resucitó fantasmas. Los de la disolución del Congreso y los del final abrupto del gobierno de Vizcarra, legitimado por la gente en las calles. En el Tribunal Constitucional, órgano independiente, comienza y termina el dilema. El adelanto electoral figura desde julio entre los planes de Vizcarra, de modo de sortear el bloqueo político. Una comisión del Congreso archivó el proyecto. Mercedes Aráoz, aislada del bloque oficialista por discrepancias con Vizcarra, asumió la presidencia y luego renunció a ese cargo y a la vicepresidencia. “Perdimos todos”, martilló el diario El Comercio, de Lima, el día después.