Si la poesía es la lucha permanente por superar la página en
blanco y crear una retórica propia e innovadora, el periodismo
pugna desde la discreta convicción personal por alcanzar la
verdad, hacerla transparente y divulgarla, con la objetividad,
conocimiento y credibilidad que toda palabra pública y masiva
requiere.
Con mucha alegría, a veces, se invocan principios, renuevan
pactos con la ética, se plasman enjundiosas declaraciones de fe
con el sagrado derecho a informar sobre la escueta verdad, sin la
rima de la mala poesía, que siempre termina siendo publicidad.
Sí, actos de fe con continuos llamados a la libertad de expresión,
esa dama vejada no por los acontecimientos que fluyen en un azar
muchas veces incontrolables, sino por quienes la humillan con sus
verdades a medias, el anonimato, plagio, la simulación y el
lenguaje gastado del payaso de un circo de pueblo.
La libertad de expresión vive asediada por tiburones, cocodrilos
y aves de rapiña, desde la óptica de gobiernos y empresarios, y
en no pocas ocasiones, sesgada por quienes la ejercen con el
falso compromiso de llevar agua para su molino que termina siendo
tan pasajero y transitorio como el viento que ya no mueve aspas.
Concluye el milenio, asediado por triunfos, derrotas, grandes
expectativas, temores, no pocas frustraciones y cada vez más
parecido a una sinfonía inconclusa a punto de estallar, y en el
campo específico de los Medios de Comunicación, la humanidad no
escatima avances, creatividad, ingeniosidad y profundas
transformaciones que se resumen con la palabra velocidad, que ya
es vértigo en el tobogán de la información en la era digital.
Se despide el milenio en aparente fanfarria triunfal, la
naturaleza, en cambio, le recuerda su fragilidad y respeto al
orden del ecosistema. Es que aun no ha podido resolver el nuevo
orden económico y político internacional, el hombre que toca la
trompeta como un juglar, donde él es el rey.
Se prepara la gran fiesta, pero aun en distintas partes del orbe,
con regular frecuencia, se llama al esclarecimiento de los
asesinatos contra periodistas en pleno ejercicio de sus
funciones, se persiste y proclama la libertad de expresión como
la máxima garantía para llamar a un país democrático, y no
cesan las prédicas a favor de los procedimientos periodísticos
y empresariales honestos, en medio de violaciones visibles e
invisibles.
Ello ocurre, aquí y allá, Estados Unidos, Irán, Cuba, Perú,
Chile, Argentina. México, Turquía, Panamá, Colombia: el
llamado Cuarto Poder es noticia, y su única arma, la mejor
herramienta de trabajo para otorgarle fuerza a su permanencia en
el tiempo y en la sociedad civil es la credibilidad.
Especialmente en tiempos donde la palabra crisis es una realidad
escrita más allá del azar de un crucigrama y comprende a
nuestra flamante civilización en toda su dimensión cultural,
económica, política y social, al Cuarto Poder se le reclama
transparencia, veracidad, conocimiento, respaldo informativo,
pluralidad de fuentes, análisis y una dosis de creatividad para
alcanzar el máximo objetivo de toda nota: atraer al lector,
hacerlo cómplice y entregarle elementos suficientes para sus
propias conclusiones.
La libertad de expresión es parte de la formación de una
cultura democrática y no es un boxeador al que le pagan por
pegar en público a sus enemigos. Es más bien un oxígeno de uso
colectivo, público, cuyas reglas del juego debiéramos
respetarlas todos para el bien común de la convivencia y
estabilidad. La libertad en sí produce riqueza, es contagiosa
como la risa, pero, sobre todo, le permite echar raíces a la
cultura, anclarla, y no pasearla en la nave del olvido, hecho tan
frecuente en el mundo de la globalización, de la información
volandera y del vértigo mediático.
Del Cuarto Poder escuché hablar en mi casa, en mi época de
estudiante. Después en la Universidad comprendí el origen, la
filosofía y el peso del término, y también de su relatividad,
hasta de su evaporación total cuando se cerraron la mayoría de
los medios de comunicación en 1973 y no hubo más que un solo
poder: la fuerza.
El siglo XX está plagado de exabruptos contra la libertad de
expresión, la palabra, los periodistas, escritores e
intelectuales, y en toda la centuria el periódico impreso ha
jugado un rol específico, particular, determinante en algunos
casos, pero nunca como ahora tiene un compromiso tan grande con
el lector y la sociedad civil.
¿Quién pone en duda el desorden informativo que vivimos hoy, la
intoxicación de medios en el ambiente social, de información
trucada y de la existencia de un lector, muchas veces, confundido
en el caótico y desorganizado universo en el que se mira como en
un espejo borroso?.
De interrogantes está plagado el futuro, y no podría ser de
otra manera, pero el periodismo está para interpretar el
presente, los hechos, vislumbrar el futuro y otorgarle el peso de
credibilidad a todo cuanto acontece.
Cada día el lector exige un mayor respeto por lo que se le dice,
cómo se le dice, aunque aun hay quienes persisten en el show de
la información que más que informar sobreexita, altera y sube a
la población a la nave del espectáculo en un pasaje sin retorno
a la realidad.
La retórica es pasajera transitoria y el lenguaje trucado una
golondrina que termina por no hacer verano, y el periodista
siempre debe tener en su agenda el por qué de las cosas, su
principal interrogante como una herramienta que abre sin el menor
ruido las puertas más herméticas y el corazón, a veces,
sellado de algún lector.
Hay más, sin duda, en el tintero de lo que encierra el llamado
Cuarto Poder y el mundo de los Medios en la era digital, porque
vivimos como peces en el agua y nadamos entre la palabra y el
ciberespeacio.
Rolando Gabrielli
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