Preludio
A diferencia del debate anterior, el de anoche tuvo un desarrollo más sinuoso e impreciso.
Mauricio Macri arrancó firme en el primer bloque sobre seguridad. Con independencia de que se valore o cuestione su política para el área, se lo vio defender con énfasis eventuales logros declamados de su gestión. Dispuesto a la ofensiva, el presidente asumió decididamente el rol de defensor de la ciudadanía en la lucha contra el crimen y el narcotráfico.
Alberto Fernández tuvo un primer acierto efectista cuando al conjetural “índice acusador” con que pretende cuestionarlo Macri, contrapuso reales y alarmantes índices de inflación, desempleo y pobreza.
José Luis Espert inició con una impronta que mantuvo a lo largo del debate: se expresó seguro, con voz potente y lenguaje llano; trasmitiendo la sensación de sobrevolar la grieta.
En sintonía, Nicolás del Caño arrancó también con tono firme y contenido crítico dirigido a la gestión del oficialismo.
En contraposición, Roberto Lavagna se mostró nuevamente deslucido y monocorde, mostrando otra vez lo que acaso sea una injusta debilidad: el tono desluce la idea.
Por último, Juan José Gómez Centurión mejoró ostensiblemente su desempeño anterior, presentando su proyecto político con definición y firmeza.
Desarrollo
En el primer bloque sobre seguridad, Mauricio Macri y Alberto Fernández contrapusieron dos cosmovisiones antagónicas. El Presidente se centró en el combate sobre los efectos; mientras que el candidato del Frente puso el eje en la lucha contra la desigualdad, en tanto factor causal determinante.
Quizás la vehemencia con que Macri defendió su política le haya conferido cierta luz inicial, especialmente sobre una amplia porción de la ciudadanía que reclama políticas punitivas y tiende a descreer de aquellas más comprensivas.
En contraposición, Alberto Fernández se limitó a definir su ideario político, pero sin investirlo de emocionalidad.
No obstante, al avanzar hacia el segundo bloque comenzó a gestarse algo que se afianzaría en el desarrollo debate.
Porque, aunque Mauricio Macri no declinó el ímpetu con el que arrancó, terminó cediendo a la tentación de una voluntarista e ineficaz maraña discursiva. Esto es: la negación serial de lo obvio, el esloganismo exasperante, el optimismo vacío y —fundamentalmente— la obsesión anti K.
Así, pudo observarse que mientras que Alberto Fernández exhibía cifras lapidarias, como que la Argentina tiene la tasa de desempleo más alta de los últimos 13 años y se cierran 43 pymes por día; el Presidente alternaba entre sentencias ingenuas y extemporáneas, como “Viene una etapa distinta, con crecimiento, empleo y mejora del salario”, y acusaciones referidas al pasado K como “La obra pública era una matriz de corrupción”, “No cambian más”, etc.
En lo que concierne a la disputa principal entre Macri y Fernández, se asistió a una secuencia de acusaciones cruzadas, donde el Presidente jugó a relativizar las flagrantes debilidades de su gestión anteponiéndolas a aspectos cuestionables del gobierno Kirchnerista; al tiempo que Alberto Fernández acicateaba enrostrando a Macri inapelables indicadores de su gestión.
Mientras, José Luis Espert —aunque acumuló para sí acentuando la similitud más que la diferencia entre Mauricio y Alberto— no se privó de aguijonear al Presidente con latiguillos certeros como la contraposición final entre el “Si, se puede” y el “No pudo, no supo, no quiso”; figura cuasi pictórica que ilustra nítidamente la distancia entre ilusión y realidad.
Por su parte, Nicolás del Caño, se constituyó en un crítico implacable tendiendo más a enfatizar las debilidades del oficialismo que las del Frente de Todos.
Tal circunstancia, resultó crucial para el desenlace final del debate por una razón simple: inadvertidamente el líder del FIT se transformó en un árbitro involuntario que terminó por desequilibrar a favor de Fernández su contrapunto con Macri. En otros términos: las durísimas críticas formuladas por Nicolás del Caño no solo sirvieron a su causa, sino que contribuyeron a consolidar el desenmascaramiento del discurso con que el Presidente pretendía descalificar a su principal contendiente.
Lo anterior abonó un campo fértil para las intervenciones mejor logradas de Alberto Fernández. Esto es: la lucha contra la pobreza y marginalidad y la creación del ministerio de vivienda, en tanto razones de Estado.
Ciertamente, techo y comida representan dos demandas insatisfechas que el gobierno de Macri no pudo resolver pero sí acrecentar. Lo cual permitió que el candidato del Frente las capitalizara con proyectos, en similar línea a lo de que “el gobierno de Macri Uberizó la economía”
Asimismo, quizás un efecto de suerte consolidó la posición de Fernández luego que Macri anunciara el cambio en el cálculo del índice de reajuste de créditos UVA. Ciertamente, en el marco de la creación de un ministerio de la vivienda, el valor de esa medida quedó evidentemente degradado
Desenlace
El último bloque no hizo sino anticipar la atmósfera del cierre final.
En efecto, allí pudo verse a un Presidente prometer —con gesto impostado y en clave de certeza— la consumación de ese país recurrentemente prometido y sucesivamente refutado por las evidencias de cuatro años de mandato.
Adicionalmente, la referencia al supuesto nerviosismo del Kirchnerismo, unida al temerario eslogan de que no solo se dará vuelta la elección sino la historia de la Argentina, solo conduce a un magro resultado final: aumentar la intensidad de los adherentes propios, mientras se alejan los votos de aquellos que habrían sido más sensibles a ideas que a retóricas de cabotaje.
Por su parte, Nicolás del Caño y José Luis Espert —los dos candidatos que habían acumulados mayores méritos durante el debate— no pudieron capitalizar sus aciertos en el momento final. Ambos incurrieron en similar error al bajar el precio de sus propias candidaturas presidenciales deslizando lo que se sabe: ninguno de ambos se siente genuinamente candidato a presidente con chaces reales, sino el líder de una agrupación política que a lo sumo aspira constituirse como fuerza parlamentaria. A confesión de partes, relevo de pruebas.
Por último, Alberto Fernández —quien necesitaba justificar que estaba a la altura de la expectativa que lo erigió en el lugar de la promesa— eligió una narrativa emotiva y minimalista:
Como “La cigarra” de Mar María Elena Walsh”, la historia de la Argentina es la de los ascensos y las caídas. Luego de la ostensible caída, es hora de esperar el ascenso.
Fernández cerró bien esa narrativa anclándola a su participación en el mejor momento de la presidencia de Néstor Kirchner, cuando parecía que Argentina se encaminaría al país serio declamado en aquella campaña. Referencia que se erigía en aval para invitar a poner ahora al país de pie.
La diferencia entre las retóricas de Mauricio Macri y Alberto Fernández podrían parecer menores, pero son mayúsculas:
La primera se enuncia en clave de nosotros versus ellos (los kirchneristas, son los otros) y, por ende, cierra las urnas a los votantes impuros. En síntesis: mucha mística, pero pocos votos.
Acaso la razón última subyacente de este error estratégico radique en la obsesión anti K de Mauricio Macri, que parece nublar su razón para dejar traslucir que acaso el Presidente se interese más por un encono político existencial con Cristina que por la suerte del país que preside.
Adicionalmente, Mauricio Macri no advirtió una paradoja de hierro: cuanto más insiste en agitar el fantasma del Kirchnerismo, más contribuye a exorcizarlo hasta agotar su fuerza disuasoria.
En contraposición, Alberto Fernández se limitó a poner en acto el ejercicio de lo obvio: el Frente es de todos y para todos los argentinos.
A veces, los debates se ganan con ideas simples. O se pierden por enamorarse de estrategias que prometen lo que no pueden cumplir. Como Mauricio Macri.
Pero tal vez exista una razón simple y acaso transideológica: los debates los ganan los más inteligentes.
Especial para Tribuna de Periodistas