Ni siquiera comparten los amigos. Para Alberto Fernández, Evo Morales es un amigo con quien habló y almorzó hasta hace muy poco. Alberto lo ayudó a Evo en sus trajines de campaña electoral en la Argentina, antes de las elecciones que detonaron la actual crisis; aquí reside una colectividad boliviana de más de 120.000 personas que votan en Bolivia. Para Mauricio Macri, el expresidente boliviano es un conocido, un colega con el que mantenía una buena relación a pesar de las profundas diferencias ideológicas. Nunca se vieron cuando Evo Morales visitaba la Argentina con una agenda electoral. La caída de Evo Morales y su exilio en México interrumpieron cualquier suposición de transición negociada entre Macri y Fernández.
Alberto se enojó intensamente con Macri cuando este se negó a llamar golpe de Estado a la renuncia de Evo Morales o cuando el presidente argentino no le aceptó a Fernández la sugerencia de darle asilo político al líder boliviano.
Conviene desmenuzar las posiciones, porque las imágenes aparentes de frialdad de uno y compromiso del otro pueden ser engañosas. La primera constatación es que la situación de Bolivia, sobre todo en sus recurrentes momentos de crisis, fue siempre casi un problema interno de la Argentina. Existe, en efecto, una numerosa colectividad boliviana (una inmensa mayoría es seguidora de Evo) fuertemente arraigada en el país, pero también fiel a sus tradiciones y a la política boliviana. A su vez, la Argentina sigue dependiendo del gas que importa de Bolivia. El porcentaje no es mucho sobre el total del consumo nacional, pero geográficamente abastece a casi la mitad del país. Abastece primordialmente a las provincias del norte, aunque en invierno el gas boliviano llega a veces hasta el conflictivo conurbano bonaerense. El porcentaje de gas boliviano sobre el total del consumo puede confundir: el 5 por ciento en verano y el 10 por ciento en invierno. El problema es que sin ese gas, muchas provincias carecerían de la energía necesaria para la vida cotidiana. Esa dependencia dejará de existir cuando se hagan los gasoductos que llevarán el gas de Vaca Muerta a todo el país. Cuando se hagan. ¿Se harán?
Por otro lado, en Bolivia nunca desapareció del todo la amenaza secesionista de la llamada "media luna" en la zona oriental, muy distinta del occidente boliviano más indígena. La "media luna" está integrada por los departamentos de Tarija, Santa Cruz, Beni y Pando; Tarija está en la frontera misma con la Argentina. Una eventual crisis de secesión en Bolivia tendría aquí repercusiones sociales y políticas inmediatas.
Es ese contexto el que le impidió a Macri darle asilo inmediato a Evo Morales, aunque este nunca lo pidió. Podrá decirse que tampoco se lo pidió a México y que el gobierno de López Obrador se lo ofreció. Es cierto, pero México está lejos de Bolivia y dista mucho de tener la numerosa colectividad boliviana que tiene la Argentina. El gobierno argentino desconoce, además, qué gobierno surgirá de las urnas en Bolivia, si al final hubiera elecciones acordadas por todos los actores políticos de ese país. ¿Y si fuera un gobierno opositor a Evo Morales? ¿La Argentina alojaría en ese caso al líder de la oposición boliviana? ¿Por qué importa a la Argentina, se preguntó el gobierno de Macri, la crisis política boliviana? En la conversación telefónica que tuvieron, cuando Fernández le suplicó que se hiciera cargo del asilo de Evo, Macri le respondió que no podía tomar semejante decisión en medio de un proceso de transición, cuando su gobierno está a punto de terminar. De hecho, Evo Morales quebrantó las reglas internacionales del asilo político no bien llegó a México y formuló duras declaraciones públicas sobre la política de su país. Fernández no lo entendió así y, por el contrario, le ofreció a Evo el asilo argentino a partir del 11 de diciembre, el día después de su acceso al poder.
Macri no reconoció formalmente al gobierno interino de Bolivia, presidido por Jeanine Áñez. Áñez carece de la designación por parte de la Asamblea Legislativa, que es lo que corresponde, aunque fue convalidada por el Tribunal Constitucional. Ese Tribunal también le autorizó una reelección inconstitucional a Evo Morales. Sirve para cualquier cosa. El gobierno de Áñez empezó con señales claras de autoritarismo. Sus seguidores y su ministra de Comunicaciones persiguieron a periodistas argentinos hasta que estos tuvieron que abandonar Bolivia. La decisión de Macri de no reconocer a Áñez es consecuencia también de su nuevo trabajo como líder de una coalición todavía en el poder, pero dentro de poco en la oposición. Los radicales tienen una obsesión con cualquier cosa que se parezca a un golpe de Estado (y el caso de Bolivia se pareció demasiado), porque sobrellevan un pasado lleno de ejemplos. Desde Yrigoyen hasta Illia, pasando por Frondizi, siempre sus presidentes terminaron echados del poder. A veces, por militares; otra veces, por golpes civiles, como ellos consideran las crisis que terminaron con Alfonsín y De la Rúa. Macri debió hacer por primera vez equilibrios entre sus propias convicciones y la necesidad política de preservar la coalición. Esa alianza no tiene los riesgos de sobrevivencia que algunos le atribuyen. Hay disputas por cargos. Pero ¿qué otro líder del viejo Cambiemos (ahora con una corriente peronista liderada por Miguel Ángel Pichetto) está en condiciones de convocar multitudes como lo hizo Macri en el último mes antes de las elecciones? ¿Qué otro jefe político opositor al peronismo triunfante conserva una aprobación del 40 por ciento, el mismo porcentaje de votos que Macri sacó el 27 de octubre, según mediciones muy recientes? Ninguno. La política no es tonta.
Alberto Fernández ha ido absorbiendo desde su viaje a México (y, sobre todo, desde sus diálogos con el expresidente ecuatoriano Rafael Correa) las posiciones, muchas veces arbitrarias, del progresismo latinoamericano. Llegó a llamar un "hecho desgraciado de la diplomacia" al canciller Jorge Fourie. ¿Un "hecho desgraciado" solo porque no opinan lo mismo? Escasa tolerancia de parte del político que prometió tolerancia. También vapuleó a la OEA y a su secretario general, Luis Almagro, un viejo amigo de Alberto Fernández. Una misión técnica, no política, de la OEA había establecido que en las elecciones de Bolivia hubo irregularidades que ponían en duda el triunfo de Evo Morales. La OEA es un organismo integrado por los Estados americanos para preservar la paz y la democracia en el continente. Si los jefes de Estado cuestionan su capacidad de arbitraje y de auditoría, es mejor entonces comenzar los trámites de su disolución. Los cambios de Alberto no son culpa de López Obrador, un presidente que se refiere poco y nada a la política exterior. Tomó una decisión concreta sobre Evo Morales, cuando decidió darle asilo y envió un avión para trasladarlo, pero casi no habla de Evo Morales.
Lo que sucedió en Bolivia, aunque técnicamente haya sido un golpe de Estado, es la conclusión de un largo desconocimiento de las instituciones democráticas por parte de Evo Morales. La política latinoamericana no ha podido escribir un contrato común para establecer qué forma parte y qué no forma parte de un sistema democrático. ¿Acaso la devastadora violencia en Chile, que pide explícitamente la renuncia de Sebastián Piñera, no tiene una intención destituyente? ¿Acaso un gobierno elegido con los opositores impedidos de competir y sostenido por los altos mandos militares, como es el de Venezuela, no pierde de hecho la legitimidad y la legalidad democrática? Silencio del progresismo latinoamericano. No habla de la peripecia chilena ni de la tragedia venezolana. Es mejor hablar de Evo, un héroe súbitamente caído.
Alberto Fernández tiene una relación personal con Evo Morales. Su solidaridad es humanamente comprensible. Pero ¿hasta el punto de haber interrumpido cualquier conversación con el gobierno sobre la transición? Uno de sus principales asesores económicos, Guillermo Nielsen, acaba de decir en Miami que "se nos viene un camión de frente" con la deuda pública. ¿No es razón suficiente como para que vuelvan a mirarse y a hablar? La ideología está suprimiendo la condición obstinada de los hechos. Entramos, así, en el peor de los mundos (Diario La Nación).