Detrás de un telón apenas transparente, Alberto Fernández está armando su equipo económico. Será el núcleo central de su proyecto. No solo porque la economía es la dimensión más desafiante de la vida pública. También porque en otras áreas su capacidad de maniobra estará limitada por quien lo postuló. Incierto en su origen, el poder de Fernández derivará de su pericia para desatar los nudos que le deja Mauricio Macri en el orden material. Es decir, de la gestión.
Y, sobre todo, en su habilidad para alcanzar un objetivo: reactivar la economía, que es el mandato surgido de las urnas.
El nuevo presidente ha confesado que le parece estar viviendo un déjà vu del año 2003, cuando Néstor Kirchner lo designó jefe de Gabinete. Sería riesgoso que se deje llevar por esa impresión. Kirchner recibió el gobierno de Eduardo Duhalde con una economía que ya estaba ordenada. La devaluación de 2001 había dejado un dólar muy competitivo. Las estadísticas ya consignaban superávit fiscal y comercial. Los pagos de la deuda habían sido cancelados. Mediados de 2002 fue el punto de partida de una curva ascendente en la cotización de las materias primas que llevaría a 600 dólares por tonelada el precio de la soja. El país sufría, como ahora, un ciclo recesivo. Pero con una diferencia importantísima: se había olvidado la inflación.
La escena actual no es solo diferente. También es apremiante. En los primeros 20 días de gobierno, Fernández deberá tomar decisiones que condicionarán la suerte de buena parte del mandato. No hay una más relevante que otra, porque forman parte de un sistema. Pero es posible que la encrucijada principal esté planteada por el manejo de la deuda. En una simplificación brutal, se podría decir que Carlos Menem contó para enfrentar sus restricciones con las “joyas de la abuela”; Néstor Kirchner, con la soja, y Macri, con el crédito. Si quiere liberarse de alguna restricción, Fernández tiene a mano un recurso casi único: la reestructuración de la deuda.
Anteayer dio una pista importante sobre cómo va a abordarla. Dijo que prescindiría de los próximos desembolsos del Fondo Monetario Internacional. Debería deducirse que está pensando en una negociación más agresiva con los acreedores privados.
Ambos frentes están relacionados. Cuando más duro sea con los bonistas, más podrá prescindir de los recursos del Fondo. Y de los condicionamientos que traen aparejados esos recursos. Si se examina el discurso de Fernández, su severidad con este organismo ha sido sistemática. Su argumento principal es político: en vez de pensar en el bienestar de los argentinos, los funcionarios de Washington pensaron en la reelección de Macri. En este reproche, el futuro presidente coincide con su vice. Esta lógica desemboca en un escenario que solo algunos especialistas, pocos, aconsejan: anunciar un default completo de la deuda privada y, de ese modo, postergar las tratativas con el Fondo después de un año, que es cuando comienzan los grandes vencimientos con esa institución. Es la receta draconiana. Va más allá de recortar los intereses. O no pagarlos, pero capitalizarlos. Esos intereses suman alrededor de 3,5 puntos del PBI. En los cuatro años de mandato se trata de unos 40.000 millones de dólares. De esa suma, alrededor de 7500 millones vencen antes de que termine febrero. Y otros 2000, en mayo, no prorrogables, comprometidos por Axel Kicillof ante el Club de París.
La discusión es estratégica. Quienes recomiendan la cesación de pagos calculan que las alternativas más amigables podrían precipitar incumplimientos en el mediano plazo.
El diseño de negociación depende del plan fiscal que se tome como hipótesis. Una variable relevante en este plano es si se decidirá un atraso tarifario, como insinúa el nuevo presidente. Esa opción supone postergar cualquier fantasía respecto de la evolución de Vaca Muerta.
En este frente, Fernández queda ante otro cruce de caminos. Si no desindexa las jubilaciones y los programas sociales, el déficit se le volverá ingobernable. Algunos economistas calculan que si se aplicara la “maldita” fórmula de actualización de las pensiones impulsada por Macri hace dos años, los beneficiarios de la Anses recibirían un aumento de 10 puntos por encima de la inflación. Sería la quiebra del sistema. En 2018, esas prestaciones representaron casi el 10% del PBI. Para establecer la nueva ecuación hará falta, además, el acompañamiento de la Corte. Desafíos para Alejandro Vanoli, un kirchnerista ortodoxo, quien deberá resistir el proyecto de Sergio Massa de extraer de la Anses su corazón financiero: el siempre apetecible Fondo de Garantía de Sustentabilidad.
Este recorte podría ser la cláusula más relevante, y disimulada, del acuerdo económico-social. Pero nadie lo sabe todavía. Ningún colaborador de Fernández conversó con industriales o sindicalistas sobre las condiciones de ese pacto.
El entendimiento sectorial es otra incógnita importante que debe despejar Fernández. Los sindicalistas estarían dispuestos a suspender las paritarias. Y al empresariado se le pedirá un congelamiento. Cada actor se prepara hoy para esa foto corrigiendo precios y reclamando mejoras de salarios. Lo que supone una aceleración de la inflación, que el futuro gobierno imputará a la herencia recibida.
Hay un invitado difícil de sentar a la mesa de Fernández. Es el sector exportador, que, es muy probable, deberá pagar más retenciones.
Los industriales esperan atenuar hoy su incertidumbre. A las 10.30 está previsto que el presidente electo hable en la Conferencia de la UIA. En principio, su discurso estaba agendado para las 18. Pero el orador pidió adelantarlo para no cruzarse con Macri, que hablará a las 18.30.
La inflación estará también determinada por la emisión monetaria. Con precios en ascenso, nadie acepta moneda local. Es una diferencia enorme con la situación de 2003. El nuevo presidente tiene una ventaja, en alguna medida derivada de sus declaraciones como candidato: Macri repuso el cepo. La presión sobre el dólar resulta, por lo tanto, moderada. Además, la economía está ya muy dolarizada.
El problema emisión/inflación se relaciona con otro desafío: Fernández tendrá que resolver, apenas llegue, si paga los títulos en pesos. Equivalen a 150.000 millones antes de que llegue marzo.
Muchos expertos sospechan que la inflación, más las retenciones a los exportadores, hará que Fernández se encuentre en pocos meses con un nuevo atraso cambiario. El cálculo de algunos de ellos es que, para que el déjà vu 2003-2007 sea verosímil, hoy el dólar debería arañar los 80 pesos. Esos profesionales sospechan que tarde o temprano se dispondrá un desdoblamiento.
Endeudamiento externo, financiación del déficit, curva inflacionaria y competitividad del tipo de cambio forman una sola trama. Su resolución virtuosa depende de que Fernández consiga lo que hoy escasea por completo: confianza.
El nuevo equipo
El 6 de diciembre se correrá el telón y aparecerá el equipo de Fernández. Se sabrá si se confirma que el académico Martín Guzmán estará en Hacienda y Finanzas, Matías Kulfas en Producción y Miguel Pesce en el Banco Central. Guillermo Nielsen, vocero informal sobre el problema de la deuda, sería el nuevo presidente de YPF. Otro cargo clave: Jorge Argüello será la voz de Fernández en Washington, donde se dirime buena parte del destino de la economía. Es una designación sensata, no solo porque Fernández eligió a alguien de confianza que ya estuvo en esa embajada, de la que debió alejarse por presiones de Guillermo Moreno. También porque aclaró, en su equipo y ante el gobierno de Donald Trump, que Argüello es su único vínculo con los Estados Unidos. Un traspié para Gustavo Cinosi, un intermediario pretencioso.
Otra definición significativa para la economía: Daniel Scioli será embajador en un Brasil que presiona, como nunca antes, por liberalizar el Mercosur. Además de descubrir que ese país es más que un balneario gigantesco, Scioli tendrá que recomponer la relación con Jair Bolsonaro. Le juega en contra haber incorporado a Lula da Silva en su campaña presidencial de 2015. Pero el futuro embajador, siempre optimista, apuesta a que seducirá al capitán Bolsonaro a través de Mario Montoto, proveedor de equipos de seguridad vinculado a los proveedores de Israel. Yossi Shelley, el representante de ese país en Brasilia, es la sombra de Bolsonaro.
Revelar la identidad de esos funcionarios no será suficiente. Fernández depende, en su gradualismo, de ser convincente en la secuencia que proponga. Es decir, en la generación de expectativas. Porque, hasta ahora, no solo ha sido muy discreto con su equipo. Ha ocultado, sobre todo, si cuenta con un plan.
Este enigma se inscribe en uno más amplio e importante. Cómo circulará el poder. En los últimos 10 días quedó claro que Cristina Kirchner dominará el Congreso. Organizó su propia alianza federal, con un gobernador que siempre le fue leal, Gildo Insfrán: uno de sus hombres, José Mayans, presidirá el bloque de senadores.
El presidente electo modificó también, en una decisión que hay que aplaudir, su relación con las provincias: el controvertido Juan Manzur, que se sueña un primus inter pares, no controlará Salud con Pablo Yedlin. El empresario Hugo Sigman, a quien Elisa Carrió identificó como el principal mecenas de la campaña de Fernández, deberá recuperar el teléfono de Ginés González García.
En Diputados, Massa recibió una buena y una mala noticia: Máximo Kirchner será el jefe de la bancada oficialista. Massa encontró un aliado. Y un límite.
De las decisiones que todavía están por conocerse hay otra estratégica. Si Carlos Zannini será el procurador del Tesoro. No solo porque conduciría los litigios y, por lo tanto, sería un puente privilegiado con los jueces. Tampoco porque vaya a controlar, en un nuevo ordenamiento que ya había imaginado Macri, la UIF y la Oficina Anticorrupción. El poder del procurador consiste en que, si se lo propone, coordina un ejército de abogados que resuelve, con sus dictámenes jurídicos, lo que puede hacer y dejar de hacer cada área del Estado. Cristina Kirchner y Zannini conocen esa palanca para condicionar al gabinete. Por eso están tentados (diario La Nación).