De las situaciones post electorales siempre me han sorprendido las reacciones de sorpresa. Y entre los sorprendidos nada me asombra más que aquellos que dedican largos análisis a intentar explicar cómo un presidente electo es supuestamente esmerilado en su Poder.
Digo supuestamente por una razón lógica: para que algo pueda ser afectado, debe existir primero. Y Alberto Ídem nunca tuvo ese Poder que creen que se ve reducido por la influencia de Cristina Fernández.
Durante la campaña electoral no fueron precisamente pocos quienes me chicanearon por lo de “Alberto Ídem”, remarcándome las diferencias públicas y privadas entre Alberto Fernández y Cristina Fernández. Me cansé de escuchar “Alberto no es Cristina”, a lo que siempre respondí que yo no fui ninguno de mis jefes y sin embargo siempre terminé haciendo lo que ellos indicaban o me terminé yendo por retobado. Es una regla que no falla: cuando uno cree que impuso su punto de vista al jefe, es que el jefe estaba de acuerdo.
Lejos de toda chicana, sólo un marciano recientemente arribado al planeta Tierra puede sostener que Alberto manda porque es el Presidente. Nadie en su sano juicio aceptaría que un hombre que no figuraba en el mapa político hasta hace menos de siete meses de pronto es el dueño de cada uno de los votos que lo depositaron en la Casa Rosada. Nadie, absolutamente nadie puede afirmar sin ruborizarse que un tipo que estaba a la sombra de Sergio Massa en el Frente Renovador de pronto es el gran estadista y que nadie le pasará factura por el lugar que hoy ocupa.
No fue un mensaje subliminal que Cristina apareciera en un video anunciando a su candidato a Presidente. No fue un mensaje subliminal que intentara tomarle juramento ella ni que Fernández Presidente fuera al departamento de Fernández Vice y a la salida dijera que ya estaba consensuado el Gabinete del Poder Ejecutivo. No son mensajes encriptados que Alberto Fernández no pueda designar un jefe de bancada, un ministro de Transporte o el mozo que le servirá café los próximos años en su despacho. Ante este panorama ¿a quién le importa que Alberto Fernández piense distinto que Cristina Fernández si ni siquiera le importa a la propia Cristina Fernández lo que opine Alberto Fernández?
(Nota: Párrafo aparte merece la aceptación hacia los líderes elegidos por Cristina para lugares claves, sólo superado por la mansedumbre con la que callaron los militantes a la designación de señores conservadores y feudales como los que gobiernan Formosa o Santiago del Estero.)
En una competición por el recuerdo de un pasado que no le es propio sólo comparable con el esfuerzo actoral de Ricardo Alfonsín, Alberto Ídem rescató de su biografía lo que le conviene de cara a los votantes. Pareciera que no es consciente de que esa ola de amor que vive de parte de la militancia kirchnerista no le pertenece y que son –con contadas excepciones– los mismos que lo insultaban hasta en arameo cada vez que concurría a los estudios de TN para decir que “con Néstor lo que está haciendo Cristina no pasaba”.
En esa memoria con beneficio de inventario, Alberto Fernández borró sus años de alfil de Domingo Cavallo, del mismo modo que lo hicieron sus compañeros de lista Diego Santilli, Pimpi Colombo y Víctor Santamaría. De hecho, mejor si nadie recuerda que tuvo que renunciar a su banca de legislador por el partido de Cavallo para asumir como Jefe de Gabinete de Néstor Kirchner. Todos tenemos un archivo que preferimos no mostrar, dado que éramos jóvenes y necesitábamos el dinero.
Quizá sea por ello que en su historial revive una y otra vez esos años que siente como su época dorada, la única vez en la que su voz valía casi tanto como ahora, cuando al igual que ahora debía ser el encargado de mostrar moderación sobre la imagen de otro.
Es el problema de insistir en volver a donde uno fue feliz: la gente no es la misma, el mundo no es el mismo y, si nosotros estamos iguales, algo mal hicimos. Ese “nestorismo recargado” que Alberto quiere levantar trae consigo algunos inconvenientes prácticos. Primero, hablar de nestorismo en lugar de kirchnerismo es un fallido que nadie registró. Segundo, por más que Alberto Ídem insista con rearmar el mundo progrelatino de principios de siglo, ya estamos entrando a la tercera década y no queda nadie. ¿Con quién piensa repetir ese grupito de amigotes del barrio?
Por más sobreactuación que le quiera imprimir a lo sucedido en Bolivia, Chile y Brasil, por más entrevistas que le quiera dar a Rafael Correa, no puede obligar a que el barril de petróleo vuelva a estar a precios astronómicos, o a que China vuelva a consumir soja a cuatro manos y esta triplique su cotización actual. No hay forma de volver a asumir un gobierno con los commodities al alza ni de volver a encarar otra década más de bonanza a fuerza de reprimarizar la economía.
Alberto Ídem insiste en que hay que volver a aquellos años tal como lo dijo una y otra vez en cada entrevista que dio cuando los kirchneristas lo odiaban. Y sin embargo, aquellos años no fueron tan maravillosos, salvo por esa sensación de aire que sentimos cuando la economía nos aflojó el torniquete por menos de un lustro.
Que lo que haya venido después fuera peor, no hace precisamente que uno recuerde con cariño los años en los que el ministro de Salud entregó los contratos de provisión de insumos, mantenimiento y limpieza del PAMI a su sobrino, su secretario privado y dos funcionarios de su Ministerio, o cuando la Federal reprimía a gomazo limpio a los manifestantes en las puertas de las oficinas del Fondo Monetario Internacional para luego llevarse 102 detenidos. Si, eso de que “no se puede reprimir la protesta social” vino después, cuando el ahora ministro de la Corte Suprema de Justicia, Horacio Rossati, reemplazó a Gustavo Béliz en el ministerio del Interior.
Puede sonar a invento, pero si no te lo contaron tus viejos, te digo que en aquellos años la policía fajaba hasta a los trabajadores que protestaban frente a la refinería de YPF en las afueras de La Plata, te llevaban en cana a un grupo de tipos que pedía comida en supermercados. Se desalojó a los palos a quienes ocupaban las instalaciones de la farmacia Franco Inglesa, al igual que se aplicó toda la fuerza posible para sacar quienes cortaban la ruta y ocupaban la sede de Termap, en Caleta Olivia. Y eso fue antes de que Claudio Uberti directamente pasara por arriba de los manifestantes con una 4×4.
Fueron aquellos años dorados del recuerdo de Alberto Ídem cuando Luis D’Elía fue nombrado Subsecretario de Tierras y Viviendas a pocas semanas de haber tomado e incendiado una dependencia policial –que aunque nadie lo registre, es parte del mismo Estado– y en los que nadie tenía mucho reparo en pedir mangazos por vías alternativas. ¿Se acuerdan de Ricardo Jaime? ¡Qué plato! Ahora que está en cana, entre otras cosas, por comprar como nueva chatarra ferroviaria –de la que en este mismo blog se hablaba y denunciaba en 2008, no en 2018– habría que recordar que esa causa se inició por los dichos de empresarios españoles. Resulta que lo enviaron a Jaime a España a solicitar “colaboraciones”. En vez de entregarles el CBU para depositar, la pedía en negro. Algunos fueron más vivos y le ofrecieron una interesante contraprestación, como comprar por 1.600 millones de dólares el material rodante ferroviario que en España ya no se usaba.
Mientras que en aquel entonces se le exigía públicamente a Irán que extradite a los sospechosos del atentado a la AMIA –tal como recordara Alberto Ídem cuando cuestionó el pacto con el régimen teocrático–, negábamos la extradición de Jesús Láriz Iriondo, etarra acusado de atentar con coches bombas que daba clases en la Universidad de las Madres, y lo mismo hacíamos con Sergio Galbarino Apablaza, reclamado por la justicia chilena, a quien encima le concedimos el asilo político.
En noviembre de 2005 vivimos uno de esos momentos de gloria cuando un grupo de manifestantes disfrazados de pasajeros enojados prendieron fuego la estación de Haedo, los trenes, un par de patrulleros y, de paso, se hicieron la tarde saqueando los comercios de los alrededores. Aníbal Fernández dijo que había gente de Quebracho en el quilombo. Pocos, muy poquitos, sospecharon que Quebracho tenía más que ver con el Estado que con la militancia anarquista. Ver a su ex líder devenido en kirchnerista furibundo y que nadie se sorprenda da un poquitín de vergüenza.
En las indagatorias, los pocos detenidos refirieron que se dirigían a la III Cumbre de los Pueblos en Mar del Plata, la tristemente célebre contra a la Cumbre de las Américas. En Mardel los participantes marcharon por las calles hasta el estadio Mundialista, donde los esperaba un mini recital de Silvio Rodríguez y un show de varieté con la presencia de Hebe de Bonafini, Evo Morales y Maradona al lado de Hugo Chávez, que oficiaba de conductor. El clima en la cumbre oficial no fue mejor: afuera de las reuniones los manifestantes prendían fuego un par de bancos y, como tanto bardo da hambre, saquearon locales de Havanna.
A principios de 2006, en pleno auge de los años dorados que recuerda Alberto Ídem, nos enteramos de algo llamado “asambleístas de Gualeguaychú”. Un grupo de habitantes que protestaba por la colocación de una pastera en la costa de enfrente, del lado uruguayo. En la Argentina había cientos de ellas, pero eso no impidió que Néstor Kirchner mediara para pacificar las cosas con el país presidido por primera vez por Tabaré Vázquez: alentó a los asambleístas.
Fueron tiempos en los que todo era relativo, cuando el traslado de los restos de Perón a la Quinta de San Vicente que terminó a los tiros fue una obra coreografiada y la patota que copó el Hospital Francés configuraba sólo un acto de exaltación nacional.
En pocos meses nos olvidamos de los tiros, los incendios y las patotas cuando una investigación revela sobreprecios por 150% en una obra adjudicada a la empresa Skanska. Todavía estamos viendo qué onda. La noticia transcurría en las mismas páginas en las que nos informábamos sobre las futuras elecciones porteñas. Jorge Telerman quería la reelección y buscó el apoyo del kirchnerismo. 100% idea de Alberto Ídem, Néstor decidió buscar un candidato carismático que arrastrara votos de a millones: Daniel Filmus. Y así Mauricio Macri termina siendo jefe de Gobierno porteño.
Nadie pensó en Daniel Scioli, que estuvo años planificando su llegado a la jefatura de Gobierno porteña y terminó buscando a las corridas un domicilio que justificara su candidatura a gobernador bonaerense.
Años extraños en los que aparecían muertos con tiros en la nuca a la vera de la ruta, en los que el tráfico de efedrina estaba totalmente blanqueado, en los que un tipo puede entrar al país con una valija con 800 mil dólares, firmar el libro de visitas de la Casa Rosada, y que el ministro del Interior diga que eso nunca pasó mientras un Subsecretario afirma públicamente que se trata de una operación de la CIA.
Tiempos en los que si el hermano del Secretario General del Sindicato de Taxistas aparecía con un corchazo en el pecho, no pasaba nada. Tiempos en los que el tesorero del Sindicato de Camioneros aparecía con tres tiros y siete puñaladas y todos se conformaban con una sentencia y la explicación de que se trató de una interna de la conducción santafesina del sindicato.
Está claro que Alberto Ídem no tuvo injerencia en –casi– ninguno de los hechos relatados anteriormente, pero eso no impide la siguiente pregunta: ¿Dónde cazzo están esos años dorados a los que hay que volver? ¿En el Indec que se intervino en 2007, en la autorización de monopolios por decreto, en conformarnos con poder pagar una tele en 50 cuotas –literal– aunque quede obsoleta a partir de la cuota 20, en créditos hipotercarios para los que demuestren que no los necesitan, en los superávits gemelos producto del no pago de la deuda y los commodities al alza?
El mundo ha cambiado, pero hay algo que nunca cambia y es la fascinación de la Argentina por repetir siempre los mismos ciclos aunque no se dé cuenta que cada vez es distinto. Peor aún: a pesar de que el votante promedio diga amar a quien hace menos de siete meses tenía colocado en el casillero de los altos traidores a la Patria.
Discutir quién gobierna es al pedo. Lo demás, esperar a que una luz de esperanza nos dé una nueva oportunidad. Nicolás Lucca