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Al igual que Menem, Duhalde y los Kirchner, Alberto se arroga superpoderes

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Una exhibición de poder del peronismo
Una exhibición de poder del peronismo

Alberto Fernández es un peronista de principio a fin. No es una frase peyorativa, sino meramente descriptiva. Un peronista de ley hace lo que hizo el Presidente: usó el poder en toda su dimensión (y más allá también) desde el momento en que accedió al poder.

 

El mensaje de Alberto sirvió para fuera del peronismo, pero también hacia dentro de la coalición peronista gobernante. ¿Quién escuchó hablar de Cristina Kirchner desde que el nuevo presidente controla las riendas del poder?

¿Qué legislador o funcionario aclaró que consultaría con la actual vicepresidenta su voto sobre el impuestazo? Nadie, nunca. Los diputados fueron sometidos a un régimen infrahumano de casi 24 horas sin dormir ni comer para aprobar la más importante delegación de poderes desde 1983.

El Senado se convirtió en una escribanía de cuarta categoría, donde el escribano ni siquiera pudo leer lo que firmaba. "Creen que han ganado con el 60% de los votos y ni siquiera llegaron al 50", estalló Mario Negri, el jefe del interbloque del viejo Cambiemos. La diferencia con los no peronistas es que estos entran al poder con una timidez de la que el peronismo carece.

Es comprensible que un presidente que llegó con la mayoría de los votos prestados por otro líder (otra líder, en este caso) intente consolidar primero su poder. Lo consiguió. No quedó ningún argumento para los que decían que sería un mero títere de la expresidenta.

Los que conocen a Alberto Fernández saben que tiene un carácter fuerte y que nunca cumpliría el papel de un delegado sentado en la poltrona presidencial. De todos modos, él les hizo saber a conocidos y desconocidos que durante su mandato habrá un solo presidente. De hecho, el equipo económico, el que imaginó todas las últimas y resonantes medidas, es puramente albertista. Cristina ni siquiera conoce a muchos de ellos, aunque hay porciones de la administración (como la Cultura y Seguridad, para dar solo dos ejemplos) con una fuerte influencia de la expresidenta.

Hay dos conclusiones insoslayables del duro ajuste aprobado. La primera es que cualquier gobierno, aun el de Mauricio Macri, hubiera tenido que hacer cosas muy parecidas. La Argentina está muy endeudada; su capacidad de pago es mínima; el país lleva casi dos años de recesión con alta inflación y ambas cosas deterioraron palmariamente la calidad de vida de los argentinos; hay un sistema jubilatorio que es inviable para cualquier país, mucho más para uno en tales condiciones.

La segunda conclusión es que la solución no necesitaba de superpoderes presidenciales. Eso ya es propio del peronismo: no la hubiera pedido cualquier gobierno. Llama la atención que un dirigente como Roberto Lavagna haya prestado a sus legisladores para sancionar semejante delegación de poderes al Ejecutivo. O que Graciela Camaño, legisladora lavagnista, haya votado a favor de esa iniciativa porque siempre luchó para preservar las facultades del Congreso.

Desde el regreso de la democracia, el peronismo gobernó siempre con superpoderes presidenciales. Lo hizo Carlos Menem, pretextando la excepcionalidad de la crisis que heredó. Lo repitió Eduardo Duhalde en 2002 con el mismo argumento. Los superpoderes (y el estado de emergencia) se conservaron bajo los dos gobiernos Kirchner, a pesar de que el país vivió una bonanza económica (por los precios de las materias primas en los mercados internacionales) como no había sucedido desde la Segunda Guerra. ¿Qué emergencia había durante los años kirchneristas? Ninguna.

¿Qué justificaba que el presidente tuviera entonces más poderes que los que le otorga la Constitución? No había justificación. Los superpoderes solo cayeron en 2017, quince años después de instaurados. La república está diseñada como un sistema de equilibrios de los tres poderes. Si un poder tiene más poder que los otros dos (más que el que la ley le confiere), la república se convierte en un teatro sin sustancia.

Está claro que el objetivo del Gobierno es ahorrar 9000 millones de dólares del presupuesto. Lo hizo ajustando el salario de los jubilados y aumentando la presión tributaria sobre la clase media y el campo. Si bien hará el ajuste sin tocar los gastos del Estado, es, de cualquier forma, una política muy distinta al populismo económico de Cristina Kirchner.

Algunos empresarios y mercados financieros se lo agradecieron, aunque no esperaban una postergación unilateral del pago de los bonos del Tesoro. El ministro de Economía, Martín Guzmán, ya había anticipado que no había otra solución que el superávit primario para pagar la deuda. El conflicto está en las contradicciones. Toneladas de piedras cayeron sobre el Congreso cuando Mauricio Macri sacó la nueva fórmula para actualizar el salario de los jubilados en diciembre de 2017. Aquello no era nada comparado con el brutal congelamiento de ahora de todas las jubilaciones, menos de algunas.

Los que gritaron entonces contra la "insensibilidad" de Macri (Leopoldo Moreau, el primero) votaron ahora el congelamiento como un signo de la madrugada de una revolución incierta. Nadie habla del núcleo central del problema: el sistema previsional es inviable porque Cristina Kirchner incorporó tres millones de jubilados que no aportaron. Podrían tener un subsidio a la vejez, como propuso el entonces senador peronista Omar Perotti, pero su inclusión entre los jubilados significa un sacrificio constante para los que sí aportaron.

Las excepciones al congelamiento incluyen a las jubilaciones de expresidentes, exvicepresidentes, legisladores, funcionarios y jueces. Lo de los jueces es pragmatismo: si no los exceptuaban, el Poder Judicial esperaba al Gobierno con una cautelar a la vuelta de la esquina. Realpolitik, pura y dura. El Presidente se vio obligado a anunciar una reforma a las jubilaciones del Poder Judicial. Veremos cómo es. El resto de las excepciones no tienen explicación, más allá de la preservación de la casta política del sacrificio "solidario" al que está condenada la sociedad.

El oficialismo le escondió directamente esas excepciones a la oposición de Juntos por el Cambio y la aprobó en medio de la oscuridad. Le bastó el apoyo, otra vez, de los legisladores de Lavagna y de un rejunte de desertores que lidera el mendocino José Luis Ramón.

Sergio Massa hizo lo posible (y lo imposible) para dividir el bloque de Juntos por el Cambio. No necesitaba sus números para la votación ni para el quorum; solo quería a toda costa la imagen de la división opositora. La larga experiencia parlamentaria de Negri impidió la vasta operación de Massa, que incluyó llamadas telefónicas a gobernadores radicales. Estos no habían recibido ninguna sugerencia de Alberto Fernández cuando se reunieron con él. Massa actuó luego. ¿Por su cuenta? Es probable.

Entre las resoluciones de la megaley aprobada está la anulación del impuesto a la renta financiera. Ese gravamen fue una condición que Massa le impuso a Macri en 2017 para aprobarle la reforma previsional. La vigencia del impuesto, a partir de abril de 2018, ahuyentó a los inversores financieros y contribuyó a la salida masiva de capitales del país. El autor de la idea es el mismo político que presidió la Cámara en nombre de un gobierno que tiró abajo la idea.

Martín Guzmán dijo, con razón, que los argentinos no pueden ahorrar en una moneda, el dólar, que el país no emite. Pero el problema no se resuelve con una ley o con prohibiciones que llegan al ridículo. El que puede comprar 200 dólares mensuales autorizados deberá pagar el 30 por ciento de impuesto. Hay que decirlo de una buena vez: la compra de dólares está prohibida en la Argentina. Macri levantó el cepo en diciembre de 2015 con unos pocos dólares de reservas en el Banco Central. La devaluación fue insignificante. Había confianza.

El propio Macri perdió la confianza luego, cuando se quedó sin crédito, y se convirtió en un presidente con 60.000 millones de dólares de reservas (no todos de libre disponibilidad) al que la devaluación y la salida de capitales lo acosaron sin cesar. El dólar paralelo marcará ahora el ritmo del dólar. Los actos de poder sirven para disciplinar la política, pero no para domesticar a la sociedad. Ni al dólar (Diario La Nación).

 

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