"Hay que terminar con la costumbre de ahorrar en dólares", dijo el presidente Alberto Fernández días atrás. Horas después subió la apuesta, en un reportaje en TN: "Hay que terminar con cierta cultura argentina de que hay un derecho humano a comprar dólares".
Debería aprender de sus pares venezolanos: durante años ellos también lucharon contra ese "supuesto derecho" de sus gobernados, presentándolo como un vicio imperialista; hasta que se resignaron y ahora hasta Nicolás Maduro festeja que la circulación de dólares mantenga viva la moribunda economía bolivariana.
Lo que durante años fue un "vicio", con el que cada vez más venezolanos buscaron escapar del descomunal impuesto inflacionario con que los cargaba su gobierno, con el correr del tiempo se volvió sostén de un enorme mercado negro, la única institución económica mínimamente confiable que les permite intercambiar y por tanto producir, expresión de una resistencia social espontánea y liberadora, contra la que la voluntad oficial se cansó de fracasar. Hasta que esta tuvo que reconocer que aquella había gestado una economía mínimamente viable, a diferencia de la que el Estado, malgastando incalculables recursos, había querido inútilmente edificar.
También Alberto y los cráneos del Grupo Callao podrían abrevar de las lecciones que aprendieron, lamentablemente demasiado tarde para varias generaciones de cubanos, los economistas castristas. Después de varias décadas de luchar contra el mercado negro y el ansia de sonsacarle dólares a los turistas, descubrieron que tenían que alentarlos para sacar a su país de la total postración, y han ido legalizando y ahora hasta celebran lo que durante añares fue motivo de castigo por considerarse una "conducta desviada, antipatriótica e inmoral": que los cubanos usen dólares norteamericanos para sus actividades comerciales libres supuso resignarse ante lo inevitable, y ya a nadie se le escapa en la isla de la revolución que la confianza de sus ciudadanos en esa institución monetaria es el sostén imprescindible para que algo crezca en una economía estragada por un obtuso estatismo. Y también por lo tanto para que este pueda sobrevivir todavía unos años más. Extraña paradoja: los enemigos del imperialismo norteamericano terminaron dependiendo para sobrevivir, de la más repudiada y elemental de las instituciones que ese demonio le ofrece al mundo.
Parece que en este terreno, en cambio, Fernández, inspirado por la mirada siempre fresca de Mercedes Marcó del Pont, pretende innovar con un audaz salto hacía atrás, ensayando las soluciones de las que están escapando hasta los cubanos y venezolanos. Más que audaz, lo suyo es terco y temerario. Más si consideramos que este remedio ya lo intentaron estos mismos economistas kirchneristas en 2012, al comienzo del segundo mandato de Cristina Kirchner. Ese que el propio Alberto dijo que había sido deplorable en todo sentido, en particular en el económico.
También entonces se impusieron prohibiciones y costosas barreras, para promover una pesificación por la fuerza de los hábitos económicos de los argentinos, que la entonces presidenta ilustró pesificando parte de sus ahorros (debió ser una porción mínima, al menos no incluyó lo que tenía Florencia Kirchner en su caja de seguridad). Pero se demostró que era poner el carro delante del caballo: al suponer que era "la fea costumbre de correr detrás del dólar" lo que causaba inestabilidad, se la combatió haciéndola cada vez más cara, pero en lugar de promover así otra costumbre más "barata", usar pesos, se encarecieron los intercambios y subieron todos los precios.
El problema, claro, fue que se confundían causa y consecuencia: es porque el Estado defrauda sistemáticamente a los ciudadanos hace décadas, deteriorando día tras día el valor de su moneda, que ellos, hartos de que los estafen, huyen de los pesos y usan para todo lo que pueden el dólar, una moneda que es confiable porque quien la emite defiende su valor con eficacia. Por tanto, hasta que el Estado argentino no demuestre que es eficaz en ese terreno, todos los que puedan evitarán usar su moneda.
De allí que la reacción esperable a las dificultades impuestas para acceder al dólar sea, igual que en 2012, y antes en Venezuela y Cuba, que suban los precios de todos los demás bienes y servicios, se prolongue así la alta inflación, alejando al Estado de las condiciones en que podría generar confianza en el peso, en vez de acercarlo a ellas.
¿Significa esto que la pesificación es una quimera? Hay otro momento de la historia argentina reciente que enseña lo contrario. Diez años antes del papelón del cepo de Cristina, Axel Kicillof y Marcó del Pont, cuando el Estado acababa de salir de la convertibilidad, estuvo cerca de lograr una moneda estable. Fue así porque durante los diez años anteriores había habido muy baja inflación, el sector público pesaba no más de 20% del PBI, tenía sus cuentas equilibradas y prometió que seguirían así. Todo esto configuró una oportunidad valiosísima para establecer instituciones económicas y fiscales sanas.
¿Por qué no se la aprovechó? Alberto debería saberlo: él y su jefe de entones, el presidente Néstor Kirchner, fueron los responsables, creyeron que era mejor negocio apostar a los poderes de emergencia, a la inestabilidad y la discrecionalidad, y a la rueda de la felicidad de la alta inflación, dándole a la maquinita y duplicando el peso del sector público en la economía en pocos años.
Si ahora, además de usar por enésima vez la inestabilidad para justificar más poderes de emergencia, cree que el problema a resolver es el de las costumbres de sus gobernados, desde entonces realimentadas y a la vez condenadas, por medio de las cuales estos buscan razonablemente evadir los costos de una economía inviable, que hace ya una década se niega a crecer pero se resiste también a cambiar, está en un error. Puede que incurra no sólo en un serio pecado de soberbia y autoindulgencia, si no también, y lo que sería aún peor, en una grave confusión práctica.
Lo que va a conseguir es alimentar, además de la inflación, la mala conciencia y el resentimiento que enfrenta a distintos sectores de la ciudadanía entre sí y con el Estado: el discurso moralizante puede que sea consumido por los pesificados por la fuerza, que detestan que el Estado los tenga de rehenes, pero más fácil les resulta odiar a quienes tienen aún la oportunidad de comprarse algún verde. Y alentará a la enajenación a quienes ya vienen acostumbrados a fugar del peso, y cuando esa fuga se extienda aún más y se vuelva más cotidiana, forzándoselos a elegir entre sus intereses y la ilegalidad, se fugarán también de la política y de la identificación ciudadana; por último y más en general, promoverá el típico malestar moral que se sigue de que el Estado se vuelva un hipócrita propalador de máximas morales inaplicables.
Podremos brindar, de todos modos, porque la sangre no llegue al río. Lo que nos va a salvar de compartir el terrible destino de venezolanos y cubanos va a ser, como ya sucedió en el pasado, que estas fantasías moralizantes con las que se pretende sustituir las políticas para una economía mínimamente sensata no duran demasiado entre nosotros. Para bien y para mal, la sociedad y sus acendradas costumbres derrotan al Estado bastante pronto.
Ajustitere, primero termina con esa mania de robar en dolares.