El gobierno del Frente de Todos no tiene fácil despegarse de la herencia kirchnerista en muchos terrenos. Todavía está por verse si ofrece algo nuevo en materia económica, en la relación con el mundo, o en el manejo de la Justicia y la lucha contra la corrupción. Pero en lo que sí está innovando y avanzando es en promover la unidad del peronismo: parece estar a punto de completarla, brindando una importante novedad a la política argentina.
Recordemos que durante sus 12 años en el gobierno, los Kirchner se esmeraron más bien en mantener dividido a su partido. Con la idea de que les convenía para concentrar el poder: partidos dominados por la fragmentación y la fluidez garantizaban la autonomía de quienes concentraban en sus manos los recursos fiscales; así como garantizaban la deslealtad de los representantes con sus votantes. También pensaron que les serviría para fortalecer su propio proyecto, un posperonismo de izquierda o populismo radicalizado, que en puntos fundamentales tomaba distancia de la tradición "pejotista".
Como se sabe, ese proyecto fracasó. Pero también fracasó, entre 2013 y 2018, el esfuerzo del resto del peronismo de hacerlo a un lado y dejarlo atrás, recuperar al movimiento de Juan Domingo Perón del "desvío" o "cautiverio" que habría sufrido en manos de los Kirchner. Y lo que triunfó, sobre la base de equilibrar y combinar esos dos fracasos contrapuestos, aprovechando la oportunidad que les ofreció el también fracasado experimento de Mauricio Macri, fue una suerte de Pax Peronista. Que no promete dirimir las fundamentales diferencias que dieron lugar a las disputas entre peronistas en las últimas décadas. Solo disolverlas en el siempre potente y flexible aparato digestivo del PJ, distribuyendo recursos desde el Estado nacional.
Eso es lo que nos gobierna desde el pasado diciembre y lo hará por los próximos cuatro años, lo menos. Y hay que decir que los cambios que la fórmula está operando entre los seguidores de Perón, ya en estos pocos meses, son notables. Por primera vez desde los años noventa se reunieron todas sus expresiones legislativas, en bancadas unificadas, en ambas cámaras del Congreso. Salvo el massismo, que insiste todavía en mantener en pie su Frente Renovador, todas las expresiones territoriales del movimiento, incluso las predominantes en Córdoba y Salta, aceptaron participar del "proceso de normalización partidaria". Y las sesiones de este congreso normalizador, realizadas en el microestadio de Ferro, fueron extraordinariamente pacíficas. ¿Qué está pasando? ¿Por qué, contra todos los pronósticos, la convivencia entre peronistas durante décadas enfrentados a muerte está resultando tan fácil y armoniosa?
Pesa ante todo la intensidad de la competencia: tienen enfrente una coalición que, aunque ahora derrotada, puede volver a ganarles elecciones nacionales si ellos fracasan y se vuelven a dividir. La polarización, tan criticada por los enemigos de la grieta, es la fuerza que organiza nuestra vida política en torno a dos convicciones políticas que, más allá de sus disidencias internas, expresan a agregados sociales claramente diferenciados.
Pesa también el contexto de escasez: el Estado tiene muy poco para repartir. Pero lo poco que tiene vale mucho más que en 2013, cuando los peronistas se dividieron más que nunca, pero compartían de todos modos la creencia en que la torta seguiría alcanzando para todos. Hoy saben que no es así y entienden que su supervivencia dependerá de controlar el Estado nacional y exprimir a los demás. Algo que, hay que reconocer, saben hacer mejor que nadie. Carlos Menem usó la amenaza de incendios en las capitales provinciales para convencer a sus seguidores de aceptar al menos algunas reformas. Fernández está usando el mismo fantasma para convencerlos de lo contrario, no hacer olas con cambios ni disputas de ningún tipo para tratar de conservar lo que hay.
Se entiende que ese convite venga asociado con un gran ejercicio de desmemoria. No importa lo que nos hayamos dicho y hecho en los últimos diez o veinte años, subamos todos al bote y resignemos nuestras anteriores expectativas y la pretensión de imponernos unos a otros. Solo así podremos imponernos sobre nuestros adversarios, y sobrevivir. Como lo fraseó el administrador de esta Pax Peronista, "solo con Cristina Kirchner no alcanza, pero sin ella no se puede".
Se entiende también que haga falta censurar a los pocos que rechazaron el convite. Y sobre todo a quienes insisten en señalar que "hay proyectos incompatibles entre sí mezclados en el rejunte del Frente de Todos" y no será posible darle un rumbo cierto al bote mientras esa confusión persista. No es el caso de los lavagnistas y exmassistas, que aunque autónomos del PJ se reconocen de todos modos como compañeros de ruta del experimento. Tampoco, claro, del Frente Renovador remanente, que solo espera el momento de completar su regreso al redil. Pero sí el de Miguel Ángel Pichetto, que se esmera en hacer de aguafiestas de la reconciliación.
Es significativa en este sentido la justificación dada del "sumario para proceder a la expulsión de quien fuera uno de los traidores de nuestra causa y nuestra ideología": "fue nada más y nada menos que… de candidato de uno de los peores presientes que tuvo la Argentina en los últimos 30 años". Parece que el peronismo va camino de establecer un nuevo ISO, un sello de calidad propio: quiere que sus miembros solo hayan participado de "gobiernos buenos" y claro, el de Macri no lo fue. Aunque sería difícil determinar si fue peor que los de Menem. Depende de qué criterio se utilice, claro, y si se usaran los del "antineoliberalismo" seguro que no.
Pero la verdad nada de eso importa, pues nunca se pondrían de acuerdo en qué criterios usar y lo saben. Lo que importa es que Pichetto se niega a arrepentirse, tras perder, e insiste en decir que el combo armado por Cristina y Alberto no va a funcionar. Ese es el quid de la cuestión. En una época de la historia peronista que premia a los arrepentidos, no a los de casos de corrupción si no a los de haber promovido peleas entre peronistas, Pichetto es un obvio factor disfuncional.
De todos modos es curioso que la condena caiga sobre Pichetto, que hizo un culto del alineamiento detrás de los líderes partidarios del momento a lo largo de su extensa carrera. Y se cansó de avalar iniciativas, simplemente porque ellos las promovían y la mayoría del peronismo las abrazaba. Pero también se cansó en los últimos años de esperar que el peronismo resolviera la sucesión del liderazgo de Cristina. Y se niega a avalar, por tanto, la fórmula que puso en suspenso esa sucesión. Lo que parece decirnos en estos momentos es que un partido unido, pero sin jefe ni rumbo definido, es peor que uno disperso. Es por esto que el más fiel cultor de la disciplina peronista mientras no hubo partido prefiere ahora seguir prescindiendo de esa estructura, aunque ella vuelva a imponerse y funcionar, y lo haga a su costa.
Puede que sea simplemente fruto de un error suyo de apreciación. Demasiado habituado a vivir en un ambiente cismático, se niega a aceptar que él pueda quedar atrás sin un nuevo líder fuerte que se imponga. Nostálgico de la unidad partidaria que rigiera en los años noventa se niega ahora a aceptar que pueda funcionar con una nueva lógica, más equilibrada y negociada, a aceptar que se equivocó en presumir, por algún tardío prurito ideológico o programático, que mientras el kirchnerismo siguiera vigente no se podría recuperar una cierta "esencia" centrista del peronismo.
Porque ¿no es acaso Fernández expresión de ese centrismo? ¿No es acaso cierto que él y Pichetto querían llegar al mismo puerto y los separó solo el método? ¿Que uno siguió creyendo que sólo se lo podría alcanzar extirpando el kirchnerismo y el otro apostó a reconciliarse con él y digerirlo?
La cosa es un poco más complicada que eso, porque lo que está en juego son las condiciones de la unidad. Como dijimos, ella exigió resignar las "expectativas de máxima" de cada uno. Pero estas siguen siendo decisivas para determinar hacia dónde orientar el bote al que casi todos se subieron. Allí reside el punto flaco de la propuesta que con clarividencia les hizo el año pasado Cristina al resto de los peronistas, y casi todos aceptaron. Y como parece que nadie va a poder resolver este dilema, el resultado puede ser un bote dando vueltas sobre sí mismo. En el mejor de los casos, la administración de lo que hay, y lo que hay es estancamiento y atraso; aún sin pagar un peso de deuda por varios años, volver a estar más o menos como en 2014, o 2015.
Para muchos de los tripulantes, seguiría siendo negocio. Para muchos otros, apenas sobrevivencia, sólo aceptable mientras no haya nada mejor, y ni memoria siquiera de que se esperaba algo mejor. Y tal vez no el kirchnerismo, pero esa memoria sí podría ser digerida por el renacido aparato pejotista.