El tiempo político puede dividirse en ACV y DCV, antes y después del coronavirus. Pero no está claro si DCV se agravará y acelerará lo que se venía dando, o habrá un cambio de tendencias.
En las últimas semanas se pudo observar cómo los pretendidos equilibrios de Alberto Fernández se iban desdibujando: dado que las dificultades probaban ser más serias que lo previsto, la ya desde un comienzo desbalanceada coalición oficial iba inclinándose hacia “soluciones” típicamente kirchneristas. Lo vimos en el modo de encarar los problemas judiciales, que son ante todo los de los corruptos con que Alberto armó su fórmula de gobierno. En la renegociación de la deuda, que se endureció indisimuladamente, hasta ya no descartar tan enfáticamente la posibilidad de un default. Y lo vimos en el trato con los productores agropecuarios.
Los analistas pusieron de relieve este problema con distintos acentos. Eduardo van der Kooy lo atribuyó al peso diferencial de los distintos componentes del Frente de Todos, la “fuerza de gravedad” en su interior. Y Carlos Pagni destacó que la cuestión involucraba también las preferencias del propio presidente: esa fuerza de gravedad opera, con similares efectos, en su fuero íntimo.
Todo eso es cierto pero afortunadamente ni el oficialismo ni el Presidente se mueven en el vacío. Existe un entorno local y regional, social e institucional, que no es muy acorde al microclima de la coalición gobernante o la vida interior del primer mandatario y se muestra resistente desde el vamos a las “soluciones” populistas, mucho más a opciones radicalizadas de ese menú. Más que en 2008 o en 2011. En esa diferencia cabe depositar esperanzas, y puede ser útil destacarla. Y destacar también que la abrupta irrupción de la emergencia sanitaria por el coronavirus brinda una oportunidad para que Alberto despliegue su liderazgo, pero también para que ese contexto “racionalizador” se refuerce y moldee el ánimo oficial.
Para observar cómo funciona este complejo sistema de fuerzas en pugna viene bien el caso de la amenaza de intervención a la Justicia de Jujuy. Para el kirchnerismo duro es un leading case de lo que pretende hacer con la Justicia de todo el país: usar la dinamita que haga falta no solo para volver imposible cualquier condena contra ex funcionarios corruptos, si no para, en la polvareda, disipar las bien fundadas sospechas de la sociedad de que son culpables y hacer que las investigaciones se vuelvan contra los denunciantes. Alberto Fernández, pillo como siempre, pretendía dejar correr la idea imaginando que al menos le serviría para presionar al gobernador Morales en particular y a la oposición más en general para que voten a favor de Daniel Rafecas para el cargo de Procurador, y demostrarles que les conviene negociar con él antes que lidiar con el kirchnerismopuro y duro, al que al mismo tiempo podía darle prueba de su compromiso al menos parcial con la causa de la “liberación de los presos políticos”.
La velocidad de los acontecimientos sin embargo puso pronto en aprietos al enfoque del presidente. El kirchnerismo no se conformó con presentar el proyecto, dio pasos concretos en dirección a aprobarlo, y lo que fue aún más significativo, que hiciera lo primero bastó para desatar una fuerte reacción social en Jujuy, adelantando lo que podría suceder si la llamada “reforma judicial” sigue esa misma tónica: miles de personas salieron a la calle el 4 de marzo en San Salvador, en una manifestación “republicana” sin precedentes en la historia provincial. Lo que a Alberto le debe haber recordado las protestas contra la inseguridad de 2004, o las que rechazaron los proyectos reeleccionistas en 2006, afectando los planes de su maestro y predecesor.
La oposición también se debe haber acordado y se montó en el conflicto con decisión. Así que Alberto Fernández se vio obligado a revisar sus equilibrios. Se lavó las manos del proyecto diciendo que "es un tema que ocurre en otro poder, no es una iniciativa nuestra”, echando a rodar dos ideas comprometedoras: de ser cierto lo que dijo el poder de Cristina es “otro” que el de él, y sus planes no son “nuestros”. Un planteo que debe saber es, además de poco equilibrado, en la práctica es inviable. Aunque se sabe que Alberto, incapaz de innovar en otros terrenos, siempre está inventando cosas con palabras para sorprender a la historia universal. Además, pateó el asunto a la Corte: “Nos daría una gran tranquilidad que revise el caso (de Milagro Sala), porque tenemos muchas dudas sobre cómo funcionaron esos procesos". Una solución que, claro, no conforma a los K.
El desgaste del Presidente en este igual que en otros terrenos fue acelerado. Y podría continuar, pues ni las fuerzas internas ni las opositoras están muy interesadas en ayudarlo. Ni el kirchnerismo ni Juntos por el Cambio confían mucho en él, por bien fundadas razones. A los primeros no puede garantizarles la inocencia y libertad de sus dirigentes, a los segundos no les asegura un marco de convivencia y negociación. Así que es lógico que ambos prioricen vías para asegurarse ellos mismos esos objetivos.
Pero precisamente en ese punto encuentra su oportunidad el sentido común: el mandatario debe haber percibido ya que si se deja llevar por la fuerza de gravedad, y permite que la intervención sobre la Justicia jujeña avance, terminará igual ante la Corte y en peores condiciones para él mismo. Lo que desbarataría del todo la ambigüedad que pretendió tejer en materia judicial desde su asunción, y en la que insistió en el inicio de sesiones legislativas: hablar de lawfare para contentar a Cristina y sacar chapa de reformista republicano, como heredero y continuador de Alfonsín. Desde el vamos era como querer regar pisando la manguera. Pero insistir con esa difícil mascarada mientras la Corte discute urbi et orbi a Milagro Sala, justo a ella, sería demasiado: muchos más que ahora desconfiarán de su “despolitización de la Justicia”.
El problema es que, de partida, el sentido común no se le da bien al Presidente. Y el material con el que trabaja no ayuda, porque combina agua y aceite. Hay de todo en el peronismo reconciliado, todo tipo de ideas sobre lo que significa “ser mejores” que el kirchnerismo “históricamente existente”, que solo pudo amarlgamar la oportunidad de reemplazar a un gobierno desacreditado. Pero a esa triste realidad del Frente de Todos Alberto le sumó el peso de su propia ambición: sacar chapa en materia institucional. Si tenía que hacer el trabajo sucio de liberar a su vice y jefa de culpa y cargo, como si todo lo que se ventiló en tribunales en estos años hubiera sido fruto del “proceder viciado de jueces influidos por el poder de turno”, ¿por qué no hacerlo disimuladamente, sin hablar en lo posible del tema, tratando con jueces y fiscales del modo más opaco y silencioso posible?
Algo semejante le sucedió en la negociación de la deuda: si pretendía ser tan duro como ahora anuncia en el canje de bonos, ¿para qué habló al comienzo de copiar la experiencia uruguaya? No tiene lógica. Salvo que se admita que también en este asunto el presidente fue dejándose llevar más y más por la fuerza de gravedad, el peso de las opiniones en su frente interno, a medida que vio las dificultades reales que enfrentaba. Y como esas dificultades no paran de agravarse (caen la recaudación y las exportaciones, la baja de tasas no reactivó el crédito, el déficit fiscal crece y se estira la recesión) es lógico que se tema que esa deriva continúe. Y se sospeche de una disposición creciente a defaultear al menos “parcialmente” la deuda si lo demás falla. Y con el enfoque actual de los negociadores lo más probable es que falle.
El sentido común, en cambio, indica que defaultear sería mucho más dañino que en 2001, para el presidente en funciones y para el país. Porque no podría compaginarse, como entonces, con una pronta recuperación de la economía, y conduciría a una segura derrota electoral el año próximo. Y al ocaso temprano del proyecto albertista.
Y también el sentido común muestra que una salida con menos riesgos está a la mano: si revisa su premisa de no acordar nada con el Fondo, el gobierno podría obtener de él la ayuda que necesita para pagar vencimientos inmediatos y hacer una oferta mejor a los bonistas privados, dentro de un tiempo prudencial. Claro, para eso debería prestarle oídos a las voces más razonables, y no a las que más suenan en su cabecita y su entorno, y hay que ver si está dispuesto.
En medio de estas disquisiciones se desató la emergencia sanitaria. Que va a tener efectos buenos y malos para la gestión. Pero significó, ante todo, un cambio radical del contexto. Por un lado, los temores que disparó, aunque útiles para contener la propagación de la enfermedad, para la salud de la economía van a ser obviamente muy perjudiciales.
Por otro, la emergencia puso en evidencia el moroso sistema de toma de decisiones con que venía manejándose el Ejecutivo, y la inconveniencia de dejarse llevar por expectativas muy optimistas.
Pero lo más importante, finalmente, es que la aceleración de esa crisis puso en suspenso todos los demás asuntos. Hasta la renegociación de la deuda entró en un impasse, pues los mercados operan a ciegas, sin precios. Y eso ofrece una oportunidad no sólo para que Alberto de prueba de sus dotes de líder, sino para que rediseñe sus estrategias, sin pagar mayores costos reputacionales ni enfrentar serios conflictos internos. La emergencia le da, así, la posibilidad de liberarse de las fuerzas gravitacionales de su coalición, y poner en la mesa un poco más de sentido común.
Claro que la situación tiene también semejanzas con la que se vivió en 2009, durante el primer gobierno de Cristina. Y en esa ocasión no fue precisamente el sentido común el que primó, sino la radicalización: la crisis de la gripe A se sumó al descalabro financiero internacional para que el gobierno justificara varias medidas al hilo que nos aislaron del mundo y profundizaron el curso antiempresario y antiliberal: expropiación de los fondos de pensión, ley de medios, intervención sobre los mercados, manotazo a las reservas del Banco Central y así siguió. Alberto siempre dijo que esos fueron serios errores, que se terminaron pagando caro; aunque puede que haya cambiado de opinión, como en tantas otras cosas. Lo más importante del caso es destacar, de todos modos, que aunque se quiera volver a atribuir a una “conspiración del mundo en nuestra contra” los problemas que padecemos, ninguna de aquellas medidas es hoy viable, porque no hay nada que expropiar (por más que el kirchnerismo duro fantasee que eso se podría hacer con el comercio exterior), nada que manotear (reservas casi no quedan, las retenciones van a recaudar menos aunque se incrementen sus porcentajes), y queda muy poco para repartir.
El coronavirus en sí mismo, además, aunque a una mirada rápida le podría parecer que favorece posturas aislacionistas de “vivir con lo nuestro”, en verdad las terminó de inhabilitar. Es lo que enseña la experiencia con el virus hasta aquí: inicialmente predominó en el gobierno una suerte de populismo sanitarista, según el cual era una preocupación de los países globalizados, acá no iba a impactar, porque lo nuestro es el dengue, él sí nacional y popular; o en todo caso afectaría a gente mayor que viaja a Europa, típicos macristas. Bastaron pocas semanas para que el gobierno entrara en pánico, porque la enfermedad no sólo llegó si no que empezó a producir contagios locales en distintas zonas del país, más rápido que en otros casos. E igual que Trump, nuestro presidente pasó de ignorar la cuestión a sobreactuar control.
Como sea, la gran ventaja que puede hallar el virus del sentido común en la cabecita de Alberto es que el virus contrario, el del kirchnerismo radicalizado, ya lo tuvimos, y dejó un saldo de despropósitos aún a la vista, y también de anticuerpos en los organismos supervivientes. Así que no es tan difícil hacerse una idea de dónde nos puede conducir si se impone por obra de la gravedad.