Los recortes salariales en el sector privado y una espontánea rebelión fiscal están poniendo en un brete al sector público argentino. Porque se resquebraja así un ya desde hace tiempo frágil e insatisfactorio equilibrio entre quienes producen para sostenerlo y quienes lo necesitan para sobrevivir.
Con lo cual además, contra lo que parecieran indicar las encuestas y lo que sostiene el propio Fondo Monetario Internacional (FMI), se debilitaron fuertemente las chances que tenía la solución que el peronismo viene tratando de administrar para preservarlo. Los precarios equilibrios sociales y políticos que coincidían en preservar, postergando pagos de la deuda, los cráneos del organismo y del Ejecutivo saltaron ya por los aires. Habrá que pensar otra salida.
A la UOM y los petroleros se sumaron en los últimos días SMATA y ACARA. Estarían por imitarlos unos cuantos sindicatos más de la industria y los servicios, con reducciones que rondan el 30% de los salarios de convenio. Orientadas a evitar una ola de quiebras en sus sectores y facilitar el regreso a la actividad de las empresas. Con el mismo objetivo, y el mismo protagonismo de los gremios de la actividad privada, la conducción de la CGT se reunió y reclamó un progresivo pero pronto relajamiento de la cuarentena.
Ambos planteos echaron sombra sobre tesis fundamentales con las que hasta aquí el Ejecutivo viene manejándose: que "la atención de la salud es la prioridad absoluta" ("es mejor 10% más de pobres que 10.000 muertos"). Y más importante aún que "la emergencia enaltece el rol del Estado", así que se justifica hacer lo que haga falta para financiarlo y no se justifican reducciones de salarios u otros de sus gastos.
¿Qué está pasando? Que la crisis se está volviendo más y más compleja, los desafíos económicos ponen en aprietos al estatismo simplista con que se maneja el oficialismo y al mismo tiempo la sociedad reclama que el Estado "nos cuide" en un sentido más amplio que semanas atrás.
Encima cada vez más gente hace cosas contradictorias, imponiendo desafíos extra a los gobernantes. Los mismos que apoyan la extensión de la cuarentena se ven cada día que pasa más y más forzados o tentados a ignorarla, y así como celebran la intervención del Estado se niegan a financiarlo, dejan de pagar impuestos al mismo tiempo que le exigen más ayuda.
Dueño y señor del aparato estatal, al que ha convertido en "su hogar" a través de continuas reelecciones, fuertes gremios y una cultura institucional acorde, el partido de gobierno estaba eufórico ante la perspectiva de que la sociedad, aterrada por la pandemia, aceptara más dosis de estatismo que nunca antes. Controles de precios, nuevos impuestos a los ricos, más emisión monetaria, parecía haber llegado la hora de que el "modelo" extendiera su predominio sin límites.
Eso, más el temor a que un relajamiento derivara en un total desorden, y la sospecha de que la escalada de contagios se había postergado pero no evitado, llevó al presidente Alberto Fernández a extender la cuarentena hasta fin de abril, hace una semana.
Pero esas "ventajas de la cuarentena" eran solo un costado del asunto. El reverso, que fue cobrando más y más visibilidad en los últimos días, y que los planteos gremiales pusieron del todo en evidencia, habla de la insostenibilidad de una situación en que la autoridad del Estado se ejerce al precio de ahogar la actividad económica, y con ella, de la capacidad de tributar.
Multiplica al mismo tiempo las dificultades para legitimar un gasto público que solo en materia sanitaria y de seguridad tiene todavía cierta contraprestación, y la ha perdido casi totalmente en todo lo demás. Porque hay muy pocas clases, no es posible hacer casi ningún trámite, no hay obra pública, casi no hay acceso a la Justicia, y encima la moneda vale cada vez menos.
La señal de alarma definitiva la dio la AFIP: el derrumbe de la recaudación se aceleró en los últimos días. Así que el Presidente optó por desdecirse. Adelantó el relajamiento de la cuarentena al lunes 20, un mes después de iniciada. Ya los gobernadores de varias provincias estaban haciendo lo mismo, ¿lo habrán hecho a tiempo?
Es difícil decirlo si se han perdido ya un par de millones de puestos de trabajo formal, más una cantidad tal vez similar de informales, los salarios en la actividad privada se derrumban un 30%, en muchos casos con aval de los gremios. Lo mismo sucede con la rentabilidad empresaria, y al mismo tiempo los precios se aceleran.
El panorama es bastante peor que el "nefasto legado neoliberal" de Mauricio Macri, se parece más al 2002. Y consecuentemente, es dudoso que la rebelión fiscal se vaya a detener. El último de los gastos que honrará la gente que tenga de nuevo su empresa o negocio en funcionamiento, y la que vuelva a trabajar en ellos a partir de este lunes, va a ser el pago de impuestos y tarifas.
Así que pronto la situación se puede parecer más que a la de 2002, a la vivida en los prolegómenos de la hiperinflación de fines de los años ochenta. Un resquebrajamiento general del pacto de convivencia entre quienes deberían pagar sus impuestos para sostener el presupuesto público. Pero tienen muchas otras urgencias, dado que los precios y con ellos su subsistencia escapan minuto a minuto de su alcance. Quienes viven de ese presupuesto y presionan para que se cobren más impuestos o se acelere la emisión, o se hagan las dos cosas aún al precio de una mayor inflación.
Fernández parece hasta aquí no haber entendido las reales dimensiones del problema que enfrenta. De ahí su defensa a rajatabla del papel que está cumpliendo el Estado "aunque haya 10% más de pobres" (y puede que se quede corto). Y también de los sueldos que él y muchos otros altos funcionarios cobran, y del resto de los gastos de los que disfrutan.
Recordemos que para desestimar los pedidos de recorte en esos sueldos y gastos se comparó con los médicos y funcionarios de salud que "trabajan más que nunca" y a los que nadie se atrevería a exigirles en estos momentos que acepten una reducción. Lo que puede tener sentido. Pero quita argumentos justificativos a quienes siguen cobrando sus salarios en el sector público, aunque no trabajen, o trabajen muy poco.
El Presidente tal vez no lo advirtió pero deslegitimó a miles de legisladores, concejales y asesores, que hacen poco y nada, a los jueces de feria, y hasta a buena parte de los empleados administrativos, maestros y profesores de instituciones públicas. ¿Pensará mejor sus argumentos cuando el tema vuela al candelero? Y es inevitable que lo haga, dado que más y más empleados privados van a sufrir despidos, cesantías o recortes de sueldo, de los que escapan por ahora sus pares del Estado.
En verdad la pandemia y la cuarentena no trajeron nada nuevo en este sentido. Sino que aceleraron y agravaron una crisis que ya venía complicando las relaciones entre el Estado y la sociedad en nuestro país desde hace casi una década. Lo que hicieron fue agudizar las contradicciones del modelo impuesto en nuestro país por el kirchnerismo.
Y con ellas, el brete en el que está metido el Gobierno "desde su concepción". Nunca estuvo claro si él venía a reflotar y dar nuevos bríos a ese modelo y su celebración del Estado, o a reconciliar al peronismo con las fuerzas productivas, promoviendo un capitalismo de nuevo viable, es decir, capaz de crecer y al mismo tiempo tributar.
La escapatoria imaginada para no tener que enfrentar ese dilema fue dejar de pagar la deuda. Con eso debería alcanzar, nos dijo el Presidente en diciembre pasado. Y recibió el aval del FMI. Pero no iba a alcanzar: en el mejor de los casos íbamos camino a estirar las cosas, sobrevivir un tiempo más aunque sin resolver nuestros problemas; eso sí, devolviéndole su plata a los amigos del Fondo.
Lo que trajo la pandemia fue una aceleración de los tiempos: es ahora, hoy, ya del todo evidente que por más que la renegociación de la deuda salga bien, cosa que todavía hay que ver, no va a alcanzar. Los afiliados a la UOM, SMATA y demás supervivientes del peronismo histórico, lo están señalando; hay que ver si el Gobierno los escucha e interpreta.