En dos meses y monedas de confinamientos y desescaladas sólo hubo consenso en la distancia social y el uso de máscaras, no siempre respetado por los líderes. También hubo otro consenso: afloraron las disputas previas como si la nueva normalidad fuera apenas un cambio de hábito. En España, el primer gobierno de coalición desde el retorno de la democracia debió acudir cada dos semanas al Congreso de los Diputados para extender el estado de alarma bajo el asedio de la oposición. En Francia, el partido de Emmanuel Macron, La República en Marcha, perdió la mayoría en la Asamblea Nacional después de haber ganado las últimas legislativas.
Una crisis fenomenal, para cual nadie estaba preparado, resultó ser el preludio del saludo con el codo y, al menor descuido, del codazo en las costillas entre gobiernos y partidos de oposición. Ocurrió en Argentina, con el presidente Alberto Fernández y el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, en una foto impensable antes de la pandemia con el opositor jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, hasta que comenzaron las críticas contra la gestión anterior. En especial, la de la exgobernadora María Eugenia Vidal. Rencillas fuera de foco frente a la crisis sanitaria global.
El foco, precisamente, estuvo en la emergencia, pero, políticos al fin, dejaron aflorar las miserias de las cúpulas para contentar a las facciones y a las bases. Las exaltadas, incapaces de distinguir grises, como si el COVID-19 distinguiera entre ambos extremos de una fisura funcional a sus intereses. Las comparaciones desatinadas de Fernández con los métodos aplicados por otros países, como Suecia o Chile, derivaron en disculpas y rectificaciones. Sin una guía global, con la Organización Mundial de la Salud (OMS) disparando alertas y atajando críticas, cada gobierno reaccionó según su parecer frente a la disyuntiva entre privilegiar la salud o la economía.
Giuseppe Conte, el primer ministro de Italia, creyó que todo iba a quedar en el norte de su país. En su despacho celebran ahora la decisión de la Comisión Europea de establecer un fondo de rescate de 750 millones de euros para los gobiernos en apuros, pero persisten las dudas sobre su margen de maniobra y el del presidente, Sergio Mattarella, ante las facturas políticas pendientes. No está mejor el primer ministro británico, Boris Johnson. Dimitió su secretario de Estado para Escocia, Douglas Ross, en señal de protesta por el viaje de 400 kilómetros que hizo David Cummings, asesor de Johnson, para visitar a sus padres, salteándose el confinamiento.
Entre codos y codazos, Donald Trump, reacio a usar la máscara para “no darle a la prensa el placer de verlo”, sigue embarcado en su afán de ser reelegido el 3 de noviembre, se pelea con Twitter y las redes sociales por haberlo acusado de glorificar la violencia en Minneapolis tras la muerte de un afroamericano a manos de la policía, corta lanzas con la OMS y se burla de su rival demócrata, Joe Biden, por haberse cubierto la cara en la primera salida de su casa después de 10 semanas de aislamiento. Los ánimos exaltados forman parte de la estrategia proselitista de Trump.
Si eso de pelearse con todos da resultado en Estados Unidos, ¿por qué no iba darlo en Brasil? La prensa de ese país, harta de amenazas, agresiones e insultos, resolvió dejar de cubrir las apariciones en el Palacio da Alvorada del presidente Jair Bolsonaro. El de la gripecita mientras su país trepa al tope mundial de contagios y fallecidos diarios. Una tragedia que también enluta a México, en su fase más crítica, mientras su presidente, Andrés Manuel López Obrador, aquel que alentaba a los suyos a comer en las fondas y a desestimar los consejos de la OMS, tilda a los periodistas de amarillistas, corruptos, alarmistas, calumniosos y opositores.
“¿Cómo es posible que algunos destacados líderes políticos incluyan el odio en sus discursos y en sus ideas?”, se pregunta Francisco Collado, profesor de sociología de la Universidad de Málaga, España, en el portal The Conversation. Y abunda en detalles: “La respuesta lógica debemos buscarla en dos elementos presentes en la esfera política: la pérdida de influencia de los anclajes políticos y la capacidad de los populismos para configurar identidades y alteridades”. Se trata de un recurso aplicado por Steve Bannon, ideólogo de Trump, que imitaron el exvicepresidente italiano Matteo Salvini y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, entre otros.
La aversión hacia las élites económicas e intelectuales, tildadas de corruptas, se traslada al otro. Al que no comulga con su credo. La lógica binaria entre nosotros y ellos erige un muro virtual que decanta en la definición de pueblo. En nosotros. Una premisa básica para prolongar, entre codos y codazos, la adolescencia política. La temida edad del pavo, que dura más que nunca en términos biológicos, y da origen en gobiernos de izquierda al llamado progre. Aquel que, según el abogado norteamericano G. Gordon Liddy, «se siente profundamente en deuda con el prójimo y propone saldar esa deuda con tu dinero». El del Estado.