“Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas”, decía Renan, “y querer hacer otras más, he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo. En el pasado una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa para realizar. Porque la existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”.
Es decir, algo de lo mejor que fuimos, un poco de lo que quizá seremos y mucho más de lo que somos hoy: un grupo de hombres y mujeres que debemos entregarnos a organizar un tipo de vida en común, asistidos por un manual de conducta inteligente para afrontar las dificultades de cada hora.
¿Lo tienen presente nuestros políticos frente a una pandemia devastadora?
Porque solo les oímos decir con solemnidad que tratan de planificar para “preservar nuestra vida”; y amparados en esta frase vaga y retórica por excelencia, pretenden que participemos de ciertas creencias infundadas, falsamente esperanzadoras y a la postre decepcionantes, que no están resolviendo los problemas que tiene la sociedad en tiempo real: el peligro de hacernos pedazos en medio de una anarquía conceptual alarmante.
Porque el Covid-19 parece haber potenciado la imaginación ardiente de estos habladores compulsivos que padecen el acoso de su mente agitada, corriendo despavoridos de una a otra parte, perseguidos por sus propias inconsistencias.
Hemos llegado así al caso extremo de quienes ven, de repente y sin justificación alguna, golpes militares en ciernes –como el desatinado y mínimo Duhalde-, que estarían comandados por fuerzas que hoy recuerdan más que nunca a la célebre Armada Brancaleone de Vittorio Gassman, donde unos desarrapados iban en busca de victorias imposibles de obtener por la precariedad de su armamento.
El mismo presidente contribuyó a evidenciar el estado de alienación que rodea a su gobierno al conceder el sábado una larga entrevista a C5N donde paseó su terapia psicológica personal por los temas más diversos, incluyendo su relación con la familia Kirchner (¡una vez más!) en términos de epopeya, y dando algunas explicaciones bastante pueriles sobre sus enojos personales.
Además de una serie de increíbles versiones sobre su gobierno, desde una lógica que debería convencernos (según él) que no es el “pobrecito Alberto” –mote que le descerrajan algunos opositores, quizá con justa razón-, asegurando, con aire casi místico, que una carta astral confeccionada por ¡Vilma Ibarra! (dejándola expuesta a ser el hazmerreír de sus oyentes), le había señalado que sería el “reconstructor de la sociedad desde las cenizas”.
Todo esto nos lleva a pensar que debería recordar –junto con algunos conmilitones que compiten por obtener el trofeo al mejor trastorno emocional-, que los asuntos de Estado hay que analizarlos mediante tres aliados: conocimiento, veracidad y equilibrio intelectivo.
Sin embargo, todos ellos evidencian sentirse imbuidos de los derechos de una “casta” superior, cuyos miembros abordan los problemas a su cargo según sean los intereses que circulan dentro del ambiente en el que se mueven. Aunque éste se asemeje al tiovivo de una kermese.
Esto se aprecia más crudamente frente a una pandemia que el gobierno intenta controlar mediante una elocuencia “deliberante”, olvidando que se trata de un rival invisible que se halla totalmente fuera del alcance de su mira telescópica defectuosa; la que solo ha estado dirigida a “modelar” fantasmas, para mantenernos sentados, inmóviles, en una sala de espera sin turno. Y sin chistar.
Al respecto de estas cuestiones, dice Balmes que “todas las asambleas –y muy particularmente en el principio las revoluciones-, se distinguen por sus resoluciones desatinadas. La sesión comienza tal vez con hechos auspiciosos, pero de repente toma un sesgo peligroso; los ánimos se conmueven, la mente se ofusca, la exaltación sube de punto llegando a rayar en frenesí; y una reunión de hombres que por separado habrían sido razonables, se convierte en una turbamulta de insensatos y delirantes. La causa es obvia: la impresión es viva, se propaga como un fluido eléctrico, adquiriendo velocidad y fuerza. Y lo que al principio es una chispa es a poco una conflagración espantosa”.
Una auténtica fotografía de la actualidad, iluminada por la sabiduría del siglo XIX.
Ante la magnitud de los despropósitos “intelectivos” de los que mandan, nuestra esperanza no tiene más recurso que afirmarse -como ya hemos dicho en alguna otra oportunidad-, en la experiencia histórica: ésta enseña que, al lado del veneno, la Providencia suele proveer el antídoto; aunque muchas veces no avizoremos con claridad de qué tipo será éste, ni quién lo proveerá.
A buen entendedor, pocas palabras.